miércoles, 15 de febrero de 2012

ASI SE CARGABAN SEVILLA

De forma casual he hallado en Internet unas fotos que ellas solas y sin apenas ayuda de texto alguno cuentan la historia del crimen que a mediados de los años cincuenta se cometió con la calle Imagen. Una modernez de la época que la ciudad, medio siglo después, todavía no ha sido capaz de asumir (la mayoría de los sevillanos está de acuerdo en que la calle Imagen puede ser una de las más feas del mundo). La que a continuación narran estas fotografías es la crónica de un asesinato patrimonial que debería servir como llamada a las conciencias de quienes en los tiempos que corren perpetran o dejan perpetrar fechorías similares. La Torre Pelli sin ir más lejos.


La plaza de la Encarnación hacia 1920. Foto Sánchez Pando.




Plaza de la Encarnación, primeros años cincuenta del siglo XX. Foto Serrano.

Calle Imagen, hacia 1950. Foto Serrano.


Otra fotografía del tranvía por la calle Imagen en la misma época. Foto Serrano.

La suerte está echada. Foto Serrano.





Diciembre de 1955, los derribos van a empezar. Foto Serrano.


Máxima expectación. Foto Serrano.

  El Marqués del Contadero, alcalde de Sevilla, recorre la calle condenada. Foto Serrano.
 El mal ya está hecho. Foto Serrano.

Así se abría paso la modernidad entre la 'Sevilla rancia'.

 El adefesio va tomando cuerpo. Foto Serrano.

Consumatum est. Foto Serrano.

No hay mucho más que decir. Sólo recordar que estas cosas se siguen haciendo en Sevilla.

lunes, 13 de febrero de 2012

LA PLAZA DE SAN MARTIN

ENTRE LA GLORIA Y EL PURGATORIO


Unos extemporáneos y enigmáticos azahares, florecidos el día de Epifanía, nos han traído hasta la plaza de San Martín, cuya iglesia podría guardar el gran enigma de la Semana Santa de Sevilla: un hombre del que no sabemos nada. Juan de Mesa y Velasco se llamaba.

La iglesia de San Martín en 1937.

¿Sabían que las imágenes más conmovedoras y devotas de la Semana Santa de Sevilla se labraron en una de las calles más sórdidas de la ciudad? No.  Seguramente no lo sabrán, porque de la vida del hombre que las talló lo único que se conoce es apenas un párrafo, siempre el mismo, que todos los historiadores del Arte hispalense, con alguna honrosa excepción, repiten como papagayos en esos libros que escriben con apariencia de obras sesudas, tan llenos de citas, siempre las mismas citas, una prosa empalagosa y fotos a todo color en papel cuché. Nadie o casi nadie, se ha preocupado por saber cuánto hay de verdad en esa breve sinopsis biográfica que sistemáticamente reiteran, ni tampoco por desvelar los misterios que en ella se plantean. A saber, ¿qué hizo desde su nacimiento en Córdoba hasta que cumplió los veintitrés años, demasiados como para entrar de aprendiz en el estudio de Martínez Montañés? ¿Cuál fue la verdadera enfermedad que lo llevó a la tumba con cuarenta y cuatro años? Y, sobre todo, ¿por qué no supimos nada de él durante tres largos siglos? Por supuesto, no sabemos nada en absoluto acerca de su aspecto. Ni siquiera está claro que los huesos que, según el sacristán de San Martín, se custodian en la cripta de la parroquia, guardados en una caja que lleva su nombre, sean en realidad los suyos.
Puerta de la iglesia de San Marín 'decorada' por 'artistas urbanos'.

 
Alguno lo habría tomado por un hecho sobrenatural, un milagro de Epifanía, pero que aquel naranjo estuviera cuajado de azahar un seis de enero era un suceso claramente obrado por causas naturales. Un invierno travestido de primavera es motivo suficiente como para provocar ese sencillo prodigio que, a su vez, suscita en las pituitarias más sensibles el ejercicio de la evocación, transportando los espíritus hacia el onírico y emocional país de las vísperas de la Semana Santa. Pero, milagro o no, que oliera a azahar el día de la Función Principal del Gran Poder fue un magnífico pretexto para salir en la persecución del fantasma del hombre que, labrándolo, fue capaz de mostrarnos en madera lo más parecido que en el mundo pueda existir al rostro de Dios.
El Señor del Gran Poder fue tallado en la sórdida calleja donde Mesa tuvo su taller.
(Foto Alvaro Pastor Torres)

