Aquella noche, M. se lanzó a deambular por la
ciudad. Atravesaba una mala racha y padecía ese insomnio patológico que provocan
los problemas sin aparente solución, que son precisamente los que tampoco
tienen un origen claro. ¿Por qué, de repente, su matrimonio se había convertido
en un infierno que no podía soportar? El caso es que eran las dos de la
madrugada y necesitaba un trago. Al final de la calle solitaria vislumbró unas
luces de colores que prometían algo de eso y resolvió encaminarse hacia ellas.
Al llegar a la puerta comprobó que el local tenía pinta de ser un bar de copas,
de esos que entonces la gente denominaba ‘pabs’, como textualmente vio alguna
vez escrito, creía recordar que en La Algaba. ‘Pab Copacabana’, o algo por el
estilo. El sitio era a unos metros del arco de la Macarena, casi en la esquina
con la calle San Luis. La pinta era regular pero no había otra alternativa, de
modo que para adentro.
Un presentimiento siniestro lo embargó nada más
cruzar la puerta. Fue como si hubiera accedido a otra dimensión. Sin ser un
neutrino, estaba viajando al pasado. Pidió un botellín. La sorprendentemente
breve estancia (que permanecía envuelta en una penumbra que pretendía ser
insinuante pero sólo resultaba tristemente deprimente) contaba con
numerosas barras metálicas entre el techo y el suelo. Su fin no era servir de
herramientas para las contorsiones eróticas de ninguna stripper, sino apuntalar
el local, y probablemente también al personal e incluso la clientela. Como brotada
de las tinieblas, una señora con edad para ser su madre se le acercó. Llevaba
un tatuaje en el pecho, justo debajo de la clavícula, aunque más que el
tatuaje, a M. le llamó la atención su piel, curtida y añosa, ajada por tantas
noches vividas bajo la incierta aurora boreal de las luces de neón.
-¿Me invitas, hijo?
-Verá, señora, yo he venido sólo a tomarme una
cerveza. ¿Esto no es un bar de copas?
-No, hijo, esto es un club, pero en la puerta no lo
pone por respeto a la Virgen.
M. no pudo evitar sentir compasión por aquella
mujer, al tiempo que una profunda tristeza. Pagó tres euros por el botellín,
que dejó a la mitad, y salió corriendo de allí. Sin saberlo, huía de los restos
de un naufragio, aquel local era, en realidad, un pecio hundido en la oscura fosa
de la memoria; un rincón fuera del tiempo, el resto arqueológico de algo que
hace ya mucho tiempo dejó de ser, dejó de existir.
Por aquel entonces aún no los llamaban puticlubs. En
la puerta de aquellos locales ponía Night Club, pero para la gente eran
whiskerías. De ahí surgieron los términos whiskera y whiskero, el primero para
referirse a las señoritas, de voz generalmente grave y pausada (lo uno por el
tabaco, lo otro por el alcohol) que trabajaban en ellas y el segundo para describir
a los clientes habituales: tipos cuarentones de barriga protuberante, camisa
estampada, a ser posible con motivos tropicales, desabrochada hasta la
perpendicular del píloro dejando a la vista la pelambrera pectoral (en aquel
tiempo depilarse el pecho , y no digamos ya la cejas, era de maricón) y la
cadena de oro, expertos aficionados a las bebidas blancas y fumadores
empedernidos de tabaco rubio, Winston, LM o Marlboro a ser posible.
Las whiskerías vivieron su edad de oro a principios
de los años setenta, entonces los americanos también tenían por estos pagos un
escudo antimisiles, aunque aquellos misiles no apuntaban tanto a Rusia o al
Magreb como a estos pequeños locales que en aquellos años en que la moral del régimen
franquista se estaba relajando proliferaron como una lúbrica plaga. Los había
por todas partes. Desde el Cerro a Santa Clara, Triana y la Macarena, que diría
El Pali, a quien Dios tenga en su Gloria. Un caso peculiar fue el barrio de
Rochelambert, donde llegaron a coincidir hasta nueve whiskerías abiertas al
mismo tiempo. La Casona se llamaba una; otra, Beethoven; si bien, la mayoría no
tenía más nombre que la luz roja de la puerta.
Aunque en reputación estaban parejos, unos night clubs
cobraron más fama que otros. El que más, sin duda, fue el Club Payaso, ubicado
en la Enramadilla, que es como se llamó toda la vida de Dios eso que ahora la
gente conoce como 'el Viapol'. El Club Payaso estaba junto al Bar Asturias y su
apogeo, que lo tuvo, provocó la aparición en la zona de otros locales
similares, como el Club Trébol y alguno más que durante unos años hicieron de la
Enramadilla una suerte de trasunto del Barrio Rojo de Amsterdam. Todos ellos, empero,
desaparecerían en vísperas de la Exposición Universal de 1992, arrastrados por
la marea de escombros provocada por las transformaciones urbanísticas a las que
el evento dio lugar.
No lejos de la Enramadilla, en la barriada Condes de
Bustillo, estaba el Club Molino Rojo. Otro clásico. Se trataba de un garito minimalista y, como es lógico, oscuro, obviamente
sin nada que ver con su homólogo parisino. Era lo que era y nadie esperaba
encontrar en él más espectáculo que el que, de vez en cuando, pudiera dar algún
borracho. El Molino cerró hace años y el local fue transformado en una tienda
de informática.
Rojo era también el paraguas que daba nombre a una
whiskería trianera, ubicada en la plaza de Chapina, también minimalista y embozada en la penumbra, cuya fachada fue engullida por el edificio del hotel Abbas. Y rojo igualmente
era el ciclomotor que, eternamente aparcado en el techo de un local comercial
de la avenida de la Cruz del Campo, donde soportaba estoicamente chaparrones y
solanas, anunciaba la presencia del llamado Club Vespino. En su lugar, hubo luego
una inmobiliaria que, a su vez, había sustituido a un bar especializado en mariscos. Sin
comentarios.
Otro de los clásicos fue el night club Hiroshima, ubicado
en la avenida de Miraflores, whiskería que estuvo funcionando (es un decir,
porque cuesta trabajo creer que allí entrara nadie) hasta hace no demasiado
tiempo. Ahora, tras unos cuantos años de una clausura que acaso hayan servido
para que expiase sus lascivas culpas, acaba de reabrir transformado en bar de
tapas. Ustedes mismos.
Como exóticos reductos de aquel ayer ya
definitivamente ido, hoy en día aún permanecen abiertos algunos de esos garitos, aunque seriamente
amenazados por la competencia de las grandes superficies instaladas en los
polígonos industriales. El Meli en el Plantinar, el Eva (que comparte el logotipo
de la manzana mordida con los Beatles, Steve Jobs o la ciudad de Nueva York) en
Ciudad Jardín o el Madame Chicho en la calle Rockero Silvio de los Remedios. Nos
guste o no, forman parte de nuestro paisaje cotidiano y, aunque no
necesariamente de nuestra experiencia vital, sí de nuestra memoria sentimental
y hasta de nuestro idioma. Lo que ya no se sabe es por cuánto tiempo.
Me alegra mucho la vuelta de Blog. El nombrecito del Madame Chicho es rancio, porque remite a "Las mamachicho", unas señoritas que aparecían en los inicios de Telecinco hace un cuarto de siglo. Me permito añadir "Atracciones Viñablanca", casi frente al Vizcaíno de Montensión, y "La vaquita", cerca de la Alameda, a la que un cliente prendió fuego.
ResponderEliminar¿alquien sabe algo del club vespino? ¿tiene fotos o nos puede contar algo?
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