martes, 17 de diciembre de 2013

HISTORIAS REVOLUCIONARIAS







El mito de la acera de enfrente se hace realidad en el primer cruce de la calle Trajano. A la derecha, en la esquina de Santa Bárbara, la sede de la Hermandad de la Legión, y a la izquierda, en la de la calle Delgado, antes del Cementerio, un bar de ‘ambiente’; de ambiente gay para ser exactos. Y, para ser más exactos todavía, gay versión oso; gays que estando quietos podrían pasar perfectamente por legionarios. La penúltima revolución del 68 nos llevará hoy desde esta esquina hasta la de la plaza del Duque en un par de intensas chicotás. 






Con ocasión de la recién clausurada Feria del Libro Antiguo y de Ocasión de Sevilla, este año se ha vuelto a reeditar la obra Curiosidades Sevillanas, de Alfonso Alvarez-Benavides. Una obra surgida del empeño del recordado Alberto Ribelot, quien conservaba, por haberlos recibido de su padre, los artículos que Alvarez-Benavides publicó en la prensa local a finales del siglo XIX narrando una serie de hechos, bien históricos, bien legendarios, bien simplemente anecdóticos, cuyo único vínculo entre sí era ser lo que el propio título de la publicación indica: curiosidades sevillanas.
La primera de esas curiosidades atañe a un cementerio del que la ciudad apenas guarda memoria, pero cuya pasada existencia tal vez nos dé alguna explicación sobre el por qué de la abundancia de empresas funerarias en la vecina calle Amor de Dios, circunstancia ésta que llevó a uno de sus más ilustres vecinos, el barbero Manolo Melado, a rebautizarla como Avenida de Tos Sus Muertos.













El cementerio en cuestión pertenecía al antiguo hospital del Amor de Dios y durante muchos años dio nombre a la actual calle Delgado, rotulada así en honor de cierto escultor durante la denominada ‘Revolución Gloriosa’ de 1868. Además de por el nombre y por la existencia del cementerio que se lo daba, la calle resultaba poco o nada recomendable dada la presencia habitual en ella de gentes de mal vivir y rateros que sirlaban a muchos de quienes incautamente se aventuraban por aquellos andurriales, especialmente cuando caía la noche y la oscuridad se adueñaba de estos andurriales. Rateros como el Gallito, el Moreno o el Mayoral, de los que dice el cronista que pasaron tres cuartas partes de su vida en la trena. Es de suponer que buena parte del cuarto restante anduvieron dando palos, y no precisamente de ciego por poco de dejara ver la oscuridad reinante, en la calle que nos ocupa.



No les detallo el resto de la hilarante narración de esta ‘curiosidad sevillana’, en la que aparece un desternillante espectro y un albañil alicatado hasta el techo, porque es cosa de que ustedes se la lean sin ayuda de nadie. El caso es que, como de tantas otras cosas, la Revolución del 68 se encargó de borrar la memoria del cementerio de Amor de Dios, cosa que agradecerán los vecinos de la zona; especialmente aquellos que, como Melado, tengan una vena supersticiosa. Mas, aunque nada más lejos de mi intención que intranquilizarlos, quien sabe si el camposanto acaso subsista aún, amalgamado en el caprichoso subsuelo de Sevilla, esa ciénaga fósil que de vez en cuando abre sus fauces para tragarse un quiosco. Nunca se sabe. No obstante, hoy en día, en vez de un cementerio allí lo que sí se detecta es una curiosa coincidencia: la sede de la Hermandad de la Legión frente por frente a un bar gay. Normalidad democrática, que se dice.



Lo cierto es que mientras en 1868 en Londres estrenaban el metro –sí, han leído bien, el metro de Londres se inauguró en 1868- en Sevilla se entretenían los próceres locales emprendiéndola contra el pasado. Una costumbre habitual y recurrente a la que debe de impulsarnos algún tipo de tara genética. Es esa obsesión enfermiza por la modernidad que reaparece de modo cíclico en la ciudad y cuyas funestas consecuencias son de sobras conocidas, lo cual no impide que una y otra vez reaparezca. Oh, la modernidad. Según nuestro propio concepto de ella, quiero decir el de los políticos que de vez en cuando la esgrimen como excusa para perpetrar sus fechorías, la modernidad consiste, básicamente, en eliminar lo antiguo. Si tiene valor o no es lo de menos; además, cuando el valor no se puede apreciar ninguna cosa lo tiene.
El caso es que estalló la revolución del 68, que con ufana grandilocuencia llamaron ‘Gloriosa, si bien no fue más que una más de tantas intentonas decimonónicas para instaurar el liberalismo y las libertades que al final se quedó en lo de siempre: guerra a los curas y sus iglesias y derribemos todo lo posible para dar paso a, en efecto, la modernidad..



De aquel exabrupto histórico surgió la iniciativa de cargarse las puertas y las murallas de la ciudad. Los planes también comprendían el derribo de un buen número de iglesias y conventos (Santa Catalina, Santa Inés, San Andrés, San Juan de la Palma –se le erizan los cabellos, ¿verdad?- entre otros) que no llegó a verificarse en todos los casos, pero sí en algunos, como por ejemplo la iglesia de San Miguel, un templo mudéjar, del estilo y época de San Marcos, San Julián, San Román y tantos otros, que cayó demolida por orden de la autoridad a pesar de los ruegos que para evitarlo hicieron algunas personas cultas de aquella época, como Mateos Gago o Joaquín Guichot.
Una calle, más estrecha y corta aún que la del antiguo cementerio, quizás con el tamaño de uno de esos azulejos que evocan las riadas, nos recuerda hoy dónde estuvo el templo mártir. Puede que llegue el día en que ni eso quede.



