domingo, 4 de marzo de 2012

LA PLAZA DE LA GAVIDIA




SOBRE HÉROES Y TUMBAS

Hoy se cumplen setenta y cinco años del comienzo de la Guerra Civil española. En cierto modo, todo aquel desastre empezó exactamente aquí; en esta plaza de Sevilla que rezuma derrota por todas partes. Era la hora del almuerzo de un tórrido sábado de verano.




Daoiz, desde su inmortalidad de bronce, no pudo verlo entrar en el viejo edificio de Capitanía, porque, tal y como estaba planeado, lo hizo por la puerta de atrás. La que da a la calle Jesús del Gran Poder, que entonces se llamaba, como antaño, Palmas. En el siglo XVI, Luis de Peraza cuenta en su ‘Historia de Sevilla’ que recibió tal nombre por las que en sus aceras hubo plantadas y que, habiendo sido taladas, la gente usaba los muñones que de sus troncos quedaron como bancos para sentarse a descansar.
En el bolsillo del pantalón de su uniforme de general llevaba una pistola Walther del 7,65. Su favorita. Puede que todavía no fuera la una y media de la tarde. Había salido a la una y cuarto del hotel Simón, donde se hospedaba, ubicado en la calle García de Vinuesa, y el coche en el que lo llevó su ayudante Alfonso Carrillo Durán no pudo tardar más de diez minutos en cubrir la distancia que mediaba entre el Arenal y la Gavidia. Por aquel entonces no había peatonalización que lo impidiese, por más que la mayoría de la gente fuera andando a todas partes. El caso es que allí estaba, entre la penumbra, decidido a jugárselo todo a una carta. A vida o muerte. 

 Queipo de Llano rodado por sus compañeros de sublevación el 18 de julio de 1936 en Sevilla.


El general Queipo de Llano estaba resuelto a tomar el mando de la Capitanía General de Sevilla. Y lo hizo. Encerró en un despacho a sus mandos y, junto a un grupo de conjurados, puso en marcha el levantamiento militar que acabaría, a sangre y fuego, con la aventura de la Segunda República. La Guerra Civil española; la última guerra civil española, acababa de empezar.



Tres cuartos de siglo después, el edificio donde tuvieron lugar aquellos hechos es la sede de la Consejería de Gobernación y Justicia de la Junta de Andalucía; toda una paradoja. Aunque la vida no deja de ser una larga sucesión de paradojas. La plaza de la Gavidia es, en sí misma, una particularmente triste, pues en ella se rinde homenaje a grandes derrotados. El kilometro cero de esa gran derrota nacional que fue la Guerra Civil española está presidido por una estatua de Luis Daóiz, héroe de una batalla perdida, la del 2 de mayo de 1808 contra las tropas invasoras de Napoleón Bonaparte. Luis Daoiz nació precisamente en esta plaza, en una casa que ya no existe. Una monumental lápida recuerda una cosa y otra junto al decimonónico edificio, antaño sede del poder militar y hoy en día del civil que se levanta en uno de sus laterales, oculto, como queriendo pasar desapercibido, entre matas de jazmines. Fue al colegio de San Hermenegildo, luego cuartel, que naturalmente tampoco existe hoy en día, y se hizo artillero. El resto, ya lo sabemos.

 Detalle del monumento a Daoiz, de Antonio Susillo. Relieve sobre los sucesos del 2 de mayo.


La estatua de Daoiz, con su imponente pie que sobresale del pedestal, así como los relieves que adornan a éste, son obra del escultor Antonio Susillo, otro gran derrotado. Hombre genial y, como suele ser habitual en esta ciudad, en absoluto valorado en la medida que sería justo de acuerdo a los méritos que tan sobradamente demostró. Su tormentosa existencia, que tanto arte proveyó a Sevilla, tuvo un dramático punto y final en San Jerónimo junto a la orilla del Guadalquivir, donde se descerrajó un tiro. Ya hablamos de aquello cuando contamos su historia al visitar la calle que lleva su nombre y en la que también estuvo el taller de otro gran escultor, Antonio Illanes, que por supuesto también fue víctima de la piqueta.
La plaza de la Gavidia lleva la derrota hasta en su nombre. Una derrota, en este caso, ortográfica, pues en realidad debería llamarse Gaviria, el apellido de una familia de noble linaje que había residido en ella y que le dio nombre desde 1704. Esta errata fue entronizada en el nomenclátor hispalense el año 1931, cuando se le cambió el nombre a la plaza por última vez, después de que en 1862 se le cambiase el nombre de Gaviria por el de Infante Don Felipe, en honor del hijo de los Duques de Montpensier, y en 1868, se le rebautizara con el apellido Calatrava en honor del político liberal José María de Calatrava.

 Sobre el fondo del edificio 'setentero', el monumento a Daoiz. Descubran la pelota 'embarcada' entre las piernas del prócer.


 La plaza de la Gavidia también sufrió la derrota en sus muros. En los propios y en los aledaños. Ninguna de las dos casas que Collantes de Terán y Rodriguez Estern recogen en su vademécum de arquitectura civil sevillana siguen en pie. Ambas fueron sustituidas por mamotretos setenteros de corte genuinamente provincianos.

