El ecónomo diocesano del Arzobispado de Sevilla es
un tipo serio. Lo es en los dos sentidos del término. Serio por riguroso a la
hora de desempeñar su cometido y serio porque sus genes sorianos así lo
determinan. Al fondo, es posible entrever cierta retranca, tal vez adquirida
por vía conyugal o, porque después de unos cuantos años en Sevilla, dado que
todo se pega, algo le haya podido calar la guasa local, pero Alberto Benito
Peregrina es castellano de pura cepa y, en general, se le nota bastante. No
habla a humo de pajas, desconoce la ojana, va por derecho. Ser mesetario y
tratar con números es lo que tiene. Le pasa lo mismo que al arzobispo Asenjo,
con quien por cierto no tiene parentesco alguno a pesar del parecido entre los
segundos apellidos de ambos. Los dos son de un carácter que a muchos sevillanos
cuesta entender. Sin embargo, para ciertas cosas, llevar los dineros, por
ejemplo, viene muy bien. Decididamente, España no ha sabido aprovechar en los
últimos siglos la reciedumbre de los castellanos para resolver sus cuitas.
Posee esa tierra sin mar un cierto poso germánico que nos habría venido muy
bien a todos. Hay pues que tomarse muy en serio las palabras pronunciadas por
Alberto Benito en la entrevista que este verano le hicimos en las páginas de El Mundo con
respecto a la situación de los templos de Sevilla. La incapacidad demostrada
por la ciudad para sacar partido a su inmenso patrimonio cultural, más allá de
sus monumentos principales, puede acabar causando estragos enormes en éste.
Iglesia de Santa Catalina
La
Iglesia no tiene medios ni, ojo a este dato, necesidad operativa para afrontar el
extraordinario gasto que requiere la conservación de los templos. Es, por
tanto, necesario que las administraciones públicas tomen parte activa en ello,
dejando atrás prejuicios analfabetos y visiones laicistas sectarias, como la de
aquella consejera de Cultura (tiene guasa a qué tipo de gente se ha colocado en
ese cargo) que pretextó el agravio que podrían sentir los andaluces budistas
para no restaurar con dinero público templos católicos. Carmen Calvo se llamaba
la interfecta. Alberto Benito hace la advertencia aportando un dato: la
posibilidad de que la situación obligue a cerrar el veinticinco por ciento de
los templos. No es un farol, sino el modo de hablar, en plata, directo, de los
castellanos; ese que tanto chirría en los oídos sevillanos, tan acostumbrados a
la lisonja y la falsía. Vivimos del turismo y a éste lo atrae el patrimonio. El
nuestro está compuesto, básicamente, por iglesias y la Iglesia no tiene dinero
bastante para mantenerlas todas. ¿Qué hacemos con ellas? ¿Dejamos que se caigan
y nos morimos de hambre, pero muy dignos y muy laicos, o empezamos de una
maldita vez a ser prácticos, dado que lo de ser cultos requiere algo más de
tiempo?
LA MURALLA SE DESMORONA
Lo que Alberto Benito tal vez ignore es que el de la
Iglesia Católica no es el único patrimonio monumental de Sevilla que se
encuentra en peligro; también lo están monumentos civiles de primer orden, como
por ejemplo uno de los más grandes que tenemos: la muralla almohade de la
Macarena que, literalmente, se está desmoronando, lo cual, además de un peligro
y un hecho culturalmente intolerable es, desde el punto de vista sevillano, una
auténtica vergüenza. No es una exageración alarmista, cualquiera que pase por
el interior de la vieja cerca, concretamente por la calle Macarena, podrá
apreciar de forma nítida cómo se desmenuza a ojos vista el tapial, una especie
de argamasa, con el que está construido el monumento (declarado como tal el 11
de enero de 1908). La arenisca acumulada en la acera, que no es otra cosa que
ese tapial desmenuzado, delata claramente el problema. La falta del necesario
mantenimiento y de la obligada protección que debería tener una pared con casi
mil años de antigüedad pero que cualquiera puede tocar y manipular sin ningún
tipo de impedimentos ha provocado la aparición en ella de agujeros de notable
profundidad que constituyen toda una tentación para que los desaprensivos, o,
simplemente, los chavales, los agranden aún más. En algunos tramos el deterioro
empieza a alcanzar niveles tales que podría comportar serios riesgos a corto
plazo. Urge pues que las autoridades tomen cartas en el asunto e intervengan en
la muralla antes de que sea demasiado tarde. Porque además de perder un
monumento nos exponemos a que cualquier día de estos pueda ocurrir una
desgracia. ¿O es que hay, como siempre, que esperar a que suceda para ponerse
en marcha entre lamentos y golpes de pecho?
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