viernes, 25 de octubre de 2013

PRESENTACIÓN DE 20 MANERAS....

La Casa de Pilatos acogió la noche del pasado día 23 de octubre el acto de presentación de mi nuevo libro '20 Maneras de Entrar en Sevilla'. Al mismo asistieron numerosas personalidades de todos los ámbitos de la vida cultural y profesional hispalense. Desde el periodismo, al arte, pasando por la política, la docencia o las cofradías, que abarrotaron las dependencias de las antiguas caballerizas del palacio de los Medinaceli. En lo personal fue una noche memorable por la amistad y el afecto sincero que me demostraron los asistentes, a quienes desde aquí quiero expresarles mi gratitud por ello.





A continuación, podrán leer las breves palabras que pronuncié en el acto.








Excelentísimo señor Duque de Segorbe, señores capitulares, señoras y señores, compañeros... del metal, querida familia, amigos todos.



Está de moda en los tiempos que corren, sin duda convulsos y procelosos, redactar memoriales de agravios inspirados por ese sentimiento que jamás llevó a ninguna parte llamado rencor.

Tal vez por eso me haya resultado tan grato escribir los agradecimientos con los que necesariamente han de iniciar mis palabras. Son muchos, lo sé, pero eso es precisamente lo que más gratificante me resulta: descubrir la cantidad de personas con las que comparto aprecio mutuo y a las que puedo llamar amigos.





Gracias, en primer lugar, a nuestro anfitrión, Don Ignacio Medina y Fernández de Córdoba, Duque de Segorbe y presidente de la Fundación Medinaceli, por la fundamental colaboración prestada y también por abrirnos las puertas de esta Casa de Pilatos, donde esta noche tengo el privilegio y la honra de presentarles este libro. Si durante mucho tiempo la calle José Gestoso fue el centro geográfico de Sevilla, la Casa de Pilatos no ha dejado jamás de ser su centro magnético, pues dentro de estos muros se guardan muchas de las claves y porqués del misterio y los ritos, de la forma de ser, en suma, de Sevilla y los sevillanos. Un libro como éste no podía presentarse en sitio mejor ni más a propósito.







Gracias a María José García y Germán Alvarez Beigbeder, de Abec Editores, por haber creído en este libro, por haberlo cuidado poniéndolo en las magistrales manos de Paco Portillo y, sobre todo, por haberlo esperado durante tanto tiempo.






Gracias a Doña Enriqueta Vila Vilar, directora de la Real Academia de Buenas Letras de Sevilla, académica de la Real de la Historia, americanista de reconocido prestigio, compañera de inquietudes en el Foro Al Andalus, pero sobre todo buena amiga, por su prólogo, que prestigia la obra, como también prestigia este acto con su presencia y sus palabras.





Gracias a mi viejo amigo, compañero y ahora jefe supremo, o casi, Joaquín Durán, por haber aceptado mi petición para estar con nosotros esta noche y hacer tan magnífica presentación.





Gracias al diario El Mundo de Andalucía y su director don Francisco Rosell, pues fue precisamente en las páginas de este periódico, con el que tengo el placer profesional de colaborar asiduamente desde hace catorce años, donde se publicó la primera versión de los capítulos de este libro, si bien en éste aparecen notablemente alterados, lo cual básicamente se debió a la intervención de mi estimado compañero y amigo, el redactor jefe del diario ABC Javier Rubio, quien le dio el primer repasito, término que puede y debe ser interpretado en cualquiera de sus múltiples acepciones. Gracias le sean dadas también por ello.





Gracias a los coleccionistas que han aportado esa parte esencial del libro que son las valiosas y curiosísimas fotografías y grabados que lo ilustran: a Don Ignacio Medina, a don Carlos Sánchez, a don Miguel Angel Yáñez Polo y a Don Manuel Moreno Ramos...