Y para recordar todo esto nos ha dado este paseo que al final hemos hecho al revés. Lo empezamos en el Duque y lo acabamos en la Alameda, frente a donde estuvo la academia de Realito; aquella a cuya ventana se asomaba Paco Palacios, el Pali, para ver a un chaval moreno tocar palillos: nada menos que el mismísimo Antonio el Bailarín, a quien Dios guarde, como también al Pali. En el camino nos hemos detenido ante el edificio de Aníbal González que todavía decora la gran X del cine porno que acogió y admirando los curiosos e inquietantes relieves de la residencia de los Jesuitas, además del club Men to Men Guadalkibear, el de los osos amorosos, frente al cual está la hermandad de los provectos legionarios, donde dicen que ponen una panceta que merece la pena probarse.


Esto se publicó en el Mundo de Andalucía hace ya bastante tiempo. En una fecha de la que ya no me acuerdo exactamente y, como decía el gran Umbral, tampoco voy ahora a levantarme para buscarla.

domingo, 8 de diciembre de 2013

DONDE EL OVIDO TIZNA

Oculta entre espadañas y torres medievales, a trasmano de las rutas turísticas y todas las demás rutas, la plaza de Santa Isabel tal vez sea el último oasis de belleza en estado puro que le queda a Sevilla. Incluso con toda la porquería que en sus esquinas acumulan los indigentes que en ella suelen instalar sus campamentos; hasta con sus bancos rotos y su sucia fuente la plaza de Santa Isabel es una delicia para las almas sensibles; la última que nos queda. En sus ajadas trazas se aprecia la rotunda belleza de las cosas que son de verdad. Porque hay más verdad en sus churretes, en ese halo rancio de cerveza ida escapado de unas litronas que ruedan por el suelo que en todo ese infame decorado para turistas que rodea las llamadas zonas monumentales. ¿Qué zona más monumental puede haber que éste ventrículo izquierdo del corazón del Moscú sevillano? Se diría que el olvido la ha salvado; nadie ha venido a falsificarla con el pretexto de una rehabilitación tergiversadora. Como una habitante más de las clausuras que la rodean, embozada en el hábito protector de la indiferencia ajena, la vida discurre en la plaza de Santa Isabel sin imposturas ni disfraces. Alguien está tocando esta noche una guitarra cuyas notas flamencas se escapan a través de una ventana. No es un espectáculo para turistas. Toca para el agua de la fuente que arrulla por soleares el sueño de unos desgraciados; toca y se pierde en la elocuencia de un silencio donde flota toda la verdad de Sevilla; la última que le queda.


En la plaza de San Marcos, me refiero naturalmente a la de Sevilla, vienen a desembocar todas las castas y estéticas de la ciudad. Como si pretendiesen formar en ella un compendio, aunque en realidad es sólo una pequeña-gran nada, los diversos mundos en que se va encarnando la vieja Hispalis a través de sus diferentes barrios históricos mantienen aquí un peculiar punto de conexión. Es esta plaza una suerte de fusión fría donde se reúnen en un gélido abrazo la Sevilla aristocrática, que llega desde Bustos Tavera; la burguesa, que lo hace por San Luis; la Sevilla alternativa y bohemia, que arriba a través de Castellar procedente de Feria y, un poco más allá, la Alameda y, por último, la Sevilla reminiscente de los corrales de vecinos, la más popular y humilde del centro, que desemboca en la plaza a través de las calles Socorro y Siete Dolores (los nombres acaso no sean nada casuales) trayendo desde San Román y San Julián, a través del Pasaje Mallol, los vestigios calcinados del Moscú Sevillano. Un enclave al que los historiadores, a base de querer darle una importancia que acaso no tuviera, han acabado convirtiendo en mito y, por tanto, envolviéndolo con el barniz áureo de la leyenda.
Todo eso viene a reunirse, sin que se note en absoluto, en la plaza de San Marcos. Los misterios de Sevilla. Si bien es verdad que la mayor parte de los misterios de Sevilla tienen una explicación bastante simple. Dado que un misterio es, por definición, algo que se desconoce, basta reparar en el enorme grado de desconocimiento que los sevillanos tenemos sobre nuestra propia ciudad para comprender que el origen de esos misterios es la ignorancia.


En la parte de atrás de este rincón de Sevilla donde todas las sevillas se encuentran, al más puro estilo sevillano, para decirse: 'A ver cuándo nos vemos', está lo que hemos venido a buscar: una plaza olvidada, un rincón con aire más de Castilla la Vieja que de Andalucía. Un sitio que pusieron en el lugar equivocado: la plaza de Santa Isabel. Su historia comenzó cuando todavía no se había descubierto América; aunque eso en Sevilla tampoco es noticia, pues Sevilla llevaba milenio y medio vivaqueando en la Historia cuando a Colón se le ocurrió (o le soplaron, porque últimamente circulan al respecto versiones de todo tipo) su aventura de buscar una ruta hacia las Indias a través del Mar Tenebroso. De todos modos, no está mal recordar de vez en cuando a qué alturas debemos remontarnos cuando recorremos las antiguallas que felizmente aún sobreviven en la ciudad. Si bien, como en el presente caso sucede, sobreviven de muy mala manera.