La cruz de guía del Gran Poder llegando a la Gavidia.

Hay un último derrotado del que aún no hemos hablado que también pasa una vez al año por esta plaza dedicada a héroes que no ganaron ninguna guerra. Es un hombre que camina bajo el peso agobiante de un madero y lleva la vista, aparentemente perdida. Ese derrotado es, empero, la última esperanza para muchos otros a quienes también persigue la desgracia. Un hombre que al pasar por la Gavidia persigue el amanecer. Tras él llega la claridad de un nuevo día, eso es precisamente lo que buscan quienes le salen al paso y cruzan con él la mirada. Quizá sea a él a quien debamos pedirle que nunca más vuelva a haber un mediodía como el de aquel sábado de hace justo hoy setenta y cinco años.

Se publicó en El Mundo de Andalucía el 18 de julio de 2011

miércoles, 15 de febrero de 2012

ASI SE CARGABAN SEVILLA

De forma casual he hallado en Internet unas fotos que ellas solas y sin apenas ayuda de texto alguno cuentan la historia del crimen que a mediados de los años cincuenta se cometió con la calle Imagen. Una modernez de la época que la ciudad, medio siglo después, todavía no ha sido capaz de asumir (la mayoría de los sevillanos está de acuerdo en que la calle Imagen puede ser una de las más feas del mundo). La que a continuación narran estas fotografías es la crónica de un asesinato patrimonial que debería servir como llamada a las conciencias de quienes en los tiempos que corren perpetran o dejan perpetrar fechorías similares. La Torre Pelli sin ir más lejos.


La plaza de la Encarnación hacia 1920. Foto Sánchez Pando.




Plaza de la Encarnación, primeros años cincuenta del siglo XX. Foto Serrano.

Calle Imagen, hacia 1950. Foto Serrano.


Otra fotografía del tranvía por la calle Imagen en la misma época. Foto Serrano.

La suerte está echada. Foto Serrano.





Diciembre de 1955, los derribos van a empezar. Foto Serrano.


Máxima expectación. Foto Serrano.

  El Marqués del Contadero, alcalde de Sevilla, recorre la calle condenada. Foto Serrano.
 El mal ya está hecho. Foto Serrano.

Así se abría paso la modernidad entre la 'Sevilla rancia'.

 El adefesio va tomando cuerpo. Foto Serrano.

Consumatum est. Foto Serrano.

No hay mucho más que decir. Sólo recordar que estas cosas se siguen haciendo en Sevilla.

lunes, 13 de febrero de 2012

LA PLAZA DE SAN MARTIN

ENTRE LA GLORIA Y EL PURGATORIO


Unos extemporáneos y enigmáticos azahares, florecidos el día de Epifanía, nos han traído hasta la plaza de San Martín, cuya iglesia podría guardar el gran enigma de la Semana Santa de Sevilla: un hombre del que no sabemos nada. Juan de Mesa y Velasco se llamaba.

La iglesia de San Martín en 1937.

¿Sabían que las imágenes más conmovedoras y devotas de la Semana Santa de Sevilla se labraron en una de las calles más sórdidas de la ciudad? No.  Seguramente no lo sabrán, porque de la vida del hombre que las talló lo único que se conoce es apenas un párrafo, siempre el mismo, que todos los historiadores del Arte hispalense, con alguna honrosa excepción, repiten como papagayos en esos libros que escriben con apariencia de obras sesudas, tan llenos de citas, siempre las mismas citas, una prosa empalagosa y fotos a todo color en papel cuché. Nadie o casi nadie, se ha preocupado por saber cuánto hay de verdad en esa breve sinopsis biográfica que sistemáticamente reiteran, ni tampoco por desvelar los misterios que en ella se plantean. A saber, ¿qué hizo desde su nacimiento en Córdoba hasta que cumplió los veintitrés años, demasiados como para entrar de aprendiz en el estudio de Martínez Montañés? ¿Cuál fue la verdadera enfermedad que lo llevó a la tumba con cuarenta y cuatro años? Y, sobre todo, ¿por qué no supimos nada de él durante tres largos siglos? Por supuesto, no sabemos nada en absoluto acerca de su aspecto. Ni siquiera está claro que los huesos que, según el sacristán de San Martín, se custodian en la cripta de la parroquia, guardados en una caja que lleva su nombre, sean en realidad los suyos.
Puerta de la iglesia de San Marín 'decorada' por 'artistas urbanos'.

