lunes, 16 de enero de 2012

HERODES VIVE

LAS OTRAS SETAS DE LA ENCARNACIÓN (IV)



Cuando, hace ya mucho tiempo, le pusieron ese nombre, también en algún sitio quedó escrito el fatídico destino estético de esta calle, donde se viene perpetrando una cruel masacre. Inocentes, la llamaron. Esta vez no son niños, sino casas; mas también tienen alma.



Edificio perpetrado por el Ayuntamiento de 'Progreso' (Psoe-IU) para pabellón deportivo.


Prometimos volver y aquí estamos de nuevo. Dejamos atrás la esquina ominosa de San Luís, que lo es por los dos flancos, y nos adentramos en lo que alguna vez fue una calle de un barrio sevillano con raíz y trama mozárabe. Hoy es otra cosa, la consecuencia de una razzia arquitectónica perpetrada por ese ángel exterminador que llaman modernidad y su cómplice, el maléfico demonio de la moda. Nadie se extrañe de esta alianza, aparentemente anti natura, pues los demonios también son ángeles. Caídos, pero ángeles. Aunque aquí lo que de verdad se cae es el alma a los pies al comprobar en qué están convirtiendo este lugar que en cualquier ciudad medianamente culta del mundo se habría preservado con mimo y veneración, pero que en Sevilla han transformado en una máscara horrenda, como suele ocurrirle al rostro de esas personas que se entregan compulsivamente a la cirugía estética. A base de querer regenerarla, rejuvenecerla y modernizarla sometiéndola a intervenciones para implantarle prótesis arquitectónicas de último grito, la fisonomía de la calle se ha acabado convirtiendo en otra cosa, distinta e irreconocible, que hace poner el grito en el cielo a cualquier persona sensible. Definitivamente, el gusto y la creatividad de los arquitectos no puede estar por encima de todo. Como tampoco pueden tener patente de corso ni impunidad a la hora de dictar sus veredictos los sanedritas de la Comisión de Patrimonio, siempre tan blandos con las espuelas y tan duros con las espigas. A los primeros hay que recordarles, una vez más, que no son más que técnicos, especializados pero técnicos, no artistas ni creadores. Lo será uno o dos, pero no todos los que salen de la Escuela de Arquitectura. Le Corbusier no hubo más que uno, gracias a Dios. 

 Inocentes, 6. Juzguen ustedes.

Todavía no lo hemos dicho, la calle se llama Inocentes. Y en su nombre parece llevar escrito este triste y descorazonador destino. Quizá alcancemos a comprenderlo mejor sabiendo que antes de llamarse inocentes llevó el nombre de Callejón de los Locos.
Lo cierto es que la matanza de los Inocentes continúa, cierto que sin la pulsión carnicera del rey intruso de Judea, sino más bien siguiendo los sádicos métodos del doctor Mengele. Lentamente, recreándose en el artificial proceso de metamorfosis con el objeto de mejorar la raza y destruir los seres considerados imperfectos. Aquí los inocentes no son niños recién nacidos, sino viejas casas, pero éstas, como aquellos, también tenían alma, rostro, piel. Y también tenían una historia que ya nadie podrá saber jamás porque sus restos acabaron amontonados en una escombrera perdida. Su lugar ha sido ocupado por fríos edificios sin alma, construcciones replicantes, confortables y domóticas, con aparcamiento subterráneo, preinstalación de aire acondicionado, cierres climalit y griferías monomando, pero sin nada que ver con el lugar donde han sido levantadas. En cierto modo, son edificios invasores que vienen a crear un nuevo orden, a rematar lo que está muerto.
En el número 6 de la calle Inocentes tenemos un rojo ejemplo de cuanto decimos. Arquitectura sevillana, arte mozárabe, tradición, ¿qué diablos tiene que ver con todo eso este edificio de pisos que las autoridades han permitido levantar ahí? Nada en absoluto. La pregunta brota entonces de forma espontánea una vez más. ¿De qué sirven todos esos catálogos de edificaciones protegidas, toda esa normativa que a un particular le impide colocar en según qué zonas del casco histórico una placa solar en la azotea de su casa porque rompe la estética? ¿Acaso no la rompe este edificio, por muchos que puedan ser sus méritos técnicos desde el punto de vista arquitectónico? ¿Qué aporta esa construcción, claramente transportable a Sevilla Este o cualquier otro barrio de fuera del centro de la ciudad?