Desde hace años, el hedor del fracaso y la enfermedad nos saluda al penetrar en este rincón tomado por vagabundos que amontonan sus colchones y pertenencias en las esquinas de la plaza. Resulta inevitable sentir cierto reparo al recorrerlo, pues es difícil sustraerse a la sensación de estar invadiendo un lugar privado, una especie de gran dormitorio comunal. Una pátina de oscuridad que tizna lo envuelve. Tal vez sea el producto de las candelas o qué se yo, pero en la superficie de las cosas se intuye una oscura capa, como de un dedo, de algo que mancha. Inexplicable y milagrosamente, la fuente funciona y hasta mana varios chorros de un agua plateada que interpreta su líquida sinfonía ajena a la indiferencia que le dispensa el tipo que en el banco de forja se lía un canuto o los tres clochards que, más allá, murmuran sus alcohólicas y desventuradas divagaciones.


La plaza de Santa Isabel debe su nombre al convento del mismo nombre, ubicado en uno de sus laterales y cuya iglesia ofrece a ella su portada principal. El edificio data en sus orígenes de 1490, año en el que el cenobio fue fundado por Isabel de León Farfán. De aquella época la verdad es que queda bastante poco. La portada en cuestión, como la mayor parte de la iglesia, es una obra del XVII, el gran siglo de Sevilla, para lo bueno y para lo malo. Alonso de Vandelvira fue quien diseñó sus trazas y, por tanto, también las de la monumental portada, que preside un ático donde puede admirarse un relieve de la Visitación tallado en piedra por Andrés de Ocampo, quien ya hubiera querido que a esta obra suya se le prestase al menos la mitad de atención que a su Cristo del Calvario. Tal vez de ese modo el devenir de la plaza hubiera sido otro.
Aunque el aspecto del lugar donde se alza no de pie a sospecharlo, la iglesia de Santa Isabel atesora un importante patrimonio artístico, que habría sido mayor aún si los franceses del Mariscal Soult no hubieran arramplado con buena parte de su catálogo. Cierto es que son muy pocos los sevillanos que, dos centurias después, echan de menos las obras entonces expoliadas, lo cual nos lleva de nuevo a la causa que explica los misterios de Sevilla.
Por haber, hay en Santa Isabel hasta un Cristo de Juan de Mesa, quien por cierto trazó además para este templo un retablo de cuya ejecución se encargaría uno de los empleados de su taller.

Dicen que el verano se acaba esta semana, pero esa noticia no ha llegado hasta esta plaza, porque aquí nunca fue verano. Por obra de algún extraño designio, hay lugares donde las estaciones son perpetuas. Y en Santa Isabel siempre es otoño. Caen las hojas del almanaque sobre sus dieciocho naranjos y la ajada fuente repite monótona la misma canción, mientras el gris de los días la tizna de olvido. 

viernes, 6 de diciembre de 2013

EL DIOS DE LAS PEQUEÑAS COSAS




‘Hace años, usted habría sido excomulgado por entrar aquí. Y a mí también me habrían excomulgado por permitirle la entrada. Pero las cosas han cambiado mucho en la Iglesia’. Sor Inmaculada, la abadesa del Convento del Socorro, también es muy distinta a la monja que nos habíamos imaginado.







Algo, acaso esa luz distinta, un punto irreal, que tiene el mes de septiembre, o tal vez una atávica querencia que necesita sentir ya el primer hálito del otoño, nos ha hecho tomar hoy la senda que lleva hasta la calle Socorro, a pesar de que aún es demasiado pronto para que la envuelva el noble y antiguo aroma del cisco picón con el que alguien sigue allí combatiendo los húmedos fríos de la Sevilla intramuros; ese olor que sorprende a quien se aventura a través su solitaria penumbra durante las largas noches de los últimos meses del año, y que, por alguna razón incomprensible, esperábamos haber sentido al llegar, a pesar de ser mediodía y el estío no haber dicho aún su última palabra. Pero es que, inexplicablemente, la sosegada belleza del otoño sevillano se mantiene perenne e inalterable en esta calle que va desde la plaza de San Marcos a la San Román, dos collaciones cuya historia está tan llena de revolucionarios como de piadosos; que si la subversión anidó aquí fácilmente, más aún lo hizo la vida contemplativa, pues a convento por manzana viene a salir el que fuera llamado Moscú Sevillano. Paradojas de la vida. Paradojas de Sevilla.



Una de esas paradojas es precisamente ese simbólico otoño que, incluso en lo más crudo de la canícula, se nos muestra en los muros de la iglesia del Monasterio de Santa María del Socorro y brillando en los clavos de forja que, en las rejas de sus ventanas, defienden la clausura de las monjas de la orden franciscana de la Inmaculada Concepción.
El de la Virgen del Socorro es el único que queda de los cuatro cenobios que la Orden creada por Santa Beatriz de Silva llegó a tener en Sevilla. Su fundación data de hace casi cinco siglos, los que dentro de dos años harán del la donación de las casas donde primero se estableció, legadas en su testamento por doña Juana de Ayala. Desde entonces hasta ahora, medio milenio de avatares y una historia que siguió discurriendo, inexorable, fuera y dentro de sus muros.