A través de un laberinto de umbrías y húmedas callejas se llega hasta la plaza de San Martín. Aunque a primera vista no se note, se trata de un pequeño promontorio levantado en lo más intrincado de la ciudad. Las dendritas que parten de esta neurona urbana son las calles Cervantes, Viriato, Quevedo, Morgado, Saavedras y Divina Enfermera, éstas dos lo hacen describiendo una suave pendiente que delata la diferencia de altura entre esta collación y sus barrios aledaños de la Feria y la Alameda. La última de las calles citadas se llamó hasta hace unos años Lerena y en ella más que divinas enfermeras lo que había en abundancia eran humanas enfermedades; demasiado humanas tal vez. Sífilis, gonorrea y todo cuanto se contagiara como penitencia por pecar contra el sexto mandamiento. Ahora es otra cosa, pero hasta hace no mucho, esta callejuela que desemboca en la plaza de la Europa estaba todavía infestada de sórdidos burdeles, casas de putas de baja estofa, sitios en general poco o nada recomendables, a cuyas puertas, no necesariamente apoyadas en el quicio de la mancebía sino sentadas en sillas tapizadas de skay, aguardaban a la clientela y ofrecían sus servicios a quienes por allí pasaran las honradas y sacrificadas jornaleras del sexo de antaño. Mujeres derrotadas por la vida que, sin saberlo, ejercían el oficio más antiguo del mundo justo en el mismo sitio donde habían sido creadas las imágenes religiosas a las que aferraban las pocas esperanzas que aún pudieran quedarles.
Antes de llamarse Lerena, la calle Divina Enfermera se había llamado, precisamente por esa pendiente (o rampa, según en qué sentido se recorra) que describe, Costanilla de San Martín. En la Costanilla de San Martín fue donde tuvo su casa y taller el misterioso Juan de Mesa que apenas estuvo  diez años en activo como maestro trabajando por cuenta propia. Pero ni siquiera nos interesan esos diez años. Bastan dos, los que van desde 1618 a 1620. Porque en tan breve plazo de tiempo, Mesa revolucionó la escultura barroca sevillana, creando un canon que aún sigue vigente, y lo hizo tallando algunas de las más portentosas efigies religiosas de todos los tiempos, entre ellas, la más portentosa de todas: el Señor del Gran Poder. Pero de esa sórdida calleja del barrio de San Martín también salieron, por poner sólo tres demoledores ejemplos, el Cristo del Amor, el Cristo de la Buena Muerte y el Cristo de la Conversión. ¿Qué clase de genio tuvo que ser Mesa para en tan poco plazo ser capaz de concebir y crear una colección de obras de arte tan colosal? Ningún investigador ha logrado averiguar dónde aprendió ni como empezó, todos son suposiciones, hipótesis. Se sabe que Juan de Mesa se incorporó como aprendiz al taller de Martínez Montañés a una edad ya muy avanzada para ello. Y que esa fue precisamente la época en la que Montañés hizo sus obras más notables en las que, según Jorge Bernales, Mesa debió intervenir sin duda.

Panrámica de la actual calle Divina Enfermera, antigua Costanilla de San Martín.

Siete años después de creadas obras tan capitales, y habiendo realizado otras muchas más de igual mérito, Juan de Mesa murió de no se sabe qué. Se especula con que pudiera haber sido una tuberculosis, pero no es más que eso, una especulación. Tenía cuarenta y cuatro años, su muerte lo sería en todos los sentidos. Murió su carne, pero también su recuerdo. El nombre de Juan de Mesa se olvidó, se supone que, en principio, de forma interesada. Hay quienes culpan a Pacheco, el suegro de Velázquez, pero éste no es el único que lo ignora en sus crónicas. ¿Por qué? Nadie ha logrado saberlo a ciencia cierta. Ni siquiera el haber formado parte de la mesa de gobierno de la hermandad del Silencio lo salvó de ese extraño e inexplicable, desde luego injusto, ostracismo al que fue sometido.
Nacido en 1583, en su partida de bautismo, consta que era hijo de Juan de Mesa y Catalina de Velasco, pero hoy en día no se puede considerar más que a Heliodoro Sancho Corbacho, Celestino López Martínez, Antonio Muro Orejón y José Hernández Díaz como los verdaderos padres de este insigne y enigmático artista, cuyas investigaciones permitieron devolverle, aunque con trescientos años de retraso, la gloria a la que su obra le había dado derecho.

Placa dedicada a Juan de Mesa en la fachada de la iglesia de San Martín

 
Instalado ya para siempre su nombre en el Olimpo, considerado como el referente indiscutible de la escultura barroca sevillana, Juan de Mesa cuenta ahora con una calle en Santa Catalina, un monumento en San Lorenzo y una placa en la iglesia de San Martín que lo recuerdan. Sin embargo, aún resulta intrigante preguntarse por qué razón para alcanzar esa gloria debió esperar trescientos años, confinado en un purgatorio que, en cierto modo, todavía no ha abandonado.

Se publicó en El Mundo de Andalucía el 9 de enero de 2012


domingo, 12 de febrero de 2012

LA PLAZA DE SAN LORENZO

ORTO Y OCASO DE LA SEMANA SANTA


Para los cabales de la tradición, dos hitos marcan cada año el comienzo y el fin de la Semana Santa de Sevilla: el besamanos del Gran Poder y la entrada de la Virgen de la Soledad; ambos acontecen en el mismo lugar de la ciudad: la plaza de San Lorenzo. Corazón de la Sevilla burguesa, antítesis de los tópicos bullangueros, San Lorenzo es la ciudad interior; la Sevilla más intrincada y difícil. También, tal vez, la más auténtica.