 El centro de salud de la esquina con San Luís. La contribución de La Junta.

El discurso que justifica este tipo de intromisiones en la arquitectura tradicional de Sevilla sostiene que las ciudades no pueden anquilosarse, que deben evolucionar y cada generación ha de hacer su aportación. Un discurso impregnado de autoestima y, en cierto modo, soberbio, porque viene a equiparar las modas de cada momento con lo que se ha venido decantando a lo largo de los siglos hasta convertirse en clásico. Se trata de una mera opinión que algunos pretenden convertir en ley. ¿En virtud de qué obligación es necesario levantar un adefesio moderno al lado de un edificio histórico? Es cierto que todos los edificios históricos fueron alguna vez modernos, pero lo importante no es lo moderno sino la calidad. Y de la calidad forma parte la estética, cuya homogeneidad debe preservarse.
El defensor ultra de la modernidad (ese que apoya las setas, la torre Pelli y todo lo que se pueda hacer que suponga un trauma –hito en su jerga- para la estética de la ciudad) recomienda con cierta displicencia a quienes no opinen como él que viajen. Viajando, dicen, se quita la incultura. La de ellos, por lo visto, no. Porque viajando también se aprende que existen ciudades, las más importantes, que han sabido mantener intacto su patrimonio arquitectónico y también supieron reservar un espacio para la arquitectura moderna, esa sobre la que el tiempo habrá de decidir si se convierte en clásica o no. Evidentemente, no es el caso de Sevilla, donde Herodes sigue vivo y matando Inocentes.

Se publicó en El Mundo de Andalucía el 24 de enero de 2011.

jueves, 12 de enero de 2012

EN LA CIMA DE LA MONTAÑA HUECA

Esto va a ser una excepción. Literal. Absoluta. Porque los rincones que hoy vamos a recorrer no forman parte de nuestro paisaje cotidiano. Por desgracia. Para nosotros y para ese paisaje que, por desconocido, es ignorado. A pesar de estar en el centro del mundo. 







Durante siglos, fueron muy pocos los privilegiados que pudieron aventurarse a través de los intrincados entresijos del laberinto que esta tarde nos han invitado a descubrir. A lo largo de años y años, las piedras que nos aguardan no han recibido más visita que la del viento, más caricia que la del sol ni otra mirada que la escrutadora pero perdida de los cernícalos que desde tiempos inmemoriales anidan en ellas. La soledad se hizo dueña de este lugar mientras a sólo unos metros estallaba el fragor de la vida. Pasaron epidemias, fiestas, guerras, calamidades, triunfos, celebraciones, nacimientos, muertes, bodas y divorcios, pero aquí arriba, a medio camino del cielo, reinaba el silencio; un silencio eternal y majestuoso, tan sólo roto por el volar de las aves y el sordo crecer de la verdina y el musgo que se abrían paso entre los intersticios de los cantos, entre los rígidos pliegues de las monstruosas gárgolas. Una puerta se ha abierto, descubriendo tras ella la oscuridad inmensa de la Catedral. La tarde está cayendo, al día le quedan apenas un par de horas de luz. Algo inexplicable nos hace saber que nuestra vida ya no será la misma después de haber cruzado esa puerta. Que estamos a punto de vivir una de esas experiencias que nadie olvidará mientras viva.