Igualmente, debo expresar mi mas sincero agradecimiento a dos personas que han contribuido con datos y documentación de enorme valor para mi trabajo: Blanca Torres-Ternero, responsable de comunicación del Colegio de Arquitectos Técnicos y Aparejadores, y Manuel Jesús Roldán, historiador hispalense y rancio mayor del reino por la Gracia de Dios.





Asimismo, debo dar las gracias a quienes han colaborado en la organización de este sencillo acto, que aunque sencillo nunca es fácil, empezando por el personal de la Casa de Pilatos, el departamento técnico de Canal Sur Radio, con Santiago Jiménez al frente, y mis queridos amigos Enrique Osborne, Carlos Telmo y Consuelo Rodríguez.



Y, finalmente, quiero dar las gracias a la muralla que me protege de todos los males del mundo, la que soporta las acometidas de mi estrés y eleva mi ánimo al más alto de sus torreones cada vez que cae al foso donde nadan los cocodrilos del desánimo, a mi familia. A mis padres, a mis hermanos y, sobre todo, a mi mujer Isa y a mis hijos Ignacio, Raúl y Juan Miguel, a quie dedico esta obra pues él me abrió la puerta de la suprema experiencia de la vida: ser padre.





En las páginas de este libro les propongo un viaje sentimental alrededor de una ciudad que ya no existe; una ciudad que posiblemente ni siquiera llegó a existir jamás. Es esa Sevilla que se proyecta en mi imaginación a partir de la lectura de los viejos libros de historia. Y ya se sabe que la imaginación tiene un cierto sesgo tergiversador, pues acostumbra a acomodar los hechos a su antojo. La Sevilla que halle en estas páginas el lector será, por eso, una ciudad doblemente tergiversada: por mi imaginación y por la suya.



Naturalmente que en este libro se pormenorizan datos históricos y relatan hechos fehacientes, pero en ningún caso con pretensión exhaustiva ni voluntad de erudito. No es la misión de un periodista que, simplemente, salió a dar un paseo alrededor de una ciudad amurallada y ahora le tiende al lector la mano para que lo acompañe.



Inevitablemente, en estas páginas aparecen retratadas mis obsesiones y manías con respecto a la ciudad; he tratado de reprimirme, pero aparecen. Y también aparecen retratados mis particulares fantasmas. Fantasmas. Debo en este punto revelarles que Javier Rubio me reconvino por usar en demasía el término. Así que el libro está lleno de espectros, ectoplasmas, trasgos, espíritus, almas en pena y, por supuesto, fantasmas; que esos en Sevilla nunca han de faltar.



Otro compañero, Antonio Cattoni, dice haber descubierto un punto nerudiano en el título; eso de 20 maneras de entrar en Sevilla, y, aunque de forma consciente no lo pretendí, debo reconocer que algo de razón lleva, pues en efecto, cada uno de los veinte capítulos en que el libro se divide es en cierto modo un poema de amor, mientras que el conjunto de todos ellos viene a resultar una canción desesperada; el ucrónico lamento de quien llora la pérdida de lo que nunca tuvo, porque ni llegó a conocer.



Hay, es verdad, en este libro mucho de esa nostalgia por lo no vivido que describieron Rafael Montesinos y Antonio Burgos; pero no es la nostalgia que pueda sentirse por lo que deberá irse y aún no ha llegado, sino la que despierta aquello que pudo y debió haber sido, pero no fue. No es, sin embargo, esta nostalgia tan melancólica ni estéril como pueda parecer, porque no es exactamente la que se siente por algo que no tiene ya remedio.

He tratado de demostrar que aún es posible vivir hoy ese pasado que no pudo ser presente y que vivirlo tiene, además, sentido.