 
Alguno lo habría tomado por un hecho sobrenatural, un milagro de Epifanía, pero que aquel naranjo estuviera cuajado de azahar un seis de enero era un suceso claramente obrado por causas naturales. Un invierno travestido de primavera es motivo suficiente como para provocar ese sencillo prodigio que, a su vez, suscita en las pituitarias más sensibles el ejercicio de la evocación, transportando los espíritus hacia el onírico y emocional país de las vísperas de la Semana Santa. Pero, milagro o no, que oliera a azahar el día de la Función Principal del Gran Poder fue un magnífico pretexto para salir en la persecución del fantasma del hombre que, labrándolo, fue capaz de mostrarnos en madera lo más parecido que en el mundo pueda existir al rostro de Dios.
El Señor del Gran Poder fue tallado en la sórdida calleja donde Mesa tuvo su taller.
(Foto Alvaro Pastor Torres)

A través de un laberinto de umbrías y húmedas callejas se llega hasta la plaza de San Martín. Aunque a primera vista no se note, se trata de un pequeño promontorio levantado en lo más intrincado de la ciudad. Las dendritas que parten de esta neurona urbana son las calles Cervantes, Viriato, Quevedo, Morgado, Saavedras y Divina Enfermera, éstas dos lo hacen describiendo una suave pendiente que delata la diferencia de altura entre esta collación y sus barrios aledaños de la Feria y la Alameda. La última de las calles citadas se llamó hasta hace unos años Lerena y en ella más que divinas enfermeras lo que había en abundancia eran humanas enfermedades; demasiado humanas tal vez. Sífilis, gonorrea y todo cuanto se contagiara como penitencia por pecar contra el sexto mandamiento. Ahora es otra cosa, pero hasta hace no mucho, esta callejuela que desemboca en la plaza de la Europa estaba todavía infestada de sórdidos burdeles, casas de putas de baja estofa, sitios en general poco o nada recomendables, a cuyas puertas, no necesariamente apoyadas en el quicio de la mancebía sino sentadas en sillas tapizadas de skay, aguardaban a la clientela y ofrecían sus servicios a quienes por allí pasaran las honradas y sacrificadas jornaleras del sexo de antaño. Mujeres derrotadas por la vida que, sin saberlo, ejercían el oficio más antiguo del mundo justo en el mismo sitio donde habían sido creadas las imágenes religiosas a las que aferraban las pocas esperanzas que aún pudieran quedarles.
Antes de llamarse Lerena, la calle Divina Enfermera se había llamado, precisamente por esa pendiente (o rampa, según en qué sentido se recorra) que describe, Costanilla de San Martín. En la Costanilla de San Martín fue donde tuvo su casa y taller el misterioso Juan de Mesa que apenas estuvo  diez años en activo como maestro trabajando por cuenta propia. Pero ni siquiera nos interesan esos diez años. Bastan dos, los que van desde 1618 a 1620. Porque en tan breve plazo de tiempo, Mesa revolucionó la escultura barroca sevillana, creando un canon que aún sigue vigente, y lo hizo tallando algunas de las más portentosas efigies religiosas de todos los tiempos, entre ellas, la más portentosa de todas: el Señor del Gran Poder. Pero de esa sórdida calleja del barrio de San Martín también salieron, por poner sólo tres demoledores ejemplos, el Cristo del Amor, el Cristo de la Buena Muerte y el Cristo de la Conversión. ¿Qué clase de genio tuvo que ser Mesa para en tan poco plazo ser capaz de concebir y crear una colección de obras de arte tan colosal? Ningún investigador ha logrado averiguar dónde aprendió ni como empezó, todos son suposiciones, hipótesis. Se sabe que Juan de Mesa se incorporó como aprendiz al taller de Martínez Montañés a una edad ya muy avanzada para ello. Y que esa fue precisamente la época en la que Montañés hizo sus obras más notables en las que, según Jorge Bernales, Mesa debió intervenir sin duda.

Panrámica de la actual calle Divina Enfermera, antigua Costanilla de San Martín.

Siete años después de creadas obras tan capitales, y habiendo realizado otras muchas más de igual mérito, Juan de Mesa murió de no se sabe qué. Se especula con que pudiera haber sido una tuberculosis, pero no es más que eso, una especulación. Tenía cuarenta y cuatro años, su muerte lo sería en todos los sentidos. Murió su carne, pero también su recuerdo. El nombre de Juan de Mesa se olvidó, se supone que, en principio, de forma interesada. Hay quienes culpan a Pacheco, el suegro de Velázquez, pero éste no es el único que lo ignora en sus crónicas. ¿Por qué? Nadie ha logrado saberlo a ciencia cierta. Ni siquiera el haber formado parte de la mesa de gobierno de la hermandad del Silencio lo salvó de ese extraño e inexplicable, desde luego injusto, ostracismo al que fue sometido.
Nacido en 1583, en su partida de bautismo, consta que era hijo de Juan de Mesa y Catalina de Velasco, pero hoy en día no se puede considerar más que a Heliodoro Sancho Corbacho, Celestino López Martínez, Antonio Muro Orejón y José Hernández Díaz como los verdaderos padres de este insigne y enigmático artista, cuyas investigaciones permitieron devolverle, aunque con trescientos años de retraso, la gloria a la que su obra le había dado derecho.

Placa dedicada a Juan de Mesa en la fachada de la iglesia de San Martín

 
Instalado ya para siempre su nombre en el Olimpo, considerado como el referente indiscutible de la escultura barroca sevillana, Juan de Mesa cuenta ahora con una calle en Santa Catalina, un monumento en San Lorenzo y una placa en la iglesia de San Martín que lo recuerdan. Sin embargo, aún resulta intrigante preguntarse por qué razón para alcanzar esa gloria debió esperar trescientos años, confinado en un purgatorio que, en cierto modo, todavía no ha abandonado.

