Ese misterio insondable que es Sevilla pudo haber tenido
aquí su origen. En este laberinto de calles silenciosas que la Historia trenzó
cual los juncos de Ocnos. Mas ninguna de ellas posee el extraño encanto de la
que lleva el nombre de un ser invisible: el aire.
Inmensos y enigmáticos subterráneos recorren en este lugar
las entrañas de la ciudad. Su misteriosa existencia, son como pecios hundidos
en la mar, nos insinúa la existencia de un pasado por entero distinto al que
narran las crónicas. Será que la realidad deja de serlo cuando termina y se
convierte en historia, en objeto de un cuento que cada cual contará a su
manera. Hay quienes dicen, considerando la presencia de tan formidables sótanos,
que en este lugar están las células madre de la ciudad. Que aquí precisamente
comenzó todo. Quién sabe. Cuando viajamos atrás en el tiempo, Sevilla tarda muy
poco en confundirse con su propio mito. Mas eso también ocurre con estas
calles, estrechas y sinuosas, esparcidas cada una en una dirección distinta,
como si fuesen el resultado de un estallido, del particular big bang de la
vieja Hispalis, o como se llamara lo que aquí hubo entonces. Calles que son
como las dendritas de una neurona, a través de las cuales se fueron expandiendo
los impulsos vitales de nuestra ciudad.
El lugar no tiene nombre, es sólo la confluencia de cuatro
calles: Fabiola, Madre de Dios, Federico Rubio y Aire, pero quien sabe si ese
lugar debería llamarse Sevilla. Hoy en día parece existir exclusivamente para
componer junto a la cofradía de San Bernardo la más bella e incomparable
estampa de cada Semana Santa, pero en el fondo se le adivina otra razón, más
profunda y antigua, a su existencia. Desde aquí vamos a partir a lo largo de las
próximas semanas para recorrer las calles que en él arrancan camino cada una de
un punto cardinal distinto. Para empezar, hemos elegido la excepción que de
esas cuatro calles entraña la del Aire. La única de ellas dedicada a un ser
invisible, a un dios menor, y la única que aquí no arranca sino que desemboca,
en lo cual tal vez haya una pista, un indicio, algo que el misterio nos quiera
revelar subrepticiamente.
La calle del Aire parece venir, como el aire mismo, no de
otro lugar sino de otro tiempo. Al fondo de su eternamente umbría estrechez se
adivina la arcana presencia de las tres columnas que dieron nombre a la calle
de los Mármoles. Tres moles de granito que nadie todavía ha sabido decir
exactamente qué hacían allí. Sólo se sabe que hubo otras tres, dos de las
cuales fueron llevadas hasta la Alameda, donde siguen, y la tercera murió
despiezada en ese mismo intento. Las conjeturas ubican a lo largo de esta calle
por la que apenas cabe el viento el ignoto origen de la ciudad que pisamos,
vivimos y sufrimos. En algún lugar del subsuelo podría estar la clave que lo
explicase todo. Pero muy posiblemente jamás la descubramos. De ese modo
persistirá el enigma de por qué y cómo. Y así, la razón habrá de seguir
viéndose obligada a ceder el paso a la poesía, quizá la única capaz de
explicarlo todo.
Tal vez eso sea lo que traten de decirnos, al otro lado de
la calle, las cinco ruedas de granito, cinco piedras de molino, que, empotradas
en la pared, llevan allí siglos viendo pasar los días. Rolling Stones que, como
las del poema, tampoco crean musgo. Balas perdidas de la Historia que jamás
nadie supo encontrar o quizá nadie quiso ver.
Hubo además una sexta bala, un sexto rolling stone que
trascendió de estos muros y estas tapias, pero sin embargo quedó atrapado en sus
enredaderas. Antes de perderse en un eterno viaje por el mundo, exiliado de si
mismo, el poeta Luis Cernuda vivió sus últimos años sevillanos en la calle del
Aire, cuya melancólica soledad le hizo concebir los versos de su primer
poemario: Perfil del aire. Últimos años, primeros versos. Los de Jardín Antiguo
fueron eternizados, si es que tal palabra es posible, en un azulejo que hay en
la fachada de la casa donde habitó. ‘Sentir otra vez, como entonces, la espina
aguda del deseo, mientras la juventud pasada, vuelve. Sueño de un dios
antiguo’.
Ese dios acaso pudo haber sido Eolo, el díos de los vientos,
que en esta constreñida encrucijada del tiempo apenas pueden soplar más que
como un suspiro. El tiempo es eso en el fondo, apenas un suspiro que pasa y se va,
que sentimos y explicamos cada cual de una manera. Por eso cada cual cuenta la
historia de un modo y la realidad deja de serlo justo en el instante en que
acaba. Aunque ahí abajo, en la lóbrega humedad de los inmensos subterráneos
pueda estar la explicación que nadie ha sido ni será capaz de encontrar.
Los cronistas cuentan que en la calle del Aire hubo negocios
tan mundanos como la fábrica de naipes de El Carmen, que regentaba un señor de
decimonónico nombre llamado don Telesforo Antón. También cuentan que aquí
estuvo el viceconsulado de los Estados Pontificios. Singular y paradójica
coincidencia. Las cartas y las bulas, pared con pared. Hoy en día es posible
disfrutar en una de sus casas de un baño y un té moruno a las finas hierbas,
evocando los días de esa Perla del Guadalquivir a la que cantase el poeta Al
Mutamid quien, como Cernuda, también acabó exiliado a la fuerza, llorando en su
destierro por la ciudad y el sueño perdidos, tratando de explicar en versos,
probablemente de la única manera que se puede, lo inexplicable, esta ciudad
hermosa e inasible. Cantos rodados, balas perdidas, desarraigados que no
quisieron quedarse para ser convertidos en las mismas ruedas de molino con las
que habrían de comulgar para ser luego emparedados en el olvido de una pared
donde verían eternamente pasar los días, correr el aire.
Se publicó en El Mundo de Andalucía el 5 de abril de 2010
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