Vuelvan, pues, sobre los pasos del tiempo y adéntrense en la inquietante penumbra del Patín de las Damas, junto a la Puerta de la Barqueta, allá donde la ciudad recibía a portagayola la primera embestida del río, junto a la orilla donde Bécquer soñó que estaría la tumba anónima en la que habrían de reposar eternamente sus huesos; crucen el señorial arco de la monumental Puerta de Triana e imaginen a la Estrella inaugurando bajo su vano la noche del Domingo de Ramos; asistan en la Puerta de Carmona al majestuoso encuentro de la muralla y los caños que traían el agua de Alcalá de Guadaíra; mézclense con la grey de cortabolsas, burladores, mareantes, indianos y rameras que pululan en la Puerta del Arenal por el predio de la Garduña; huelan el aroma de la miel y las especias que se escapa del barrio de la Judería junto a la Torre del Agua; persigan el primer rayo de sol que se cuela en la ciudad por entre las almenas para ir a dar justo en la casa donde nació Sor Angela; vean cuán joven era entonces esa muchacha que atraviesa la muralla y la florece al pasar bajo el Arco de la Macarena; descubran toda la verdad que se oculta tras una hermosa mentira en la puerta de Córdoba; comprendan por qué las sombras del barrio de San Bartolomé, como aquella que una noche vieron en la calle Verde, tienen que filtrarse por las paredes porque la Puerta del Jabón ya no está en la calle Tintes. Y miren cómo la corriente del Tagarete viene regando los pies de la Puerta Jerez. Y a los chavales de San Bernardo, capeando los toros que pasan junto a la Puerta la Carne camino del matadero; allá arriba lo pone bien claro en una lápida S. P. Q. H. Sí esto es Sevilla. Una Sevilla que dejó de ser pero que ahora ha vuelto a serlo, aunque sea tergiversada e incierta en nuestra imaginación; es verdad que en la Puerta Osario alguien ha puesto un letrero que dice ‘esta es la ciudad de la confusión y el mal gobierno’, nada, sin embargo, que no pueda hacer olvidar un buen trago de vino en la taberna el Punto.





El hecho de evocar todo aquello que encerraban esas viejas murallas que hoy habrían sido el mayor monumento de Sevilla de no haber sido derruidas con la ingenua pretensión de abrirle paso al progreso, bien podría servirnos hoy en día para derribar esas otras murallas, mucho más altas e inexpugnables, que son las que en verdad han separado siempre esta ciudad de un futuro mejor: las murallas de la incultura, la indolencia y el arribismo.





 



lunes, 21 de octubre de 2013

AVANCE DE 20 MANERAS DE ENTRAR EN SEVILLA


Esta semana sale a la luz mi nuevo libro: '20 maneras de entrar en Sevilla', dedicado a las puertas que antaño tuvo la muralla de la ciudad. Aquí os dejo como avance su introduccción. Espero que os anime a leerlo.