Se publicó en El Mundo de Andalucía el 9 de enero de 2012


domingo, 12 de febrero de 2012

LA PLAZA DE SAN LORENZO

ORTO Y OCASO DE LA SEMANA SANTA


Para los cabales de la tradición, dos hitos marcan cada año el comienzo y el fin de la Semana Santa de Sevilla: el besamanos del Gran Poder y la entrada de la Virgen de la Soledad; ambos acontecen en el mismo lugar de la ciudad: la plaza de San Lorenzo. Corazón de la Sevilla burguesa, antítesis de los tópicos bullangueros, San Lorenzo es la ciudad interior; la Sevilla más intrincada y difícil. También, tal vez, la más auténtica.










‘Cuando Vos salís, Señora / hay una tristeza unánime / en la plaza de las sombras’. Así la llama, definiéndola con la perspicacia de los poetas, José Manuel Benot en su poemario ‘Antigua y Sola’, publicado este año por Ediciones Signatura. Algo mueve a pensar que las sombras a las que alude el verso no son precisamente las de los plátanos de Indias que desde hace muchos años crecen en la plaza, sino las fantasmagóricas sombras de aquellos cuya presencia es constantemente invocada en este lugar por las numerosas lápidas que salpican las fachadas, compartiendo la cal y el ladrillo junto a vetustos azulejos que recuerdan inundaciones o las manzanas y cuarteles en que antiguamente estaba organizada de la ciudad.


Un somero recorrido a través de las calles que circundan o conducen a la plaza permite asomarse a los dos últimos siglos de historia de la ciudad a través de las biografías de todos los prohombres que alguna vez las habitaron y cuyas sombras han permanecido formando parte del escalofrío que provoca esta plaza, grave, solemne y, al mismo tiempo, encantadoramente provinciana. Porque aquí siguen, presentes, las sombras de Bécquer, de Romero Murube o de Montesinos por poner sólo tres ejemplos de sevillanos de San Lorenzo. Tres sevillanos indispensables, pero igual de alejados de los tópicos del sevillano al uso y abuso. Igual que se aleja de los tópicos este enclave absolutamente imprescindible para comprender la Sevilla más interior y auténtica, la ciudad más intrincada y difícil. Esa Sevilla que sólo cabe atisbarse a través de las cancelas, hasta que se es capaz, o se han hecho suficientes méritos, para acceder a ella.

La plaza de San Lorenzo está presidida por el edificio de la parroquia que le da nombre a la propia plaza y, por extensión, al barrio entero. Se trata de una iglesia originaria de la época mudéjar, pero enormemente transformada, fundamentalmente en los siglos XVIII y XIX. En la actualidad consta de cinco naves y una fachada-torre, erigida a sus pies, presidida por un reloj vinculado a una detectivesca leyenda sevillana. Aquella que narra la peripecia de un albañil que fue llevado con los ojos cerrados a una casa para realizar un ‘trabajo delicado y confidencial’. El trabajo consistía en tapiar una habitación donde iba a quedar encerrada una dama. Arrepentido, el albañil contó el hecho a la autoridad, pero dado que fue conducido a ciegas hasta la casa, no pudo dar más señas de su ubicación que la de haber oído un reloj dar los cuartos muy cerca. Los alguaciles dedujeron que se trataba del de San Lorenzo, pues era el único de la ciudad que daba los cuartos, y así pudieron dar con la casa, liberar a la mujer y detener al emparedador.


Junto a la parroquia de San Lorenzo, en una esquina de la plaza, se alza la basílica de Nuestro Padre Jesús del Gran Poder, que fue construida en 1965 siguiendo el proyecto de Antonio Delgado Roig y Alberto Balbontín, que, aunque dotado de una engañosa fachada barroca, se inspira en el Panteón de Agripa de Roma, imitando su planta circular e incluso la forma de la cubierta, en medio de la cual se abre el mismo hueco aunque, a diferencia del edificio romano, está protegido por una linterna que sólo deja pasar la luz, pero no el agua de la lluvia.
La Basílica del Gran Poder acoge todos los años el ritual inicial de la Semana Santa, representado por el besamanos del Señor, que arranca en la medianoche del sábado de pasión. Antes, el primero de enero, el quinario del Gran Poder –Deus ex machina- habrá activado el mecanismo del gran ceremonial de la ciudad, iniciando el rosario de cultos de las distintas hermandades que se prodigarán durante la cuaresma.

Si el besamanos del Señor fue el orto, el ocaso lo representa la entrada, en la medianoche del Sábado Santo, de la Virgen de la Soledad en la parroquia de San Lorenzo. Para los cabales, ahí termina la Semana Santa. Esa noche, al recogerse la cofradía, no se cierran las puertas de una iglesia, sino un capítulo de la historia personal de mucha gente. A partir de entonces, como dijo Peyré, ‘toda la ciudad girará en torno a no sé qué vacío de naufragio’.
A partir de ese instante, ‘mientras que tus hermanos se derraman, dispersos, por las calles del barrio’, alguien con una tiza escribirá los días que faltan para la próxima Semana Santa en las pizarras de muchos bares de la ciudad. Pero no en la bodeguita de San Lorenzo, donde esa misma tiza anunciará que faltan sólo 15 días para la Feria.