Hace muchos siglos, unos clérigos visionarios y excéntricos, concibieron, proyectaron, promovieron y verificaron la construcción este edificio a mayor gloria de Dios. Indudablemente, sabían que lo colosal de la obra los haría pasar a la Historia. Mas desde el primer momento supieron que lo harían no como santos, sino como locos. Esa fue la prueba irrefutable de su indiscutible grandeza. La dimensión de su idea era tal que sabían desbordaba por completo cualquier posibilidad de que la ignorancia del común fuera capaz de aquilatar el valor que tendría. ‘Fagamos una iglesia tal e tan grande, que los que la vieren nos tomen por locos’. Es justo aquí arriba, donde se aquilata en su exacta medida la locura de aquellos hombres.



En un rincón de la Sacristía de los Cálices hay una puerta medio escondida que da a una pétrea escalera de caracol, la cual se proyecta hacia las alturas por un estrecho cañón. A través de ella nos aventuramos. Después de un número incierto de vueltas, y cuando la claustrofobia está a punto de aparecer, una puerta metálica se abre liberándonos. Primera estación. Las azoteas del lado sur de la Catedral componen un escenario que se antoja el de una ciudad medieval. Callejuelas, arcos, recovecos… en el suelo aún permanecen las marcas usadas para guiarse por los cristaleros que en el siglo XVI labraron las vidrieras de la Catedral. Otra pequeña puerta –todo el laberinto está lleno de pequeñas puertas que dan a lugares inextricables o a precipicios- conduce al primero de los triforios, los balcones interiores de la Catedral.





Ahí abajo está el monumento a Colón. El vértigo pellizca en el estómago. Mas, desde aquí se advierte que mucho más arriba hay otro triforio. ¿Cómo será entonces el pellizco, cuando en ese lugar sintamos sobre nuestras cabezas la inmediatez de las piedras de las bóvedas más altas? El siguiente trayecto conduce hasta ellas. De nuevo nos adentramos en una escalera de caracol, y luego en otra hasta llegar a lo más alto. En 1930, un cristalero que intervino en la restauración de una vidriera dejó aquí su nombre grabado en una piedra. Parece como si lo hubiera hecho ayer. Ahora estamos a los pies de la nave central. Bajo nuestra mirada cenital, discurre el ir y venir habitual de cualquier tarde en la Avenida. Turistas, camareros, ciclistas, paseantes, conductores de tranvías y hombres-estatua componen una marabunta que se desliza ajena por completo a cuanto ocurre sobre ella, aquí en lo alto. Sobre nuestras cabezas siguen planeando los cernícalos pero también los cuervos que anidan en el Patio de los Naranjos. Seres espectrales y misteriosos. Toda catedral ha de tener sus fantasmas y estos cuervos son sin duda los fantasmas de la catedral de Sevilla.

Las ondas de las bóvedas se reflejan en este punto como si fueran el fósil de un mar encabritado. Al caminar sobre ellas es imposible no pensar en qué hay debajo, cuarenta, cincuenta metros de caída libre. Estamos caminando sobre la nave central, posiblemente sobre el coro. Sobre nosotros se recorta imponente la Giralda, victoriosa de todas las batallas que sostuvo contra aquellos clérigos locos. Lo único que no fue capaz de lograr su locura fue elevar un cimborrio más alto que ella. Todos los que se levantaron se fueron derrumbando sistemáticamente, como si una maldición los persiguiera. A través de aquí llegamos a la cúpula de la Capilla Real, por el camino hemos visto azulejos, arbotantes, pináculos, cientos, miles de piezas labradas piedra a piedra, minuciosamente por canteros y alarifes desafiando la ley de la gravedad y la del tiempo. Hasta ahora no lo habíamos comprendido. Sí, aquellos hombres estaban locos, no cabe la menor duda. Hacer esta obra fue una empresa de locos. La Historia no podría juzgarlos de otra manera. Es demasiado maravillosa, demasiado perfecta, demasiado grandiosa para ser verdad. Para estar en Sevilla. 




