Hace unos años eran todavía una seña de identidad de la
ciudad, pero hoy las clásicas tabernas sevillanas están en vías de extinción. Las pocas que van quedando son, por eso, lugares de peregrinación donde los
parroquianos ya no observan la naturalidad de antaño. Temen que mañana ya no
exista. En la Campana resiste una de las últimas, La Goleta, gracias a una
hermosa historia de amor filial que la ha hecho impasible al acoso de los
especuladores.
Sólo los sevillanos cabales, los policías locales, los
carteros y los repartidores de la Cruzcampo (y quizá no todos) saben con
certeza en qué lugar de Sevilla se cruzan las calles Santa María de Gracia y
Vargas Campos. Para quienes no se encuadren en los citados grupos, o sean una
excepción en cualquiera de ellos, diremos que la esquina en cuestión se halla
en lo más recóndito de la Campana. Justo detrás de la antigua confitería, en un
recodo de callejones oscuros, envueltos por un halo de clandestinidad que los mantiene
al margen del bullicio que en las horas comerciales impera en la zona.
En la escueta confluencia de las dos estrechas callejas
antes mentadas está La Goleta; una taberna de las de mostrador de madera,
zócalo de azulejería trianera, bocoyes
empotrados en la pared, vino blanco y plato de ‘artamuces’. Tiene cincuenta
y cinco años de historia. De acuerdo que una nada comparados con los tres
siglos del Rinconcillo, pero tan bien aprovechados que le hacen rezumar solera
por esos sus cuatro costados, más anchos que largos, entre los cuales el tiempo
creó una vaporosa atmósfera amarilla que bien pudiera haber sido la que rodeara
el rincón tabernario de aquellos compadres de Núñez de Herrera que veían la
Semana Santa a través del caleidoscopio de las cañeras de manzanilla. Porque
también aquí, estando como estamos en plena Campana, la Semana Santa no se ve,
sólo se presiente.
La realidad es que Núñez de Herrera llevaba ya varios
lustros muerto cuando llegó a Sevilla la gente huelvana de Manzanilla para
abrir tabernas y hacerle la competencia a los montañeses que habían bajado a
Sevilla para la Exposición del año 29. Uno de ellos fue Francisco Gutiérrez,
que no se conformó con una y abrió una cadena de tascas, repartiéndolas por el
Muro de los Navarros, Santa María la Blanca y la calle Mateos Gago. En 1951 se
abrió La Goleta, que fue llamada así en recuerdo de la viña de Manzanilla donde
la familia criaba el vino blanco que vendía en sus establecimientos. La nueva
taberna fue puesta a nombre de la nieta del fundador, Eduarda Gutiérrez, que la
pasó luego a su hija. El marido de ésta, Miguel Pérez Escobar, sería el
encargado de regentarla durante la mayor parte de su historia hasta su
fallecimiento, ocurrido el año pasado.
Miguel Pérez fue precisamente quien colgó en el
establecimiento el peculiar barómetro que anuncia el tiempo a sus parroquianos:
un despelucado rabo de toro. Lo cortó una tarde en la Maestranza con Pepe Baquet,
el niño de los toriles, y lo puso en el testero principal de la taberna, frente
a la puerta que da a la calle Vargas Campos. Alguien le había dicho que si lo
hacía así, el rabo de toro anunciaría la lluvia cuando el viento del Oeste lo
moviese. Ciencia exacta, señores. Ya saben lo que tienen que hacer los del
Consejo de Cofradías en las tardes inciertas de Semana Santa: ir a La Goleta y
mirar el rabo, si se mueve un pelo, a quedarse en la iglesia y vía crucis que
te crió.
El fallecimiento del tabernero colocó tras la barra de forma
inopinada a su hijo Miguel Angel, un joven de veinticinco años, profesional de
la enfermería, que se esfuerza por compatibilizar su trabajo con mantener
abierta la tasca. Para ello, echa mano de amigos o de lo que sea. El caso es no
cerrar; por esos bocoyes de vino que antaño se vaciaban dos veces por semana
corre su sangre y para él son sagrados. No sabe el servicio que presta a la
ciudad, o sí. Que La Goleta exista hace que exista un modo de vida que poco a
poco tiende a desaparecer. ¿Dónde se iban a tomar la copita los del banco a
mediodía? ¿En el Mc Donalds? ¡Venga hombre!
La seña de identidad de la taberna, ya lo hemos dicho, es el
vino, que allí se beben hasta los mosquitos, a disposición de los cuales hay de
forma permanente un catavino lleno sostenido entre dos venencias en el frontal
de uno de los barriles. La tapa de la casa son los caracoles, que son
anunciados en una versión gasterópoda del escudo del Betis; porque los
taberneros de Manzanilla son mucho del Betis. Que se lo pregunten al Perejil,
que es primo de los Gutiérrez (por más que este apellido se les haya ido
atrasando en el árbol genealógico a los actuales taberneros).
Además del vino, los parroquianos habituales beben cerveza,
por lo general, de botellín. También la hay de barril, pero vayan ustedes a
saber por qué, ellos prefieren el botellín. Uno de ellos señalaba el letrero
del servicio. ‘Es lo que más me gusta de la taberna; parece un azulejo, pero es
una tablilla pintada’, explicaba exigiéndonos asombro.
Esta parte del mundo, que alguna vez fue un emporio para los
alcoholistas (así llamaba Silvio, habitual del lugar, a los aficionados a
trasegar) se ha reducido a franquicias. Lo primero en caer fue el Café
Variedades, hace ya mucho tiempo. Luego, también hace mucho, vino el Café de
París; después el bar de Pepe Pinto y por último el Tropical, que ese sí lo
conocimos. De suerte que La Goleta es lo único clásico que nos queda, y lo hace
a duras penas. Cada día, su dueño recibe una oferta nueva por el local. De
momento, no se vende. Pero sólo de momento. Aprovechemos pues la coyuntura y
llenemos a diario La Goleta, que sólo el dios Baco sabe hasta cuándo podremos
hacerlo.
vaya arte mi arma,yo de chica iba ,ya que mi padre era el maitre del hotel Biarritz,y claro habia una puerta que le decian falsa,por donde salia el personal,y yo en recuerdo de mi padre de vez en cuando no soy cartera ,ni repartidora pero algun dia señaalo de viacrucis como dices voy por alli .Gracias Juan Miguel por seguir recordando estas cosas tan nuestras tan de sevilla tan de gente rancia como te gusta decir.
ResponderEliminaraqui con mi mujer y el cura hice yo el ensayo de mi boda
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