El número 30 de Bustos Tavera parece cualquier cosa menos la entrada a un convento, pero eso es precisamente lo que es. Lo que da a la calle Socorro es la iglesia, a las dependencias del convento se entra por aquí. La construcción de este ala es la más reciente, data de los años setenta del siglo pasado y se nota. Sin embargo, nada más atravesar la cancela, no hay duda de dónde vamos a entrar. La breve estancia del torno está presidida por un azulejo de Francisco Chaparro con la efigie de la santa fundadora portando el báculo, uno de sus atributos. Y junto al torno, una lista en orden alfabético con los dulces elaborados por las religiosas: almendrados, bombón de turrón, cordiales y así hasta las tortas de chocolate. Todos son de fama en la ciudad, aunque la actividad repostera del convento es relativamente reciente, pues data sólo de 1999, cuando a instancias de un hermano de la Sagrada Mortaja llamado Pepe, las monjas se decidieron a comercializar los magníficos pestiños que hicieron para obsequiar a los miembros de un coro que fue a amenizarles un día de Navidad.




Todo eso nos lo contaría Sor Elena, una extremeña que ingresó en la Orden en 1988 y dirige el horno. Antes, nos había recibido la abadesa, Sor Inmaculada; una sevillana de la calle Arrayán, a quién, a pesar de su dulce y radiofónica voz, habíamos imagnado anciana y venerable, pero que resultó ser sorprendentemente joven. Sor Inmaculada, que lleva en la dentadura unos brakes como la Lolita de Adrian Lyne y nunca ha visto la Isla de la Cartuja, entró en el convento el año 1989. Estudiaba en el vecino colegio Luisa de Marillac cuando sintió que algo, no cabe duda que Dios, la llamaba desde detrás de sus muros.




Ocho religiosas, todas ellas españolas, residen actualmente en el Monasterio del Socorro. Dado su número y las dimensiones del recinto, para comunicarse entre ellas usan, como en otros conventos, un código de campanas. Cada hermana tiene asignado un número de campanadas para ser llamada a según qué lugar. Clausura, pobreza, castidad y obediencia son los cuatro votos que han jurado. Cada día se levantan a las siete menos cinco. No pregunten por qué a esa hora tan rara. Cosas de monjas, le dirán ellas mismas. La mente femenina, mucho más sutil que la del hombre, no necesita cuadrículas de cuartos, medias y en puntos, pues sabe que para estar exactamente a las siete y media en el rezo de laudes, basta con levantarse a menos cinco.
Aunque pobres por vocación, las monjas del Socorro siempre fueron emprendedoras. Actualmente viven de los dulces que venden y de las escasas pensiones concedidas a las mayores. Pero a lo largo de estos años también encuadernaron libros, tuvieron una residencia estudiantil y hasta una hospedería que puede vuelvan a reabrir en breve.
Es precisamente en el trabajo y en las pequeñas cosas la vida cotidiana donde estas santas mujeres ven cada día a Dios. Lo que otrora hubiera sido una visión del infierno, hoy es un accidente con la lavadora motivado por un cortocircuito. Todo más sencillo y, posiblemente, más de verdad.




Sor Inmaculada nos cuenta los pormenores de la vida del convento mientras nos enseña sus rincones: el bello claustro del siglo XVII, el coro donde se puede admirar un Cristo manierista del siglo XV, una virgen sedente del XVIII, que algunos atribuyen, acaso alegremente, a Gijón, un Nacimiento de Cristóbal Ramos y un interesante órgano; la iglesia, presidida por la Virgen del Socorro, una bella talla de alabastro repolicromado, el retablo originalmente labrado por Felipe de Ribas y los azulejos de Pickman con reproducciones de cuadros de Murillo.



Huele a comida, es la hora del almuerzo y, por tanto, de que nos marchemos. Antes, empero, reparamos en que, sepultado en la cripta de la iglesia, aquí yace don Hernando Beltrán de la Cueva, un piadoso caballero que legó su fortuna para atender a los pobres vergonzantes de la collación; un tipo de pobreza que la crisis ha hecho reaparecer, como a diario comprueban estas madres que, a pesar de pobres, siempre tienen algo para quienes llaman a su puerta pidiendo socorro. Benditas sean.

Publicado en El Mundo de Andalucía el 3 de septiembre de 2012

sábado, 30 de noviembre de 2013

LA FUGACIDAD DE LO ETERNO

Dos sevillanas tradiciones se cruzaron ayer bajo las nervaduras del convento de Santa Inés. Se iba el noviembre de las leyendas de capas y espadas y llegaba la mágica navidad becqueriana. El rostro enigmático de la momia de doña María Coronal volvía a ocultarse mientras en la penumbra del coro, custodiado por unas hieráticas y silenciosas monjas que parecen llevar siglos allí, un viejo órgano esperaba el regreso del fantasma de Maese Pérez para volver a estremecer con sus notas la noche del solsticio.