Se publicó en El Mundo de Andalucía el 24 de marzo de 2008


lunes, 16 de enero de 2012

HERODES VIVE

LAS OTRAS SETAS DE LA ENCARNACIÓN (IV)



Cuando, hace ya mucho tiempo, le pusieron ese nombre, también en algún sitio quedó escrito el fatídico destino estético de esta calle, donde se viene perpetrando una cruel masacre. Inocentes, la llamaron. Esta vez no son niños, sino casas; mas también tienen alma.



Edificio perpetrado por el Ayuntamiento de 'Progreso' (Psoe-IU) para pabellón deportivo.


Prometimos volver y aquí estamos de nuevo. Dejamos atrás la esquina ominosa de San Luís, que lo es por los dos flancos, y nos adentramos en lo que alguna vez fue una calle de un barrio sevillano con raíz y trama mozárabe. Hoy es otra cosa, la consecuencia de una razzia arquitectónica perpetrada por ese ángel exterminador que llaman modernidad y su cómplice, el maléfico demonio de la moda. Nadie se extrañe de esta alianza, aparentemente anti natura, pues los demonios también son ángeles. Caídos, pero ángeles. Aunque aquí lo que de verdad se cae es el alma a los pies al comprobar en qué están convirtiendo este lugar que en cualquier ciudad medianamente culta del mundo se habría preservado con mimo y veneración, pero que en Sevilla han transformado en una máscara horrenda, como suele ocurrirle al rostro de esas personas que se entregan compulsivamente a la cirugía estética. A base de querer regenerarla, rejuvenecerla y modernizarla sometiéndola a intervenciones para implantarle prótesis arquitectónicas de último grito, la fisonomía de la calle se ha acabado convirtiendo en otra cosa, distinta e irreconocible, que hace poner el grito en el cielo a cualquier persona sensible. Definitivamente, el gusto y la creatividad de los arquitectos no puede estar por encima de todo. Como tampoco pueden tener patente de corso ni impunidad a la hora de dictar sus veredictos los sanedritas de la Comisión de Patrimonio, siempre tan blandos con las espuelas y tan duros con las espigas. A los primeros hay que recordarles, una vez más, que no son más que técnicos, especializados pero técnicos, no artistas ni creadores. Lo será uno o dos, pero no todos los que salen de la Escuela de Arquitectura. Le Corbusier no hubo más que uno, gracias a Dios. 

 Inocentes, 6. Juzguen ustedes.

Todavía no lo hemos dicho, la calle se llama Inocentes. Y en su nombre parece llevar escrito este triste y descorazonador destino. Quizá alcancemos a comprenderlo mejor sabiendo que antes de llamarse inocentes llevó el nombre de Callejón de los Locos.
Lo cierto es que la matanza de los Inocentes continúa, cierto que sin la pulsión carnicera del rey intruso de Judea, sino más bien siguiendo los sádicos métodos del doctor Mengele. Lentamente, recreándose en el artificial proceso de metamorfosis con el objeto de mejorar la raza y destruir los seres considerados imperfectos. Aquí los inocentes no son niños recién nacidos, sino viejas casas, pero éstas, como aquellos, también tenían alma, rostro, piel. Y también tenían una historia que ya nadie podrá saber jamás porque sus restos acabaron amontonados en una escombrera perdida. Su lugar ha sido ocupado por fríos edificios sin alma, construcciones replicantes, confortables y domóticas, con aparcamiento subterráneo, preinstalación de aire acondicionado, cierres climalit y griferías monomando, pero sin nada que ver con el lugar donde han sido levantadas. En cierto modo, son edificios invasores que vienen a crear un nuevo orden, a rematar lo que está muerto.
En el número 6 de la calle Inocentes tenemos un rojo ejemplo de cuanto decimos. Arquitectura sevillana, arte mozárabe, tradición, ¿qué diablos tiene que ver con todo eso este edificio de pisos que las autoridades han permitido levantar ahí? Nada en absoluto. La pregunta brota entonces de forma espontánea una vez más. ¿De qué sirven todos esos catálogos de edificaciones protegidas, toda esa normativa que a un particular le impide colocar en según qué zonas del casco histórico una placa solar en la azotea de su casa porque rompe la estética? ¿Acaso no la rompe este edificio, por muchos que puedan ser sus méritos técnicos desde el punto de vista arquitectónico? ¿Qué aporta esa construcción, claramente transportable a Sevilla Este o cualquier otro barrio de fuera del centro de la ciudad?

 El centro de salud de la esquina con San Luís. La contribución de La Junta.

