LA CALLE VENECIA
Esta
Venecia no está en Adriático. No es la de Casanova ni Shakespeare.
Tampoco está en el Pacífico. No es la Venecia californiana de los
surferos y las rubias turgentes. Aquí, el único Gran Canal es el que a
menudo se forma en la esquina con San Juan Bosco; si bien, más que canal
es charco, y, por cierto, pestilente. Rialto no es un puente, sino la
parada de donde parte el autobús de Valdezorras, que pasa dos calles más
allá. Se llama así porque antes había allí un cine con ese nombre, pero
ahora donde estaba el cine hay un supermercado. Rialto, pues, ya no es
ningún sitio, sólo un rótulo en el chacra frontal del autobús. En cuanto
a los mercaderes, ninguno es judío. Tenemos los bares, la tintorería,
los dos supermercados, la cafetería, la pastelería, fruterías, tiendas
de tejidos… todos regentados por aborígenes educados en la fe Católica,
Apostólica y Romana, aunque luego cada cual haya tirado por el camino
que su razón y sus sentimientos le dictasen. La nota exótica la pone el
chino, aunque a decir verdad, aquí los chinos cada vez son ya menos
exóticos. Empiezan a estar más vistos que una procesión extraordinaria.
Hablando de procesiones, he aquí la verdadera razón que nos trae hasta
este rincón de Sevilla, puro barrio aunque a dos manzanas del centro
histórico.
Desde
que la hermandad del Polígono de San Pablo se incorporó a la nómina de
la Semana Santa, la calle Venecia pasó a formar parte de ese largo
elenco de calles, más bien tirando a feas, que una vez al año sirven de
paisaje para una cofradía. Un paisaje, evidentemente, no labrado a
propósito, pero que en cierto modo se acomoda al discurrir de la
procesión, de suerte que hasta puede resultar hermoso verla pasar por
ella.
Sevilla
ha sido muchas veces comparada con Venecia. Desde luego, la belleza de
ambas fue siempre equiparable. La diferencia es que Sevilla ha hecho
todo lo posible por quitársela de encima y Venecia, no. Así pues, la
equiparación ya no puede ser tanta como antiguamente. Y Sevilla, que
tendría que reconocer sus errores, en lugar de eso se empestilla en el
yerro y encima se enfada cuando le dicen que ya no es tan bonita como la
Perla del Adriático. Qué le vamos a hacer. Mas, su venganza fue
terrible.
En
el paseo del Rey Juan Carlos I (alias la vera del río en la calle
Torneo) subsisten desde hace lustros los restos mortales de una fuente
que en cierta ocasión fue de cristal. Nos la regaló Venecia con motivo
de la Exposición Universal de 1992. La fuente, como es natural, duró dos
días. Una cosa de cristal, en medio de la calle y sin protección, en
Sevilla… pues ya me dirán ustedes.
Esa cruz gamada pintarraqueada en la fuente podría haberla firmado Ibáñez el de Mortadelo y Filemón.
Tras el primer destrozo, la fuente
fue reparada, pero no tardó demasiado en volver a ser víctima de la
analfabeta barbarie del niñaterío local. Del niñaterío y de los padres
del niñaterío, que son casi peores. Desde entonces, igual que ayer
permanece, un impresentable redondel de cemento recuerda dónde estuvo la
fuente veneciana, para nuestro escarnio.
No quedó ahí el arrebato
envidioso de Sevilla. Ese, digamos, fue el remate. Antes había sido el
rotular una calle de las que en su día fueron consideradas ‘modernas’
con el nombre de la ciudad de los canales. Entre José Laguillo y Filpo
Rojas. Desde la zona de influencia de la Puerta Osario hasta San José
Obrero discurre la calle Venecia. Una de sus bocacalles, la más
estrechita y oscura, sin salida por demás, lleva el nombre de Florencia;
otra de las ciudades cuya cuidada belleza supone un agravio para
Sevilla.
Arquitectónicamente,
la calle Venecia carece por completo de interés. No hay nada en ella
digno de mención. Bloques de pisos y ya está. Bueno, el colegio San Juan
Bosco, donde estudiaba la infortunada Marta del Castillo. Su fisonomía
es tristona y fea. Tiene, en cambio, la ventaja de un animado ambiente
comercial; del estilo del que tienen calles de barriadas como Marqués de
Píckman en la Ciudad Jardín, Conde Halcón en Pío XII o Santa Cecilia en
Triana, o lo que sea aquello, porque Triana es desde hace tiempo una
entelequia parecida a la del cine Rialto. Una palabra que da nombre a
algo que no existe. Pero esa es otra historia.
Además
de ese ambiente de bulle-bulle por las mañanas, de señoras con
carritos, escolares con mochilas, jubilatas de paseo y aficionados al
cerveceo de mediodía (no se pierdan Los Cantillos, a la vuelta de la
esquina de San Juan Bosco), la calle Venecia tiene, como Cardenal
Cisneros y Virgen de los Buenos Libros, dos buenas hileras de naranjos.
Y
en esta época del año, como dice el anuncio de los toldos, esos
naranjos están trabajando a pleno rendimiento en la producción de
azahar. Eso hace que la cosa cambie del todo. Porque, envuelta como
ahora se nos muestra en el aroma que desprende su naranjal, la calle
Venecia parece otra cosa. Está como esperando que por ella pase esa
cofradía que el primer Lunes Santo que la atravesó operó en ella algo
parecido a lo que este domingo contaba el Evangelio: una
transfiguración.
Ciertamente,
la cofradía del Polígono tiene experiencia en ese tipo de efectos.
Desde hace años, ya venía operando una metamorfosis terapéutica en las
calles de su barrio cada vez que lo recorría. Ahora ese efecto se
extiende a lo largo de todo su hormigonero recorrido a través de
barriadas de bloques con soportales. De ese milagro es paradigma esta
calle que, gracias a la cofradía, compone, aunque sea una vez al año,
una estampa digna del nombre que lleva en sus esquinas.
Se publicó en El Mundo de Andalucía el 21 de marzo de 2011
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