Puerta el Real Monasterio de Santa Inés

Si alguna vez hubo algo de verdad en cualquiera de las dos historias es algo que probablemente nadie sabrá jamás. Sí, es cierto que la leyenda de doña María Coronel está soportada por la prueba fehaciente del delito: un cadáver momificado que presenta en su rostro una extraña mancha, producto al parecer de una herida provocada por algún tipo de producto corrosivo. Sin embargo, ningún otro de los detalles de las diversas versiones –no pocas veces contrapuestas- que existen de su historia ha podido probarse de manera fehaciente. Los principales estudiosos de la cuestión, el sacerdote sevillano Carlos Ros o el historiador norteamericano Anthony George Lo Re, pudieron comprobarlo, y así lo demostraron en sus respectivos trabajos sobre el tema. De modo que, al menos en lo que al trance de María Coronel respecta, la duda de si héroe o villano, seguirá vigente sobre Pedro I de Castilla para los restos.
En cuanto a Maese Pérez, parece que sólo existió en la fecunda imaginación de Gustavo Adolfo Bécquer, quien, como en muchas ocasiones hace en sus relatos, aprovecha los recursos de su fantasía para revelarnos detalles, esta vez sí de la realidad, que ubica alrededor de la trama, orlando el relato, al que dota de un contexto verídico –¡saprísti!, como Paco Gandía- que al final resulta lo más importante. A fin de cuentas, Bécquer no dejaba de ser un periodista. Y ya saben, aquello de no dejes que la realidad te estropee una bonita leyenda.


La verdad, es cierto, a veces no es lo más importante. También está la fantasía, que proyectada hacia el futuro produce sueños y dirigida hacia el pasado crea leyendas. Los sueños no tienen por qué hacerse realidad y las leyendas todos sabemos que tienen mucho que ver con esa tentación de edulcorar los recuerdos a que propende nuestra mente, probablemente obedeciendo algún tipo de necesidad neuronal. La principal misión de los instintos es que sigamos vivos; y de eso se trata.
El sol declinaba, dotando a las cosas de una fina película dorada, y la calle se dejaba embriagar por los efluvios del horno conventual. Esa era la única verdad, al fin y a la postre; pues precisamente de postres se trataba. Postres de monjas, dulces de convento: panecillos, empanadillas, roscas. Pequeños pecadillos veniales en la religión del culto al cuerpo que dispensaba una voz del hemisferio sur desde el otro lado del torno. Ave María Purísima. Sin pecado concebida.
Noviembre se había ido oficialmente del almanaque hacía dos días, pero el noviembre sevillano no se despide hasta el dos de diciembre, cuando al mito del pecador, lascivo y soberbio don Juan que abre el mes le da réplica el de doña María Coronel, o la personificación de la virtud, el recato y la castidad. Uno y otra tienen mucho que ver, probablemente se trate de las caras opuestas de la misma cosa: la condición humana.


Sor Mercedes Gaviño, superiora y organista de Santa Inés, a quien dedico un capítulo en 'Sevillanos'

A través de la pequeña puerta que da al atrio del convento de Santa Inés, la misma por la que se escapaban los efluvios del horno, entraba y salía un chorreo de gentes que acudían a la doble llamada de este día: la visión estremecedora de una momia parece recordarnos que siempre es miércoles de ceniza y la no menos inquietante del órgano vacío, que sin embargo volverá a sonar en la próxima Misa del Gallo gracias a las inocentes manos de una monja, pues Maese Pérez se hospeda desde hace mucho en la niebla de la fantasía. En realidad, jamás toco ese órgano, salvo en el escenario de nuestra imaginación. Sin embargo, su espíritu virtual, nacido de la feraz pluma de Gustavo Adolfo, parecía estar allí; oculto tras una columna, o quizá sentado junto a los dos señores que vendían en un rincón de la iglesia libros de Carlos Ros y objetos de recuerdos; que no sólo de bollitos vive la economía monacal. Están también los ingresos atípicos, que decía Gerardo Martínez Retamero, el merchandising, que se dice ahora.

El torno de Santa Inés


Quienes entraban en la iglesia, portando en la mano su bolsita de empanadillas o bollitos, comprendían al instante que estaban ante la línea que separaba dos océanos; también dos tiempos. Llegaban desde el mes de noviembre y al salir sentían que era ya navidad. Una momia y un fantasma que nunca existió se llevan un tiempo y anuncian otro. Es el modo en que las cosas eternas nos enseñan lo fugaz de la vida.

Publicado en El Mundo de Andalucía el 3 de diciembre de 2007

viernes, 25 de octubre de 2013

PRESENTACIÓN DE 20 MANERAS....

La Casa de Pilatos acogió la noche del pasado día 23 de octubre el acto de presentación de mi nuevo libro '20 Maneras de Entrar en Sevilla'. Al mismo asistieron numerosas personalidades de todos los ámbitos de la vida cultural y profesional hispalense. Desde el periodismo, al arte, pasando por la política, la docencia o las cofradías, que abarrotaron las dependencias de las antiguas caballerizas del palacio de los Medinaceli. En lo personal fue una noche memorable por la amistad y el afecto sincero que me demostraron los asistentes, a quienes desde aquí quiero expresarles mi gratitud por ello.





A continuación, podrán leer las breves palabras que pronuncié en el acto.








Excelentísimo señor Duque de Segorbe, señores capitulares, señoras y señores, compañeros... del metal, querida familia, amigos todos.