El discurso que justifica este tipo de intromisiones en la arquitectura tradicional de Sevilla sostiene que las ciudades no pueden anquilosarse, que deben evolucionar y cada generación ha de hacer su aportación. Un discurso impregnado de autoestima y, en cierto modo, soberbio, porque viene a equiparar las modas de cada momento con lo que se ha venido decantando a lo largo de los siglos hasta convertirse en clásico. Se trata de una mera opinión que algunos pretenden convertir en ley. ¿En virtud de qué obligación es necesario levantar un adefesio moderno al lado de un edificio histórico? Es cierto que todos los edificios históricos fueron alguna vez modernos, pero lo importante no es lo moderno sino la calidad. Y de la calidad forma parte la estética, cuya homogeneidad debe preservarse.
El defensor ultra de la modernidad (ese que apoya las setas, la torre Pelli y todo lo que se pueda hacer que suponga un trauma –hito en su jerga- para la estética de la ciudad) recomienda con cierta displicencia a quienes no opinen como él que viajen. Viajando, dicen, se quita la incultura. La de ellos, por lo visto, no. Porque viajando también se aprende que existen ciudades, las más importantes, que han sabido mantener intacto su patrimonio arquitectónico y también supieron reservar un espacio para la arquitectura moderna, esa sobre la que el tiempo habrá de decidir si se convierte en clásica o no. Evidentemente, no es el caso de Sevilla, donde Herodes sigue vivo y matando Inocentes.

Se publicó en El Mundo de Andalucía el 24 de enero de 2011.

jueves, 12 de enero de 2012

EN LA CIMA DE LA MONTAÑA HUECA

Esto va a ser una excepción. Literal. Absoluta. Porque los rincones que hoy vamos a recorrer no forman parte de nuestro paisaje cotidiano. Por desgracia. Para nosotros y para ese paisaje que, por desconocido, es ignorado. A pesar de estar en el centro del mundo. 







Durante siglos, fueron muy pocos los privilegiados que pudieron aventurarse a través de los intrincados entresijos del laberinto que esta tarde nos han invitado a descubrir. A lo largo de años y años, las piedras que nos aguardan no han recibido más visita que la del viento, más caricia que la del sol ni otra mirada que la escrutadora pero perdida de los cernícalos que desde tiempos inmemoriales anidan en ellas. La soledad se hizo dueña de este lugar mientras a sólo unos metros estallaba el fragor de la vida. Pasaron epidemias, fiestas, guerras, calamidades, triunfos, celebraciones, nacimientos, muertes, bodas y divorcios, pero aquí arriba, a medio camino del cielo, reinaba el silencio; un silencio eternal y majestuoso, tan sólo roto por el volar de las aves y el sordo crecer de la verdina y el musgo que se abrían paso entre los intersticios de los cantos, entre los rígidos pliegues de las monstruosas gárgolas. Una puerta se ha abierto, descubriendo tras ella la oscuridad inmensa de la Catedral. La tarde está cayendo, al día le quedan apenas un par de horas de luz. Algo inexplicable nos hace saber que nuestra vida ya no será la misma después de haber cruzado esa puerta. Que estamos a punto de vivir una de esas experiencias que nadie olvidará mientras viva.



Hace muchos siglos, unos clérigos visionarios y excéntricos, concibieron, proyectaron, promovieron y verificaron la construcción este edificio a mayor gloria de Dios. Indudablemente, sabían que lo colosal de la obra los haría pasar a la Historia. Mas desde el primer momento supieron que lo harían no como santos, sino como locos. Esa fue la prueba irrefutable de su indiscutible grandeza. La dimensión de su idea era tal que sabían desbordaba por completo cualquier posibilidad de que la ignorancia del común fuera capaz de aquilatar el valor que tendría. ‘Fagamos una iglesia tal e tan grande, que los que la vieren nos tomen por locos’. Es justo aquí arriba, donde se aquilata en su exacta medida la locura de aquellos hombres.



En un rincón de la Sacristía de los Cálices hay una puerta medio escondida que da a una pétrea escalera de caracol, la cual se proyecta hacia las alturas por un estrecho cañón. A través de ella nos aventuramos. Después de un número incierto de vueltas, y cuando la claustrofobia está a punto de aparecer, una puerta metálica se abre liberándonos. Primera estación. Las azoteas del lado sur de la Catedral componen un escenario que se antoja el de una ciudad medieval. Callejuelas, arcos, recovecos… en el suelo aún permanecen las marcas usadas para guiarse por los cristaleros que en el siglo XVI labraron las vidrieras de la Catedral. Otra pequeña puerta –todo el laberinto está lleno de pequeñas puertas que dan a lugares inextricables o a precipicios- conduce al primero de los triforios, los balcones interiores de la Catedral.