‘Cuando Vos salís, Señora / hay una tristeza unánime / en la plaza de las sombras’. Así la llama, definiéndola con la perspicacia de los poetas, José Manuel Benot en su poemario ‘Antigua y Sola’, publicado este año por Ediciones Signatura. Algo mueve a pensar que las sombras a las que alude el verso no son precisamente las de los plátanos de Indias que desde hace muchos años crecen en la plaza, sino las fantasmagóricas sombras de aquellos cuya presencia es constantemente invocada en este lugar por las numerosas lápidas que salpican las fachadas, compartiendo la cal y el ladrillo junto a vetustos azulejos que recuerdan inundaciones o las manzanas y cuarteles en que antiguamente estaba organizada de la ciudad.


Un somero recorrido a través de las calles que circundan o conducen a la plaza permite asomarse a los dos últimos siglos de historia de la ciudad a través de las biografías de todos los prohombres que alguna vez las habitaron y cuyas sombras han permanecido formando parte del escalofrío que provoca esta plaza, grave, solemne y, al mismo tiempo, encantadoramente provinciana. Porque aquí siguen, presentes, las sombras de Bécquer, de Romero Murube o de Montesinos por poner sólo tres ejemplos de sevillanos de San Lorenzo. Tres sevillanos indispensables, pero igual de alejados de los tópicos del sevillano al uso y abuso. Igual que se aleja de los tópicos este enclave absolutamente imprescindible para comprender la Sevilla más interior y auténtica, la ciudad más intrincada y difícil. Esa Sevilla que sólo cabe atisbarse a través de las cancelas, hasta que se es capaz, o se han hecho suficientes méritos, para acceder a ella.

La plaza de San Lorenzo está presidida por el edificio de la parroquia que le da nombre a la propia plaza y, por extensión, al barrio entero. Se trata de una iglesia originaria de la época mudéjar, pero enormemente transformada, fundamentalmente en los siglos XVIII y XIX. En la actualidad consta de cinco naves y una fachada-torre, erigida a sus pies, presidida por un reloj vinculado a una detectivesca leyenda sevillana. Aquella que narra la peripecia de un albañil que fue llevado con los ojos cerrados a una casa para realizar un ‘trabajo delicado y confidencial’. El trabajo consistía en tapiar una habitación donde iba a quedar encerrada una dama. Arrepentido, el albañil contó el hecho a la autoridad, pero dado que fue conducido a ciegas hasta la casa, no pudo dar más señas de su ubicación que la de haber oído un reloj dar los cuartos muy cerca. Los alguaciles dedujeron que se trataba del de San Lorenzo, pues era el único de la ciudad que daba los cuartos, y así pudieron dar con la casa, liberar a la mujer y detener al emparedador.


Junto a la parroquia de San Lorenzo, en una esquina de la plaza, se alza la basílica de Nuestro Padre Jesús del Gran Poder, que fue construida en 1965 siguiendo el proyecto de Antonio Delgado Roig y Alberto Balbontín, que, aunque dotado de una engañosa fachada barroca, se inspira en el Panteón de Agripa de Roma, imitando su planta circular e incluso la forma de la cubierta, en medio de la cual se abre el mismo hueco aunque, a diferencia del edificio romano, está protegido por una linterna que sólo deja pasar la luz, pero no el agua de la lluvia.
La Basílica del Gran Poder acoge todos los años el ritual inicial de la Semana Santa, representado por el besamanos del Señor, que arranca en la medianoche del sábado de pasión. Antes, el primero de enero, el quinario del Gran Poder –Deus ex machina- habrá activado el mecanismo del gran ceremonial de la ciudad, iniciando el rosario de cultos de las distintas hermandades que se prodigarán durante la cuaresma.

Si el besamanos del Señor fue el orto, el ocaso lo representa la entrada, en la medianoche del Sábado Santo, de la Virgen de la Soledad en la parroquia de San Lorenzo. Para los cabales, ahí termina la Semana Santa. Esa noche, al recogerse la cofradía, no se cierran las puertas de una iglesia, sino un capítulo de la historia personal de mucha gente. A partir de entonces, como dijo Peyré, ‘toda la ciudad girará en torno a no sé qué vacío de naufragio’.
A partir de ese instante, ‘mientras que tus hermanos se derraman, dispersos, por las calles del barrio’, alguien con una tiza escribirá los días que faltan para la próxima Semana Santa en las pizarras de muchos bares de la ciudad. Pero no en la bodeguita de San Lorenzo, donde esa misma tiza anunciará que faltan sólo 15 días para la Feria.


Se publicó en El Mundo de Andalucía el 24 de marzo de 2008