Busto de Gustavo Adolfo Bécquer, obra de Illanes, junto a la Venta de los Gatos.
Foto Antonio Sánchez Carrasco
Avenida de Sánchez Pizjuán, número 25. Las cosas han
cambiado mucho, ya por aquí no pasan coches fúnebres tirados por espectrales
caballos adornados con plumeros negros, tampoco se ven ataúdes portados a mano
por desgarbados individuos de mala catadura; ya no es 'el camino por el que
pasan los muertos, donde las flores y los árboles tomaron por eso un color
diferente'; ni siquiera los muertos dan el mismo miedo que entonces. Porque,
despojado el acto de la antigua trascendencia, lo de morirse se ha acabado convirtiendo en un
trámite. El muerto al hoyo y el vivo a su hipoteca, que la cosa está muy mala.
La gente ni siquiera es consciente de que el finado a quien velan en el cercano
tanatorio de la SE-30 conoce ya la gran verdad oculta de nuestra existencia. Si
hay un más allá de ese cuerpo serrano que dejó de funcionar o todo termina,
precisamente, al final de esta avenida; en la columna de humo negro que se
levanta sobre el horizonte, llena de oscuras reminiscencias de campos de
concentración, alertando de dónde está el fuego... fatuo de un vivir que se
acabó.
Ahora, todo eso -¡incluso eso!- le importa un bledo a la
gente, pero hasta hace no demasiados años, aún pervivía en el ánimo de los
sevillanos un cierto reparo, una comprensible reticencia antes de tomar la
decisión de venirse a vivir a estos contornos; todavía causaba impresión
-¡leche, daba miedo!- el hecho de vivir ‘al lado del cementerio’. Nadie quería.
Sin embargo, hoy en día, ya ven, hasta se editan guías para que los turistas
visiten el camposanto y la gente vaya de excursión a echar el día viendo la
tumba de fulano o el panteón de mengano; incluso la fosa común donde enterraron
a los fusilados durante la represión franquista.
El 1 de enero de 1853 comenzó a funcionar el cementerio de
San Fernando; bastantes meses antes, desde que se tuvo noticia de la intención
de crearlo, la Venta de los Gatos había entrado en decadencia. Hasta ese
momento, si hacemos caso a Gustavo Adolfo Bécquer, había sido un alegre
ventorrillo –‘el más neto y característico de todos los andaluces’- ubicado en
el camino del convento de San Jerónimo adonde iba la gente de los barrios
populares a solazarse, sobre todo en las tardes de primavera, y probablemente también en las de nuestro primaveral otoño. Sin embargo, todo
fue anunciarse la creación del camposanto y verse la venta fuera engullida por la
fúnebre atmósfera que siempre envolvió los sitios donde se enterraba a los
muertos. A partir de aquella fatídica fecha, la clientela de la venta se
limitaría a enterradores, cocheros y, en general, personal del sórdido gremio
funerario.
La Venta de los Gatos, en la actualidad. Foto: Antonio Sanchez Carrasco.
Aquel hecho histórico fue elevado a la categoría de mito
literario por el genio del barrio de San Lorenzo, quien conoció de primera mano
el alcance del trauma ocasionado en la zona por la instalación en ella del
nuevo gran cementerio de la ciudad, dado que Bécquer no abandonó Sevilla hasta
más de un año y medio después. Este dato puede que sorprenda a muchos de los
que conozcan su relato sobre la Venta de los Gatos, pues en él, el autor dice
haber vuelto a la ciudad después de diez o doce años, encontrándose con la
novedad del cementerio, aunque no sólo con esa. Atención a esto que también dice: ‘Yo dejé una Sevilla y encontraba
otra muy diferente. Yo dejé una ciudad grande, hermosa sin afectación, tal vez
con abandono, llena de un encanto propio, con un aspecto y una fisonomía
originales y características, y la hallé tan mudada que sólo puedo comparar el
efecto que me hizo al verla con el que experimentaría un entusiasta de nuestras
costumbres y nuestros trajes típicos al tropezar una cigarrera del barrio de
Triana con una crinolina a la emperatriz, un sombrero de tope alto y el pelo a
lo Fuoco. Tan extraño, tan antiármonico y perdóneme la civilización, encontré
la mezcla de carácter andaluz y barniz francés que veía en todo lo que me
rodeaba’.
No, Bécquer no pudo llevarse esa desagradable sorpresa, pues
asistió en directo a todos esos cambios; lo cual no resta un ápice de valor a
la feroz crítica que encierran sus palabras; de gran actualidad, dicho sea de
paso. Especialmente, si reparamos en este otro párrafo del mismo relato: 'Visité los edificios más notables; y torné a vagar y a perderme entre las revueltas del antiguo barrio de Santa Cruz; en el curso de mis paseos extrañé muchas cosas nuevas que se han levantado no sé cómo; eché de menos muchas cosas viejas que han desaparecido, no sé por qué'.
El relato becqueriano es, por eso, a la vez
que una historia legendaria, una crónica social, una denuncia sobre la destrucción de Sevilla, en la que
ya entonces había quienes se afanaban bajo el pretexto de la modernidad (la 'civilización', dice Gustavo Adolfo). En
este sentido, la Venta de los Gatos no es sino el paradigma del patológico desprecio que
Sevilla parece sentir por sí misma. Un residuo que sobrevive gracias al
romántico empeño de su propietario, un hombre que no pudo ser torero pero que
sí fue capaz de capear la embestida de la especulación, el desprecio de las
autoridades y la ignorancia o, peor aún, la indiferencia del pueblo. Olvidada en un rincón, la
Venta de los Gatos es hoy el ultimo fantasma de un cementerio que ya no da
miedo a nadie.
Con mi agradecimiento a Antonio Sánchez Carrasco por las fotos cedidas para este reportaje.
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