Está de moda en los tiempos que corren, sin duda convulsos y procelosos, redactar memoriales de agravios inspirados por ese sentimiento que jamás llevó a ninguna parte llamado rencor.

Tal vez por eso me haya resultado tan grato escribir los agradecimientos con los que necesariamente han de iniciar mis palabras. Son muchos, lo sé, pero eso es precisamente lo que más gratificante me resulta: descubrir la cantidad de personas con las que comparto aprecio mutuo y a las que puedo llamar amigos.





Gracias, en primer lugar, a nuestro anfitrión, Don Ignacio Medina y Fernández de Córdoba, Duque de Segorbe y presidente de la Fundación Medinaceli, por la fundamental colaboración prestada y también por abrirnos las puertas de esta Casa de Pilatos, donde esta noche tengo el privilegio y la honra de presentarles este libro. Si durante mucho tiempo la calle José Gestoso fue el centro geográfico de Sevilla, la Casa de Pilatos no ha dejado jamás de ser su centro magnético, pues dentro de estos muros se guardan muchas de las claves y porqués del misterio y los ritos, de la forma de ser, en suma, de Sevilla y los sevillanos. Un libro como éste no podía presentarse en sitio mejor ni más a propósito.







Gracias a María José García y Germán Alvarez Beigbeder, de Abec Editores, por haber creído en este libro, por haberlo cuidado poniéndolo en las magistrales manos de Paco Portillo y, sobre todo, por haberlo esperado durante tanto tiempo.






Gracias a Doña Enriqueta Vila Vilar, directora de la Real Academia de Buenas Letras de Sevilla, académica de la Real de la Historia, americanista de reconocido prestigio, compañera de inquietudes en el Foro Al Andalus, pero sobre todo buena amiga, por su prólogo, que prestigia la obra, como también prestigia este acto con su presencia y sus palabras.





Gracias a mi viejo amigo, compañero y ahora jefe supremo, o casi, Joaquín Durán, por haber aceptado mi petición para estar con nosotros esta noche y hacer tan magnífica presentación.





Gracias al diario El Mundo de Andalucía y su director don Francisco Rosell, pues fue precisamente en las páginas de este periódico, con el que tengo el placer profesional de colaborar asiduamente desde hace catorce años, donde se publicó la primera versión de los capítulos de este libro, si bien en éste aparecen notablemente alterados, lo cual básicamente se debió a la intervención de mi estimado compañero y amigo, el redactor jefe del diario ABC Javier Rubio, quien le dio el primer repasito, término que puede y debe ser interpretado en cualquiera de sus múltiples acepciones. Gracias le sean dadas también por ello.





Gracias a los coleccionistas que han aportado esa parte esencial del libro que son las valiosas y curiosísimas fotografías y grabados que lo ilustran: a Don Ignacio Medina, a don Carlos Sánchez, a don Miguel Angel Yáñez Polo y a Don Manuel Moreno Ramos...





Igualmente, debo expresar mi mas sincero agradecimiento a dos personas que han contribuido con datos y documentación de enorme valor para mi trabajo: Blanca Torres-Ternero, responsable de comunicación del Colegio de Arquitectos Técnicos y Aparejadores, y Manuel Jesús Roldán, historiador hispalense y rancio mayor del reino por la Gracia de Dios.





Asimismo, debo dar las gracias a quienes han colaborado en la organización de este sencillo acto, que aunque sencillo nunca es fácil, empezando por el personal de la Casa de Pilatos, el departamento técnico de Canal Sur Radio, con Santiago Jiménez al frente, y mis queridos amigos Enrique Osborne, Carlos Telmo y Consuelo Rodríguez.



Y, finalmente, quiero dar las gracias a la muralla que me protege de todos los males del mundo, la que soporta las acometidas de mi estrés y eleva mi ánimo al más alto de sus torreones cada vez que cae al foso donde nadan los cocodrilos del desánimo, a mi familia. A mis padres, a mis hermanos y, sobre todo, a mi mujer Isa y a mis hijos Ignacio, Raúl y Juan Miguel, a quie dedico esta obra pues él me abrió la puerta de la suprema experiencia de la vida: ser padre.





En las páginas de este libro les propongo un viaje sentimental alrededor de una ciudad que ya no existe; una ciudad que posiblemente ni siquiera llegó a existir jamás. Es esa Sevilla que se proyecta en mi imaginación a partir de la lectura de los viejos libros de historia. Y ya se sabe que la imaginación tiene un cierto sesgo tergiversador, pues acostumbra a acomodar los hechos a su antojo. La Sevilla que halle en estas páginas el lector será, por eso, una ciudad doblemente tergiversada: por mi imaginación y por la suya.



Naturalmente que en este libro se pormenorizan datos históricos y relatan hechos fehacientes, pero en ningún caso con pretensión exhaustiva ni voluntad de erudito. No es la misión de un periodista que, simplemente, salió a dar un paseo alrededor de una ciudad amurallada y ahora le tiende al lector la mano para que lo acompañe.