Ahí abajo está el monumento a Colón. El vértigo pellizca en el estómago. Mas, desde aquí se advierte que mucho más arriba hay otro triforio. ¿Cómo será entonces el pellizco, cuando en ese lugar sintamos sobre nuestras cabezas la inmediatez de las piedras de las bóvedas más altas? El siguiente trayecto conduce hasta ellas. De nuevo nos adentramos en una escalera de caracol, y luego en otra hasta llegar a lo más alto. En 1930, un cristalero que intervino en la restauración de una vidriera dejó aquí su nombre grabado en una piedra. Parece como si lo hubiera hecho ayer. Ahora estamos a los pies de la nave central. Bajo nuestra mirada cenital, discurre el ir y venir habitual de cualquier tarde en la Avenida. Turistas, camareros, ciclistas, paseantes, conductores de tranvías y hombres-estatua componen una marabunta que se desliza ajena por completo a cuanto ocurre sobre ella, aquí en lo alto. Sobre nuestras cabezas siguen planeando los cernícalos pero también los cuervos que anidan en el Patio de los Naranjos. Seres espectrales y misteriosos. Toda catedral ha de tener sus fantasmas y estos cuervos son sin duda los fantasmas de la catedral de Sevilla.

Las ondas de las bóvedas se reflejan en este punto como si fueran el fósil de un mar encabritado. Al caminar sobre ellas es imposible no pensar en qué hay debajo, cuarenta, cincuenta metros de caída libre. Estamos caminando sobre la nave central, posiblemente sobre el coro. Sobre nosotros se recorta imponente la Giralda, victoriosa de todas las batallas que sostuvo contra aquellos clérigos locos. Lo único que no fue capaz de lograr su locura fue elevar un cimborrio más alto que ella. Todos los que se levantaron se fueron derrumbando sistemáticamente, como si una maldición los persiguiera. A través de aquí llegamos a la cúpula de la Capilla Real, por el camino hemos visto azulejos, arbotantes, pináculos, cientos, miles de piezas labradas piedra a piedra, minuciosamente por canteros y alarifes desafiando la ley de la gravedad y la del tiempo. Hasta ahora no lo habíamos comprendido. Sí, aquellos hombres estaban locos, no cabe la menor duda. Hacer esta obra fue una empresa de locos. La Historia no podría juzgarlos de otra manera. Es demasiado maravillosa, demasiado perfecta, demasiado grandiosa para ser verdad. Para estar en Sevilla. 




Mas, aún nos resta una puerta por franquear: la puerta que da a la rampa novena de la Giralda. La noche está cayendo, el sol hace rato que se perdió tras los cabezos del Aljarafe y se han encendido ya los focos que iluminan, dorando, el esplendor pétreo de la iglesia mayor. Ha llegado el momento de iniciar la ascensión definitiva. Llegamos al cuerpo de campanas, desde donde contemplamos la ciudad, comprobando que aún conserva esa belleza que algunos se empeñan en destruir. Desde aquí también se ve un estrambote de madera que alguien, con osada ignorancia, definió como la nueva catedral de Sevilla.



Pero no nos quedamos ahí. Subimos hasta las azucenas, donde la noche nos sorprende. Hasta aquí arriba llega el estrépito de la ciudad. Ruido de coches, eco de voces y, cómo no, una banda de cornetas y tambores que ensaya junto al río. Una alfombra de luces se extiende a nuestros pies mientras en el cielo se enciendan las estrellas. Pero la escalera sigue más arriba, hasta el cuerpo del reloj, donde aún está la vieja matraca que antiguamente convocaba a los cultos cuando en los días de luto de la Semana Santa no podían sonar las campanas. Uno de los pilares que sostienen el pináculo que remata la Giralda está hueco, en su interior, una escalera metálica lleva hasta los pies del Giraldillo, pero éste se ha movido impulsado por el viento de poniente mientras un martillo golpea nueve veces la campana más vieja de la torre. La ajada campana del reloj. Es la hora del descenso, de volver a una realidad que para nosotros ya no volverá a ser la misma después de haber pisado la cima de la montaña hueca.




Las bellísimas imágenes que ilustran este reportaje son obra de Antonio del Junco.

Se publicó en El Mundo de Andalucía el 17 de octubre de 2011
  

AUTOR, AUTOR

 Las otras setas de la Encarnación III


Tranquilos, no sucumba a la ira la carcundia y amanse sus ignorantes impulsos. Dele tiempo a esta genial aportación, pues a fe que los años habrán de consagrarla como la obra que, al cabo de cuatro siglos, convertiría en monumento un feucho edificio del siglo XVII.


 El Hospital de los Viejos por detrás.


 El Hospital de los Viejos por delante.


El Duque de Segorbe cuenta de cierto señor, amigo suyo, que, un poco harto de los arquitectos modernos, ha adoptado la costumbre de incorporar a sus pensamientos y oraciones de antes de irse a la cama un último recuerdo para la madre de Le Corbusier. Concretamente, se caga en ella, dicho sea con perdón y con nuestros respetos para la susodicha señora, que en gloria estará, pues la pobre seguramente no tuvo toda la culpa de que el hijo le saliera así de creativo e influyente.
El caballero del irritado y escatológico recuerdo para la señora madre de Le Corbusier es, evidentemente, una excepción, pues a la luz de las abundantes pruebas que a lo largo de estos últimos años nos viene brindando nuestro paisaje cotidiano, a buen seguro que deben de ser bastantes más quienes antes de abrazarse a Morfeo, en vez de cagarse en su madre, se encomienden al gran pope de la Arquitectura Moderna. Particularmente, sospecho que eso tiene que suceder bastante entre las promociones de ‘creadores’ que van surgiendo de nuestra Escuela de Arquitectura, donde parece exigirse pleitesía y vasallaje a las teorías del arquitecto franco-suizo antes de expedir un título.
Como ejemplo de ello, vamos a ofrecer hoy la ‘rehabilitación’ (sic), del antiguo hospital de San Bernardo, vulgo de los Viejos, situado entre las calles Amparo, Viriato y Viejos (a la que de nombre), justo en la frontera de los barrios de San Juan de la Palma y San Martín. Un edificio del siglo XVII, propiedad de una hermandad de sacerdotes venida a menos, que, tras una largo y sombrío olvido y otro largo y no menos sombrío proceso burocrático, ha sido reconvertido en lo que durante muchos años fue: residencia de personas mayores. Viejos, o sea.