Mas, aún nos resta una puerta por franquear: la puerta que da a la rampa novena de la Giralda. La noche está cayendo, el sol hace rato que se perdió tras los cabezos del Aljarafe y se han encendido ya los focos que iluminan, dorando, el esplendor pétreo de la iglesia mayor. Ha llegado el momento de iniciar la ascensión definitiva. Llegamos al cuerpo de campanas, desde donde contemplamos la ciudad, comprobando que aún conserva esa belleza que algunos se empeñan en destruir. Desde aquí también se ve un estrambote de madera que alguien, con osada ignorancia, definió como la nueva catedral de Sevilla.



Pero no nos quedamos ahí. Subimos hasta las azucenas, donde la noche nos sorprende. Hasta aquí arriba llega el estrépito de la ciudad. Ruido de coches, eco de voces y, cómo no, una banda de cornetas y tambores que ensaya junto al río. Una alfombra de luces se extiende a nuestros pies mientras en el cielo se enciendan las estrellas. Pero la escalera sigue más arriba, hasta el cuerpo del reloj, donde aún está la vieja matraca que antiguamente convocaba a los cultos cuando en los días de luto de la Semana Santa no podían sonar las campanas. Uno de los pilares que sostienen el pináculo que remata la Giralda está hueco, en su interior, una escalera metálica lleva hasta los pies del Giraldillo, pero éste se ha movido impulsado por el viento de poniente mientras un martillo golpea nueve veces la campana más vieja de la torre. La ajada campana del reloj. Es la hora del descenso, de volver a una realidad que para nosotros ya no volverá a ser la misma después de haber pisado la cima de la montaña hueca.




Las bellísimas imágenes que ilustran este reportaje son obra de Antonio del Junco.

Se publicó en El Mundo de Andalucía el 17 de octubre de 2011
  

AUTOR, AUTOR

 Las otras setas de la Encarnación III


Tranquilos, no sucumba a la ira la carcundia y amanse sus ignorantes impulsos. Dele tiempo a esta genial aportación, pues a fe que los años habrán de consagrarla como la obra que, al cabo de cuatro siglos, convertiría en monumento un feucho edificio del siglo XVII.


 El Hospital de los Viejos por detrás.


 El Hospital de los Viejos por delante.


El Duque de Segorbe cuenta de cierto señor, amigo suyo, que, un poco harto de los arquitectos modernos, ha adoptado la costumbre de incorporar a sus pensamientos y oraciones de antes de irse a la cama un último recuerdo para la madre de Le Corbusier. Concretamente, se caga en ella, dicho sea con perdón y con nuestros respetos para la susodicha señora, que en gloria estará, pues la pobre seguramente no tuvo toda la culpa de que el hijo le saliera así de creativo e influyente.
El caballero del irritado y escatológico recuerdo para la señora madre de Le Corbusier es, evidentemente, una excepción, pues a la luz de las abundantes pruebas que a lo largo de estos últimos años nos viene brindando nuestro paisaje cotidiano, a buen seguro que deben de ser bastantes más quienes antes de abrazarse a Morfeo, en vez de cagarse en su madre, se encomienden al gran pope de la Arquitectura Moderna. Particularmente, sospecho que eso tiene que suceder bastante entre las promociones de ‘creadores’ que van surgiendo de nuestra Escuela de Arquitectura, donde parece exigirse pleitesía y vasallaje a las teorías del arquitecto franco-suizo antes de expedir un título.
Como ejemplo de ello, vamos a ofrecer hoy la ‘rehabilitación’ (sic), del antiguo hospital de San Bernardo, vulgo de los Viejos, situado entre las calles Amparo, Viriato y Viejos (a la que de nombre), justo en la frontera de los barrios de San Juan de la Palma y San Martín. Un edificio del siglo XVII, propiedad de una hermandad de sacerdotes venida a menos, que, tras una largo y sombrío olvido y otro largo y no menos sombrío proceso burocrático, ha sido reconvertido en lo que durante muchos años fue: residencia de personas mayores. Viejos, o sea.


 Fachada hacia la calle Viejos, al fondo a la izquierda está el 'desaguisado'.