Inevitablemente, en estas páginas aparecen retratadas mis obsesiones y manías con respecto a la ciudad; he tratado de reprimirme, pero aparecen. Y también aparecen retratados mis particulares fantasmas. Fantasmas. Debo en este punto revelarles que Javier Rubio me reconvino por usar en demasía el término. Así que el libro está lleno de espectros, ectoplasmas, trasgos, espíritus, almas en pena y, por supuesto, fantasmas; que esos en Sevilla nunca han de faltar.



Otro compañero, Antonio Cattoni, dice haber descubierto un punto nerudiano en el título; eso de 20 maneras de entrar en Sevilla, y, aunque de forma consciente no lo pretendí, debo reconocer que algo de razón lleva, pues en efecto, cada uno de los veinte capítulos en que el libro se divide es en cierto modo un poema de amor, mientras que el conjunto de todos ellos viene a resultar una canción desesperada; el ucrónico lamento de quien llora la pérdida de lo que nunca tuvo, porque ni llegó a conocer.



Hay, es verdad, en este libro mucho de esa nostalgia por lo no vivido que describieron Rafael Montesinos y Antonio Burgos; pero no es la nostalgia que pueda sentirse por lo que deberá irse y aún no ha llegado, sino la que despierta aquello que pudo y debió haber sido, pero no fue. No es, sin embargo, esta nostalgia tan melancólica ni estéril como pueda parecer, porque no es exactamente la que se siente por algo que no tiene ya remedio.

He tratado de demostrar que aún es posible vivir hoy ese pasado que no pudo ser presente y que vivirlo tiene, además, sentido.



Vuelvan, pues, sobre los pasos del tiempo y adéntrense en la inquietante penumbra del Patín de las Damas, junto a la Puerta de la Barqueta, allá donde la ciudad recibía a portagayola la primera embestida del río, junto a la orilla donde Bécquer soñó que estaría la tumba anónima en la que habrían de reposar eternamente sus huesos; crucen el señorial arco de la monumental Puerta de Triana e imaginen a la Estrella inaugurando bajo su vano la noche del Domingo de Ramos; asistan en la Puerta de Carmona al majestuoso encuentro de la muralla y los caños que traían el agua de Alcalá de Guadaíra; mézclense con la grey de cortabolsas, burladores, mareantes, indianos y rameras que pululan en la Puerta del Arenal por el predio de la Garduña; huelan el aroma de la miel y las especias que se escapa del barrio de la Judería junto a la Torre del Agua; persigan el primer rayo de sol que se cuela en la ciudad por entre las almenas para ir a dar justo en la casa donde nació Sor Angela; vean cuán joven era entonces esa muchacha que atraviesa la muralla y la florece al pasar bajo el Arco de la Macarena; descubran toda la verdad que se oculta tras una hermosa mentira en la puerta de Córdoba; comprendan por qué las sombras del barrio de San Bartolomé, como aquella que una noche vieron en la calle Verde, tienen que filtrarse por las paredes porque la Puerta del Jabón ya no está en la calle Tintes. Y miren cómo la corriente del Tagarete viene regando los pies de la Puerta Jerez. Y a los chavales de San Bernardo, capeando los toros que pasan junto a la Puerta la Carne camino del matadero; allá arriba lo pone bien claro en una lápida S. P. Q. H. Sí esto es Sevilla. Una Sevilla que dejó de ser pero que ahora ha vuelto a serlo, aunque sea tergiversada e incierta en nuestra imaginación; es verdad que en la Puerta Osario alguien ha puesto un letrero que dice ‘esta es la ciudad de la confusión y el mal gobierno’, nada, sin embargo, que no pueda hacer olvidar un buen trago de vino en la taberna el Punto.





El hecho de evocar todo aquello que encerraban esas viejas murallas que hoy habrían sido el mayor monumento de Sevilla de no haber sido derruidas con la ingenua pretensión de abrirle paso al progreso, bien podría servirnos hoy en día para derribar esas otras murallas, mucho más altas e inexpugnables, que son las que en verdad han separado siempre esta ciudad de un futuro mejor: las murallas de la incultura, la indolencia y el arribismo.





 



lunes, 21 de octubre de 2013

AVANCE DE 20 MANERAS DE ENTRAR EN SEVILLA


Esta semana sale a la luz mi nuevo libro: '20 maneras de entrar en Sevilla', dedicado a las puertas que antaño tuvo la muralla de la ciudad. Aquí os dejo como avance su introduccción. Espero que os anime a leerlo.