 Fachada hacia la calle Viejos, al fondo a la izquierda está el 'desaguisado'.

La historia del Hospital de los Viejos se remonta nada menos que a 1355, concretamente el 20 de julio de aquel año sería fundado en la collación de Santa Catalina. Allí estaría hasta 1395, en que se traslada al lugar donde actualmente se halla, ocupando las casas que una institución similar le había cedido. Aquellas casas serían sustituidas en el siglo XVII por un edificio de nueva planta que es el que actualmente se conserva, lo de se conserva es un decir.
Antiguamente, el edificio estaba conectado mediante un arco y un pasadizo subterráneo con otro de la calle Viejos donde residía el administrador de la residencia. Una casa que el Arzobispado, haciendo alarde de lo escasamente dotados que suelen estar los curas para los negocios, le cedió a la empresa Terrats como pago en especie por las obras que había realizado para transformar el edificio en un centro de día. Esto fue en los años setenta del siglo pasado, que es cuando comienza la larga historia de intentonas para rehabilitar el edificio. El caso es que Terrats había presentado una factura desmesurada que ni la Iglesia ni el Ministerio de Trabajo tenían con qué pagar. La primera lo acabaría haciendo con el citado edificio, al que la constructora le sacó unas perras. Eso sí, las obras que tan caras se pagaron no sirvieron para terminar la rehabilitación.
Mientras tanto, el edificio siguió abandonado. Aunque hasta cierto punto. No de ancianos, pero sí servía como residencia a yonkis y gatos callejeros. Lo malo es que empezaba a correr peligro de que la ruina acabara con él. En ese plan se lleva veinte años, hasta que la hermandad de la Divina Pastora, frustrado su intento de hacerse con la propiedad del templo donde históricamente había residido, la iglesia de Santa Marina, que fue cedida por el Arzobispado a la cofradía de la Resurrección, recibe en contraprestación la capilla del antiguo hospital de los Viejos. La hermandad la rehabilita y mantiene de forma decorosa, si bien, el resto del edificio permanecería en su desvencijado estado unos años más.

 Fachada hacia la calle Viriato
Y llegamos, por fin, al momento glorioso en que, desbloqueados todos los trámites, la Junta de Andalucía da vía libre a la intervención que permitirá rehabilitar el edificio y devolverle, actualizado, su uso primigenio: servir como centro de día para personas de la tercera edad. Es aquí cuando surge la figura cumbre, genial y definitiva del creador que va a hacer la gran aportación que necesitaba este edificio para poder ser tomado en serio alguna vez. Tras cuatro siglos de inanidad arquitectónica, una construcción que originalmente no debió de tener más pretensión que la funcionalidad y, si acaso, contaba con alguna aportación de barroco tardío que despreciará el erudito José Gestoso, va a ser elevada a la categoría de monumento por uno de nuestros más conspicuos epígonos de Le Corbusier: Juan Pedro Donarie. Encargado por la Consejería para la Igualdad del proyecto básico, la ejecución y la dirección de las obras de rehabilitación del antiguo hospital, este émulo de Sebastian Van Der Borcht, o mejor, como si de un nuevo Ludwig Mies Van der Rohe se tratase, determina dotar al viejo y obsoleto edificio de una portada rompedora, pues para eso y no otra cosa están las puertas, para romper las paredes. Nada de pastiches, nada de adecuarse al entorno ni mucho menos el edificio sobre el que se actúa. Ahí va eso. Obviamente, la Comisión de Patrimonio no podía negarse a una genialidad de ese calibre, aunque después de esto quedase ya definitivamente claro que la Comisión no sirve para nada y debe transigir con todo. 



 Dos imágenes, a cual más escalofriante, de la aportación de Donaire al edificio
Pero es que Donarie es un arquitecto de prestigio acrisolado, como demostró en el hotel EME de la calle Alemanes, al que incorporó la última moda de un movimiento que podríamos llamar Naturalismo Sin Prejuicios: el cuarto de baño integrado en la habitación. Lo cual no deja de ser una buena fórmula para que quien lo desee pueda, antes de irse a dormir, cagarse en la madre de Le Corbusier a la vista de todo el mundo. O, al menos, de quien lo acompañe en la habitación.


Se publicó en El Mundo de Andalucía el 3 de enero de 2011