La historia del Hospital de los Viejos se remonta nada menos que a 1355, concretamente el 20 de julio de aquel año sería fundado en la collación de Santa Catalina. Allí estaría hasta 1395, en que se traslada al lugar donde actualmente se halla, ocupando las casas que una institución similar le había cedido. Aquellas casas serían sustituidas en el siglo XVII por un edificio de nueva planta que es el que actualmente se conserva, lo de se conserva es un decir.
Antiguamente, el edificio estaba conectado mediante un arco y un pasadizo subterráneo con otro de la calle Viejos donde residía el administrador de la residencia. Una casa que el Arzobispado, haciendo alarde de lo escasamente dotados que suelen estar los curas para los negocios, le cedió a la empresa Terrats como pago en especie por las obras que había realizado para transformar el edificio en un centro de día. Esto fue en los años setenta del siglo pasado, que es cuando comienza la larga historia de intentonas para rehabilitar el edificio. El caso es que Terrats había presentado una factura desmesurada que ni la Iglesia ni el Ministerio de Trabajo tenían con qué pagar. La primera lo acabaría haciendo con el citado edificio, al que la constructora le sacó unas perras. Eso sí, las obras que tan caras se pagaron no sirvieron para terminar la rehabilitación.
Mientras tanto, el edificio siguió abandonado. Aunque hasta cierto punto. No de ancianos, pero sí servía como residencia a yonkis y gatos callejeros. Lo malo es que empezaba a correr peligro de que la ruina acabara con él. En ese plan se lleva veinte años, hasta que la hermandad de la Divina Pastora, frustrado su intento de hacerse con la propiedad del templo donde históricamente había residido, la iglesia de Santa Marina, que fue cedida por el Arzobispado a la cofradía de la Resurrección, recibe en contraprestación la capilla del antiguo hospital de los Viejos. La hermandad la rehabilita y mantiene de forma decorosa, si bien, el resto del edificio permanecería en su desvencijado estado unos años más.

 Fachada hacia la calle Viriato
Y llegamos, por fin, al momento glorioso en que, desbloqueados todos los trámites, la Junta de Andalucía da vía libre a la intervención que permitirá rehabilitar el edificio y devolverle, actualizado, su uso primigenio: servir como centro de día para personas de la tercera edad. Es aquí cuando surge la figura cumbre, genial y definitiva del creador que va a hacer la gran aportación que necesitaba este edificio para poder ser tomado en serio alguna vez. Tras cuatro siglos de inanidad arquitectónica, una construcción que originalmente no debió de tener más pretensión que la funcionalidad y, si acaso, contaba con alguna aportación de barroco tardío que despreciará el erudito José Gestoso, va a ser elevada a la categoría de monumento por uno de nuestros más conspicuos epígonos de Le Corbusier: Juan Pedro Donarie. Encargado por la Consejería para la Igualdad del proyecto básico, la ejecución y la dirección de las obras de rehabilitación del antiguo hospital, este émulo de Sebastian Van Der Borcht, o mejor, como si de un nuevo Ludwig Mies Van der Rohe se tratase, determina dotar al viejo y obsoleto edificio de una portada rompedora, pues para eso y no otra cosa están las puertas, para romper las paredes. Nada de pastiches, nada de adecuarse al entorno ni mucho menos el edificio sobre el que se actúa. Ahí va eso. Obviamente, la Comisión de Patrimonio no podía negarse a una genialidad de ese calibre, aunque después de esto quedase ya definitivamente claro que la Comisión no sirve para nada y debe transigir con todo. 



 Dos imágenes, a cual más escalofriante, de la aportación de Donaire al edificio
Pero es que Donarie es un arquitecto de prestigio acrisolado, como demostró en el hotel EME de la calle Alemanes, al que incorporó la última moda de un movimiento que podríamos llamar Naturalismo Sin Prejuicios: el cuarto de baño integrado en la habitación. Lo cual no deja de ser una buena fórmula para que quien lo desee pueda, antes de irse a dormir, cagarse en la madre de Le Corbusier a la vista de todo el mundo. O, al menos, de quien lo acompañe en la habitación.


Se publicó en El Mundo de Andalucía el 3 de enero de 2011