INTRODUCCIÓN


Las crónicas más antiguas refieren la existencia en Sevilla de una muralla prácticamente desde su misma fundación. El hecho de que la ciudad fuera emplazada sobre un no muy alto promontorio rodeado de una gran llanura fluvial la hacía vulnerable ante cualquier ataque, de ahí que no resultara muy conveniente mantenerla desguarnecida y, por tanto, expuesta a las belicosas apetencias ajenas. El único modo que entonces se conocía de conjurar ese peligro era levantar a su alrededor un muro protector.
De la época romana, concretamente del año 49 antes de Cristo, data la primera referencia hallada sobre la existencia de una muralla en Hispalis. Se trata de la que supuestamente mandó construir Julio César, quien había estado por aquí veinte años antes luchando contra los lusitanos. De esa muralla se han encontrado algunos vestigios sepultados en zonas del centro de la ciudad, como la calle Laraña o las proximidades del templo de Santa Catalina. Naturalmente, los de la muralla romana nada tienen que ver con los restos aun visibles de la que sería levantada por los almohades muchos siglos después de la conquista islámica de Sevilla.
Sobre la autoría de esta muralla existe una cierta discusión en torno a la posibilidad de que los almorávides pudieran haber participado en su construcción, sin embargo, la opinión hoy más extendida la atribuye exclusivamente a los citados almohades, por lo que estaríamos hablando de una obra tardía dentro del período de dominio musulmán.
Para su construcción se utilizó un material denominado tapial y una metodología consistente en colocar dos tableros de madera verticales y paralelos, separados a una distancia igual al grosor que se quiso dar al muro, sujetos el uno al otro por medio de unos palos de madera, a modo de travesaños, llamados ‘agujas’. Se creaba así un molde que luego era rellenado con el tapial, a la sazón una amalgama formada por piedras, piezas de ladrillo o cerámica, arena y mortero de cal. Como se ha podido constatar en los restos de la muralla llegados hasta nuestros días, este sistema constructivo provocó diferencias de calidad en los muros, fundamentalmente dependiendo de la distancia a la que estuvieran del río, debido a la posibilidad de usar más o menos cal, más o menos guijarros.
La construcción de la muralla fue una obra colosal para su época. Con una anchura de dos metros y medio, sus paredes cubrían un perímetro de 7314 metros, englobando una superficie de trescientas hectáreas y estableciendo las lindes definitivas del casco histórico de Sevilla, si bien buena parte del mismo en aquel primer momento aún permanecía básicamente sin urbanizar y destinado a uso agrícola, llegando en ese mismo estado hasta bien entrado el siglo XIX.
La muralla fue concebida como una máquina militar, un instrumento para la defensa de la ciudad, de ahí que en su origen presentara diferencias notables con respecto a la que hemos conocido a través de grabados. Diferencias que, precisamente, atañían sobre todo a la configuración de las puertas, en cuyo diseño se hacía particularmente patente el sello islámico de sus constructores, aunque también contaba con otro tipo de pertrechos, como fosos inundados y puentes levadizos para salvarlos, que acentuaban aún más esas diferencias.
El historiador Alonso Morgado, que llegó a conocer las puertas de la época islámica, dice al describirlas que contaban con ‘revellines’ y ‘revueltas’. Los revellines eran una especie de barbacana o muro anterior que cubriría el frontal, mientras que las revueltas aludían al acceso en recodo, característico de la cultura islámica, con dos puertas situadas en un ángulo de noventa grados. Por lo tanto, las puertas de la muralla no se abrían originalmente hacia el frente, sino que más bien consistían en un saliente al cual se accedería por uno de sus laterales, y una vez dentro se pasaba al interior de la ciudad a través de la otra puerta situada en perpendicular a la primera. Como resulta evidente, las primitivas puertas de la muralla no tenían nada que ver con esos arcos triunfales que luego se abrieron en ella durante la primera gran transformación a la que fue sometida De las cuatro que hoy en día siguen en pie, sólo una de ellas, la de Córdoba, mantiene las trazas originales. Todas las demás, incluso aquellas que serían derribadas en el siglo XIX, fueron objeto de una transformación que si la analizásemos con los criterios actuales de conservación del patrimonio sería catalogada como una agresión en toda regla a un monumento. Sin embargo, nadie consideraba entonces a la muralla como un monumento; era sólo un equipamiento público más, como hoy podrían ser el alumbrado público, las señales de tráfico o el alcantarillado.



La importante reforma que para la muralla significó la modificación radical de sus puertas estuvo propiciada por una evolución en su finalidad que, sin dejar de ser defensiva (pues aún protegía la ciudad de las crecidas del río y también, aunque no con demasiada efectividad, de epidemias), adquirió un carácter más administrativo, estableciéndose como una linde o frontera del municipio, en cuyas puertas, que se abrían al salir el sol y cerraban al caer la noche, debían pagarse tributos para introducir mercancías en la ciudad.
Además, cuatro de las puertas, aquellas que miraban hacia los puntos cardinales, cumplían también una función simbólica, estableciéndose como puntos de referencia para los límites geográficos de la Diócesis de Sevilla. El abad Sánchez Gordillo los señala en su libro sobre los Arzobispos. ‘Al Oriente, la de Carmona, y por ella alcanza quince leguas hasta la ciudad de Ecija; al Mediodía, la de Xerez, y por ella veinte leguas hasta el Puerto de Santa María; al Septentrión, la de la Macarena, y por ella quince leguas hasta San Nicolás del Puerto; al Occidente, la de Triana, y por ella veinte y cinco leguas hasta Ayamonte’. Ocho ciudades y ciento ochenta villas y lugares comprendía la jurisdicción antaño gobernada por el prelado hispalense.
Lamentablemente, la mayor parte de las puertas de la muralla, así como ésta, no han llegado hasta nuestros días, pues casi todas fueron derribadas durante la revolución liberal de 1868 en un proceso que, además de estar plagado de irregularidades, significó una gran pérdida patrimonial para Sevilla.
Ochos siglos de avatares tal vez fueran demasiado enemigo para esa fortificación, gran parte de la cual acabó cayendo rendida. No obstante, y como evidencia de su magnitud, de ella queda aún en pie mucho más de lo que aparentemente se ve. Las páginas que aquí comienzan invitan al lector a descubrirlo.