INTRODUCCIÓN


Las crónicas más antiguas refieren la existencia en Sevilla de una muralla prácticamente desde su misma fundación. El hecho de que la ciudad fuera emplazada sobre un no muy alto promontorio rodeado de una gran llanura fluvial la hacía vulnerable ante cualquier ataque, de ahí que no resultara muy conveniente mantenerla desguarnecida y, por tanto, expuesta a las belicosas apetencias ajenas. El único modo que entonces se conocía de conjurar ese peligro era levantar a su alrededor un muro protector.
De la época romana, concretamente del año 49 antes de Cristo, data la primera referencia hallada sobre la existencia de una muralla en Hispalis. Se trata de la que supuestamente mandó construir Julio César, quien había estado por aquí veinte años antes luchando contra los lusitanos. De esa muralla se han encontrado algunos vestigios sepultados en zonas del centro de la ciudad, como la calle Laraña o las proximidades del templo de Santa Catalina. Naturalmente, los de la muralla romana nada tienen que ver con los restos aun visibles de la que sería levantada por los almohades muchos siglos después de la conquista islámica de Sevilla.
Sobre la autoría de esta muralla existe una cierta discusión en torno a la posibilidad de que los almorávides pudieran haber participado en su construcción, sin embargo, la opinión hoy más extendida la atribuye exclusivamente a los citados almohades, por lo que estaríamos hablando de una obra tardía dentro del período de dominio musulmán.
Para su construcción se utilizó un material denominado tapial y una metodología consistente en colocar dos tableros de madera verticales y paralelos, separados a una distancia igual al grosor que se quiso dar al muro, sujetos el uno al otro por medio de unos palos de madera, a modo de travesaños, llamados ‘agujas’. Se creaba así un molde que luego era rellenado con el tapial, a la sazón una amalgama formada por piedras, piezas de ladrillo o cerámica, arena y mortero de cal. Como se ha podido constatar en los restos de la muralla llegados hasta nuestros días, este sistema constructivo provocó diferencias de calidad en los muros, fundamentalmente dependiendo de la distancia a la que estuvieran del río, debido a la posibilidad de usar más o menos cal, más o menos guijarros.
La construcción de la muralla fue una obra colosal para su época. Con una anchura de dos metros y medio, sus paredes cubrían un perímetro de 7314 metros, englobando una superficie de trescientas hectáreas y estableciendo las lindes definitivas del casco histórico de Sevilla, si bien buena parte del mismo en aquel primer momento aún permanecía básicamente sin urbanizar y destinado a uso agrícola, llegando en ese mismo estado hasta bien entrado el siglo XIX.
La muralla fue concebida como una máquina militar, un instrumento para la defensa de la ciudad, de ahí que en su origen presentara diferencias notables con respecto a la que hemos conocido a través de grabados. Diferencias que, precisamente, atañían sobre todo a la configuración de las puertas, en cuyo diseño se hacía particularmente patente el sello islámico de sus constructores, aunque también contaba con otro tipo de pertrechos, como fosos inundados y puentes levadizos para salvarlos, que acentuaban aún más esas diferencias.
El historiador Alonso Morgado, que llegó a conocer las puertas de la época islámica, dice al describirlas que contaban con ‘revellines’ y ‘revueltas’. Los revellines eran una especie de barbacana o muro anterior que cubriría el frontal, mientras que las revueltas aludían al acceso en recodo, característico de la cultura islámica, con dos puertas situadas en un ángulo de noventa grados. Por lo tanto, las puertas de la muralla no se abrían originalmente hacia el frente, sino que más bien consistían en un saliente al cual se accedería por uno de sus laterales, y una vez dentro se pasaba al interior de la ciudad a través de la otra puerta situada en perpendicular a la primera. Como resulta evidente, las primitivas puertas de la muralla no tenían nada que ver con esos arcos triunfales que luego se abrieron en ella durante la primera gran transformación a la que fue sometida De las cuatro que hoy en día siguen en pie, sólo una de ellas, la de Córdoba, mantiene las trazas originales. Todas las demás, incluso aquellas que serían derribadas en el siglo XIX, fueron objeto de una transformación que si la analizásemos con los criterios actuales de conservación del patrimonio sería catalogada como una agresión en toda regla a un monumento. Sin embargo, nadie consideraba entonces a la muralla como un monumento; era sólo un equipamiento público más, como hoy podrían ser el alumbrado público, las señales de tráfico o el alcantarillado.



La importante reforma que para la muralla significó la modificación radical de sus puertas estuvo propiciada por una evolución en su finalidad que, sin dejar de ser defensiva (pues aún protegía la ciudad de las crecidas del río y también, aunque no con demasiada efectividad, de epidemias), adquirió un carácter más administrativo, estableciéndose como una linde o frontera del municipio, en cuyas puertas, que se abrían al salir el sol y cerraban al caer la noche, debían pagarse tributos para introducir mercancías en la ciudad.
Además, cuatro de las puertas, aquellas que miraban hacia los puntos cardinales, cumplían también una función simbólica, estableciéndose como puntos de referencia para los límites geográficos de la Diócesis de Sevilla. El abad Sánchez Gordillo los señala en su libro sobre los Arzobispos. ‘Al Oriente, la de Carmona, y por ella alcanza quince leguas hasta la ciudad de Ecija; al Mediodía, la de Xerez, y por ella veinte leguas hasta el Puerto de Santa María; al Septentrión, la de la Macarena, y por ella quince leguas hasta San Nicolás del Puerto; al Occidente, la de Triana, y por ella veinte y cinco leguas hasta Ayamonte’. Ocho ciudades y ciento ochenta villas y lugares comprendía la jurisdicción antaño gobernada por el prelado hispalense.
Lamentablemente, la mayor parte de las puertas de la muralla, así como ésta, no han llegado hasta nuestros días, pues casi todas fueron derribadas durante la revolución liberal de 1868 en un proceso que, además de estar plagado de irregularidades, significó una gran pérdida patrimonial para Sevilla.
Ochos siglos de avatares tal vez fueran demasiado enemigo para esa fortificación, gran parte de la cual acabó cayendo rendida. No obstante, y como evidencia de su magnitud, de ella queda aún en pie mucho más de lo que aparentemente se ve. Las páginas que aquí comienzan invitan al lector a descubrirlo.

