Aunque informativamente desfasado, el interés del texto que a continuación se transcribe radica en su carácter premonitorio y en lo que tiene de retrato de una de las épocas más lóbregas y tristes en lo relativo a la conservación del patrimonio de cuantas se han vivido reciéntemente en Sevilla. Para ilustrar ese retrato colaboran de manera fundamental las fotografías de Alvaro Pastor Torres, que demuestran el escaso escrúpulo con el que se trataron los restos arqueológicos aparecidos en la plaza de la Encarnación.
La proliferación de hallazgos arqueológicos de los últimos
días ha colocado al Ayuntamiento de Sevilla en una situación difícil. Los ya
ajustados plazos de las obras que se ejecutan en la ciudad, amenazados por la
posibilidad de un otoño lluvioso, pueden romperse definitivamente ante la
necesidad de estudiar a fondo unos restos de inmenso valor. El Ayuntamiento,
sin embargo, necesita acabar las obras antes de las elecciones, lo cual se
antoja incompatible con lo anterior.
Los prebostes municipales, con el alcalde a la cabeza, deben
de estar desde hace unas semanas sintiéndose atrapados en el vórtice de un
remolino paranormal. Las calles se abren y los muertos se levantan por doquier,
como en el desenlace final de la película Poltegeist, cuando los difuntos que
reposaban bajo la urbanización –siniestramente levantada por un especulador
sobre el cementerio- donde vivían los protagonistas dijeron: ‘Aquí estoy yo’, y
comenzaron a salir de sus tumbas en tropel, igual que los vivos salen del campo
de fútbol nada más pitar el árbitro el final del partido.
Todos esos muertos vivientes, liberados como las avenidas de
la alcanforada canción de Milanés que tan recurrentemente parafrasea el
alcalde, van desde entonces dando tumbos por la ciudad, como los de Eduard G.
Romero, pero sin comerse a nadie. En todo caso, van pidiendo socorro. Porque en
esta noche de Walpurgis que reina sobre una Sevilla abierta en canal los únicos
que tienen miedo son ellos. La pala de John Deere se cierne sobre sus amarillos
cráneos, presta a suturar la herida bajo la que habitaban para instalar un
injerto de ‘Piel Sensible’ antes de que suenen las trompetas del apocalipsis
electoral. La historia que puedan contar esos cadáveres no interesa a nadie. A
nadie implicado en esa contienda; es decir, a los prebostes municipales.
Capitulo aparte merece la ovina manada de ciudadanos que a todo dice ‘Sí bwana’
mientras en el barril de salmuera siga habiendo cerveza.
El problema es que los zombis del pasado que se han lanzado
a la calle empiezan ya a ser demasiados como para poder contenerlos a todos.
Primero fue la Encarnación, el mayor solar excavable que nunca se ha tenido en
Sevilla, donde se acometió una faena de aliño, incomprensiblemente justificada
por algún arqueólogo de cámara, para no causar más retrasos a la construcción
de nuestra segunda catedral –su autor dixit- el edificio Metropol. Una ciudad
que desconoce por completo su origen necesitaba haberse tomado más tiempo
estudiando tan privilegiado e inigualable yacimiento, pero un alcalde que
precisa levantar a toda costa y cuanto antes ‘hitos arquitectónicos’, como los
califican sus palmeros, para satisfacer su ego no estaba dispuesto a
permitirlo.
Luego fueron los hornos árabes de la Puerta de Jerez,
destruidos con analfabeta saña y a traición, un crimen cultural en el que
tendrían que haber dicho algo los tribunales; para qué si no, existen leyes de
protección del patrimonio y hasta concejalías, consejerías y ministerios de
Cultura. A la hora de la verdad, se comprueba que todo son monsergas. Por su
puesto que no pasó nada.
Sin embargo, la venganza de ultratumba puede ser terrible,
porque en los últimos días hemos asistido a un paroxismo total de apariciones
arqueológicas: el desenlace de Poltergeist. Todo era clavar un pico o hundir un
martillo neumático en el asfalto y surgir bajo éste el recuerdo subcutáneo que
la ciudad guardaba de su ayer en todas partes. En la Avenida, apenas a un metro
bajo tierra se escondía un cementerio islámico; la Encarnación volvía a
regurgitar sorpresas a pares: casas romanas y musulmanas; y, como gran traca
final, bajo el subsuelo de la plaza de la Pescadería, se hacían presentes los
restos de una gran cisterna de agua de época romana, confirmando con una
muestra física más que añadir a las escasas que por ahora existen, las columnas
de la calle Mármoles y poco más, lo que cuentan los textos de los historiadores
sobre la importancia que tenía la ciudad de Hispalis en los primeros siglos de
nuestra era, que algunos expertos llegan a equiparar con la que alcanzaría mil
quinientos años después, a raíz de que le fuera concedido el monopolio del
comercio con las Indias tras el descubrimiento de América. Nada que ver ninguno
de ambos dos momentos históricos con la decadencia del actual, reducido el
papel de Sevilla en el mundo al de un mero lugar pintoresco más que añadir a la
lista de lugares pintorescos que hay por ahí.
Cómo acabará esta rebelión de la Historia es fácil imaginar:
unas paladas de albero y la subsiguiente torta de hormigón se bastarán para
contenerla.
Mas, mientras se dirime la batalla resulta del todo
recomendable para el sevillano que se resuelva a, salvando las molestias que
ello comporta, aventurarse por el campo de batalla y conocer con sus propios ojos
lo que tantos siglos ha permanecido oculto, esa Sevilla que se nos ha mostrado
por sorpresa, pero que seguramente no vamos a poder conocer bien, pues el
interés de los políticos, siempre movido por el interés a corto plazo, lo
acabará impidiendo. Ya lo verán. Vean con sus propios ojos ese tesoro
subcutáneo que pronto volverá a dormir bajo el grosero tatuaje de la Piel
Sensible.
Se publicó en El Mundo de Andalucía el 30 de septiembre de 2006
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