Hoy haremos cumbre, tanto en la geografía como en la
biografía. En lo más alto de la ciudad se guarda lo que queda de la memoria de
un hombre que también llegó a la cima. Como legado, dejó dos apellidos que a
partir de él permanecerían siempre unidos: Rojas Marcos.
La saga de los Rojas-Marcos, paradigma de los triunfadores,
pero también de los liberales outsiders, tal vez sería digna de una recreación
literaria, incluso si me apuran, hasta de una serie de televisión. Sólo la
historia del patriarca, del hombre en quien vinieron a reunirse para siempre
jamás esos dos apellidos, ya daría para una crónica, no sólo de una vida, sino
de toda una época; de España en general y Sevilla en particular. Naturalmente,
de esa historia no se acuerda casi nadie. Aunque, a decir verdad, resulta
complicado acordarse de aquello de lo que jamás se supo nada. Seamos sinceros:
son muy pocos quienes podrían decir quién fue Manuel Rojas Marcos, casi tan pocos
como los que saben que la calle de la ciudad que lleva su nombre es exactamente
el punto geográfico más alto de Sevilla, de suerte que la cima de una ciudad y
de un hombre vinieron a coincidir exactamente en el mismo sitio. Y ahí es donde
hoy vamos a parar con la pretensión de hacer juntos este doble descubrimiento:
el geográfico y el biográfico.
A lo largo de las últimas semanas estuvimos merodeándola,
pasando alrededor, recorriendo las calles que, en pendiente, bajaban desde
ella, pero hoy, por fin, ha llegado el momento de subir a lo más alto. Aquí, en
la cima de la costanilla de San Isidoro, entre el oratorio de San Felipe Neri y
las viejas y nobles casonas que albergan la Fundación Gota de Leche o el Museo
Flamenco de Cristina Hoyos, debió de estar el lugar donde cuentan que los
primeros pobladores de Sevilla mantenían reunido su ganado para protegerlo de
las crecidas de un río Guadalquivir que por aquel entonces ni siquiera se
llamaba Betis todavía. El lugar es intrincado, se halla emboscado en lo más
espeso, también lo más noble, de la trama urbana del casco. Es literalmente
imposible que un camión pueda llegar al ensanche, casi una plazoleta, que forma
la calle antes de bifurcarse entre Estrella y Argote de Molina. Hasta ese lugar
sólo conducen angostas callejas pura y genuinamente sevillanas que de manera
milagrosa permanecen libres de los estigmas que sufren otras no muy lejanas a
cuenta del negocio del turisteo. Aquí no hay camisetas, ni paellas, ni
sangrías. Hay silencio. Un silencio hondo y antiguo, como si la zona
permaneciera en una eterna hora de aquellas siestas durante las cuales había
que guardarse de hablar en voz alta y los niños, al menos los niños buenos, no
salían a la calle.
Precisamente Alta se llamó la calle antes de que fuera
rebautizada con el nombre de Manuel Rojas Marcos, uno de sus más ilustres
vecinos. Alvarez Benavides cuenta que en algún tiempo también llevó el nombre
de San Alberto, por estar en ella la iglesia dedicada a este santo. Detalla el
susodicho Alvarez-Benavides que la vía ‘ocupa uno de los puntos más céntricos
de la ciudad, y si bien no es de mucho tránsito, tanto por la clase de sus
edificios cuanto por su vecindario, figura entre las primeras de la ciudad’. Allá por la segunda
mitad del siglo XIX, que es cuando esta fechada la cita, entre los ilustres
vecinos de la calle Alta estaba don Constantino de la Huerta, que tenía en ella
una fábrica de licores. Imaginar hoy en día una fábrica, aunque sea de licores,
en esta calle, es mucho imaginar.
Hasta principios del siglo XX no se instalaría Manuel Rojas
Marcos en la calle que habría de llevar su nombre. Nuestro protagonista había
nacido el año 1869 en Morón de la Frontera. Estudio Derecho y se fue a Madrid
para trabajar como pasante en el despacho de Eduardo Dato, quien sería
presidente del Gobierno. En 1900 abrió su propio bufete en Sevilla, que llegó a
ser con el tiempo el más importante de la ciudad. Fundó la Liga Católica y en
1918 fue elegido como diputado a Cortes, ocupando el puesto de vicepresidente
del Congreso. Hombre de derechas, pero liberal, mantuvo una postura política
distante del caciquismo imperante en la Andalucía rural de la época. En Sevilla
también fue protagonista de la vida cultural, fue miembro de la Academia de
Buenas Letras, y de la religiosa. Hermano de la Santa Caridad, trató muy de
cerca de dos personas que acabaron siendo elevadas a los altares: fue el
abogado que llevó los asuntos jurídicos a Sor Angela de la Cruz y mantuvo una
estrecha relación el cardenal Marcelo Spínola, a quien su familia, que había
residido en la calle Capuchinas, frecuentó desde su época de párroco de San
Lorenzo.
Manuel Rojas Marcos fue también elevado a los altares laicos
de la inmortalidad y los honores civiles, rotulando con su nombre precisamente
la calle Alta donde había venido a instalarse. En el Top of the Rock de una
Sevilla que él alcanzó tanto física como profesionalmente.
Cuando en 1920 Manuel Rojas Marcos murió, el cardenal
Enrique Almaraz encareció a su viuda, Ignacia Lobo, a que uniera para siempre
los dos apellidos del prócer para que las futuras generaciones los siguieran
ostentando. Y dicho y hecho.
Se publicó en El Mundo de Andalucía el 7 de junio de 2010
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