viernes, 18 de octubre de 2013

¿LAS SETAS, MONUMENTO NACIONAL?

No todo el mundo es como el tipo que gestiona este blog. También hay a quienes les gustan las setas de la Encarnación, la Torre Pelli y, en un momento dado, hasta la Puerta Jerez, con sus bancos de madera de palier, su catálogo de farolas variadas y sus postes del tranvía. El portavoz de la asociación 'Sevilla se mueve', José María Bascarán, lo demostraba en la entrevista que a continuación podréis leer y que en su día le hice para El Mundo, donde además auguraba que los edificios actualmente más controvertidos de la ciudad se convertirán algún día en Bienes de Interés Cultural. ¿Estáis de acuerdo? Yo, no.

 

miércoles, 16 de octubre de 2013

ANTONIO CRUZ, ALTO Y CLARO

El prestigioso estudio de arquitectura sevillano Cruz & Ortiz acaba de recibir el premio 'Abe Bonemma' por la remodelación del Rijksmuseum de Amsterdam, realizada bajo su dirección. El citado galardón ha sido establecido para reconocer los trabajos arquitectónicos innovadores y de calidad llevados a cabo en Holanda.


El fallo del jurado, hecho público el pasado 11 de octubre, destaca la 'gran calidad de la obra premiada, resaltando además la elección de los materiales empleados en ella y la excelente labor de coordinación de todos los implicados en un proyecto del que estaba pendiente todo el país, máxime al estar siendo dirigido por arquitectos extranjeros'.


En representación del estudio galardonado, recogió el premio Antonio Cruz, quien hace algunos meses nos concedía esta jugosa e ilustrativa entrevista que no tiene desperdicio y pone en su sitio a los defensores de la 'falsa modernidad' arquitectónica.


lunes, 14 de octubre de 2013

20 MANERAS DE ENTRAR EN SEVILLA

Ya está en la imprenta y pronto verá la luz. Hemos puesto mucha ilusión y cariño en este libro donde se reconstruyen virtualmente las puertas de la antigua muralla de Sevilla.
 Este es un viaje a un lugar que ya no existe. Un recorrido alrededor de una ciudad que nadie ya recuerda, pero de la que aún nos llegan ecos, a veces imperceptibles, a través de los cuales puede todavía ser reconocida. Vestigios de un pasado que van más allá de la arqueología, pues permanecen también en el aire, las costumbres, el habla y la imaginación popular.
El año 1868, durante la llamada Revolución Gloriosa, se decretó, en nombre del progreso, el derribo de la muralla que durante siglos rodeó la ciudad de Sevilla y que hasta entonces había sido una de sus señas de identidad. Veinte puertas, alguna de ellas apócrifa, abrían aquella muralla a la rosa de los vientos. Veinte formas de entrar en la enigmática y esquiva ciudad de Sevilla. Veinte formas también de abandonarla.
Aunque oficialmente destruida, la muralla mantiene en muchos lugares una existencia oculta, clandestina, que la mayoría ignora. Sigue siendo, pues, una seña de identidad de esta compleja, indefinible e inigualable ciudad.Convencido de que a veces la explicación de un enigma está más en la superficie que en el fondo de las cosas, la historia de las puertas de muralla sirve al autor de este libro, cuyo propósito es más sentimental que erudito, como pretexto para indagar en los misterios de Sevilla.

domingo, 13 de octubre de 2013

EL NOMBRE DE SEVILLA

El catedrático José Luis Escacena desvela en esta entrevista detalles muy interesantes, y desconocidos, sobre la historia de Sevilla. No todo es barroco ni Siglo de Oro en el pasado de nuestra ciudad. Hay mucho más allá. Dos milenios por lo menos.

 

LA NOCHE DE OTROS TIEMPOS

Sus nombres nos suenan a todos: Vespino, Hiroshima, Payaso, Molino Rojo. Eran como tiendas de barrio donde se expendía lujuria al detall. Mas, como les pasó a los comercios de ultramarinos, las whiskerías también debieron ceder el paso a las grandes superficies.


Aquella noche, M. se lanzó a deambular por la ciudad. Atravesaba una mala racha y padecía ese insomnio patológico que provocan los problemas sin aparente solución, que son precisamente los que tampoco tienen un origen claro. ¿Por qué, de repente, su matrimonio se había convertido en un infierno que no podía soportar? El caso es que eran las dos de la madrugada y necesitaba un trago. Al final de la calle solitaria vislumbró unas luces de colores que prometían algo de eso y resolvió encaminarse hacia ellas. Al llegar a la puerta comprobó que el local tenía pinta de ser un bar de copas, de esos que entonces la gente denominaba ‘pabs’, como textualmente vio alguna vez escrito, creía recordar que en La Algaba. ‘Pab Copacabana’, o algo por el estilo. El sitio era a unos metros del arco de la Macarena, casi en la esquina con la calle San Luis. La pinta era regular pero no había otra alternativa, de modo que para adentro.
Un presentimiento siniestro lo embargó nada más cruzar la puerta. Fue como si hubiera accedido a otra dimensión. Sin ser un neutrino, estaba viajando al pasado. Pidió un botellín. La sorprendentemente breve estancia (que permanecía envuelta en una penumbra que pretendía ser insinuante pero sólo resultaba tristemente deprimente) contaba con numerosas barras metálicas entre el techo y el suelo. Su fin no era servir de herramientas para las contorsiones eróticas de ninguna stripper, sino apuntalar el local, y probablemente también al personal e incluso la clientela. Como brotada de las tinieblas, una señora con edad para ser su madre se le acercó. Llevaba un tatuaje en el pecho, justo debajo de la clavícula, aunque más que el tatuaje, a M. le llamó la atención su piel, curtida y añosa, ajada por tantas noches vividas bajo la incierta aurora boreal de las luces de neón.
-¿Me invitas, hijo?
-Verá, señora, yo he venido sólo a tomarme una cerveza. ¿Esto no es un bar de copas?
-No, hijo, esto es un club, pero en la puerta no lo pone por respeto a la Virgen.
M. no pudo evitar sentir compasión por aquella mujer, al tiempo que una profunda tristeza. Pagó tres euros por el botellín, que dejó a la mitad, y salió corriendo de allí. Sin saberlo, huía de los restos de un naufragio, aquel local era, en realidad, un pecio hundido en la oscura fosa de la memoria; un rincón fuera del tiempo, el resto arqueológico de algo que hace ya mucho tiempo dejó de ser, dejó de existir.
Por aquel entonces aún no los llamaban puticlubs. En la puerta de aquellos locales ponía Night Club, pero para la gente eran whiskerías. De ahí surgieron los términos whiskera y whiskero, el primero para referirse a las señoritas, de voz generalmente grave y pausada (lo uno por el tabaco, lo otro por el alcohol) que trabajaban en ellas y el segundo para describir a los clientes habituales: tipos cuarentones de barriga protuberante, camisa estampada, a ser posible con motivos tropicales, desabrochada hasta la perpendicular del píloro dejando a la vista la pelambrera pectoral (en aquel tiempo depilarse el pecho , y no digamos ya la cejas, era de maricón) y la cadena de oro, expertos aficionados a las bebidas blancas y fumadores empedernidos de tabaco rubio, Winston, LM o Marlboro a ser posible.
Las whiskerías vivieron su edad de oro a principios de los años setenta, entonces los americanos también tenían por estos pagos un escudo antimisiles, aunque aquellos misiles no apuntaban tanto a Rusia o al Magreb como a estos pequeños locales que en aquellos años en que la moral del régimen franquista se estaba relajando proliferaron como una lúbrica plaga. Los había por todas partes. Desde el Cerro a Santa Clara, Triana y la Macarena, que diría El Pali, a quien Dios tenga en su Gloria. Un caso peculiar fue el barrio de Rochelambert, donde llegaron a coincidir hasta nueve whiskerías abiertas al mismo tiempo. La Casona se llamaba una; otra, Beethoven; si bien, la mayoría no tenía más nombre que la luz roja de la puerta.
Aunque en reputación estaban parejos, unos night clubs cobraron más fama que otros. El que más, sin duda, fue el Club Payaso, ubicado en la Enramadilla, que es como se llamó toda la vida de Dios eso que ahora la gente conoce como 'el Viapol'. El Club Payaso estaba junto al Bar Asturias y su apogeo, que lo tuvo, provocó la aparición en la zona de otros locales similares, como el Club Trébol y alguno más que durante unos años hicieron de la Enramadilla una suerte de trasunto del Barrio Rojo de Amsterdam. Todos ellos, empero, desaparecerían en vísperas de la Exposición Universal de 1992, arrastrados por la marea de escombros provocada por las transformaciones urbanísticas a las que el evento dio lugar.
No lejos de la Enramadilla, en la barriada Condes de Bustillo, estaba el Club Molino Rojo. Otro clásico. Se trataba de un garito minimalista y, como es lógico, oscuro, obviamente sin nada que ver con su homólogo parisino. Era lo que era y nadie esperaba encontrar en él más espectáculo que el que, de vez en cuando, pudiera dar algún borracho. El Molino cerró hace años y el local fue transformado en una tienda de informática.
Rojo era también el paraguas que daba nombre a una whiskería trianera, ubicada en la plaza de Chapina, también minimalista y embozada en la penumbra, cuya fachada fue engullida por el edificio del hotel Abbas. Y rojo igualmente era el ciclomotor que, eternamente aparcado en el techo de un local comercial de la avenida de la Cruz del Campo, donde soportaba estoicamente chaparrones y solanas, anunciaba la presencia del llamado Club Vespino. En su lugar, hubo luego una inmobiliaria que, a su vez, había sustituido a un bar especializado en mariscos. Sin comentarios.
Otro de los clásicos fue el night club Hiroshima, ubicado en la avenida de Miraflores, whiskería que estuvo funcionando (es un decir, porque cuesta trabajo creer que allí entrara nadie) hasta hace no demasiado tiempo. Ahora, tras unos cuantos años de una clausura que acaso hayan servido para que expiase sus lascivas culpas, acaba de reabrir transformado en bar de tapas. Ustedes mismos.
Como exóticos reductos de aquel ayer ya definitivamente ido, hoy en día aún permanecen abiertos algunos de esos garitos, aunque seriamente amenazados por la competencia de las grandes superficies instaladas en los polígonos industriales. El Meli en el Plantinar, el Eva (que comparte el logotipo de la manzana mordida con los Beatles, Steve Jobs o la ciudad de Nueva York) en Ciudad Jardín o el Madame Chicho en la calle Rockero Silvio de los Remedios. Nos guste o no, forman parte de nuestro paisaje cotidiano y, aunque no necesariamente de nuestra experiencia vital, sí de nuestra memoria sentimental y hasta de nuestro idioma. Lo que ya no se sabe es por cuánto tiempo.