Oculta entre espadañas y torres medievales, a
trasmano de las rutas turísticas y todas las demás rutas, la plaza de Santa
Isabel tal vez sea el último oasis de belleza en estado puro que le queda a
Sevilla. Incluso con toda la porquería que en sus esquinas acumulan los
indigentes que en ella suelen instalar sus campamentos; hasta con sus bancos
rotos y su sucia fuente la plaza de Santa Isabel es una delicia para las almas
sensibles; la última que nos queda. En sus ajadas trazas se aprecia la rotunda
belleza de las cosas que son de verdad. Porque hay más verdad en sus churretes,
en ese halo rancio de cerveza ida escapado de unas litronas que ruedan por el
suelo que en todo ese infame decorado para turistas que rodea las llamadas
zonas monumentales. ¿Qué zona más monumental puede haber que éste ventrículo
izquierdo del corazón del Moscú sevillano? Se diría que el olvido la ha
salvado; nadie ha venido a falsificarla con el pretexto de una rehabilitación
tergiversadora. Como una habitante más de las clausuras que la rodean, embozada
en el hábito protector de la indiferencia ajena, la vida discurre en la plaza
de Santa Isabel sin imposturas ni disfraces. Alguien está tocando esta noche una
guitarra cuyas notas flamencas se escapan a través de una ventana. No es un
espectáculo para turistas. Toca para el agua de la fuente que arrulla por
soleares el sueño de unos desgraciados; toca y se pierde en la elocuencia de un
silencio donde flota toda la verdad de Sevilla; la última que le queda.
En la plaza de San Marcos, me refiero naturalmente a
la de Sevilla, vienen a desembocar todas las castas y estéticas de la ciudad.
Como si pretendiesen formar en ella un compendio, aunque en realidad es sólo una pequeña-gran nada, los diversos mundos en que
se va encarnando la vieja Hispalis a través de sus diferentes barrios
históricos mantienen aquí un peculiar punto de conexión. Es esta plaza una
suerte de fusión fría donde se reúnen en un gélido abrazo la Sevilla
aristocrática, que llega desde Bustos Tavera; la burguesa, que lo hace por San Luis; la Sevilla alternativa y bohemia, que arriba a través de
Castellar procedente de Feria y, un poco más allá, la Alameda y, por último, la
Sevilla reminiscente de los corrales de vecinos, la más popular y humilde del
centro, que desemboca en la plaza a través de las calles Socorro y Siete
Dolores (los nombres acaso no sean nada casuales) trayendo desde San Román y
San Julián, a través del Pasaje Mallol, los vestigios calcinados del Moscú
Sevillano. Un enclave al que los historiadores, a base de querer darle una
importancia que acaso no tuviera, han acabado convirtiendo en mito y, por
tanto, envolviéndolo con el barniz áureo de la leyenda.
Todo eso viene a
reunirse, sin que se note en absoluto, en la plaza de San Marcos. Los misterios
de Sevilla. Si bien es verdad que la mayor parte de los misterios de Sevilla
tienen una explicación bastante simple. Dado que un misterio es, por
definición, algo que se desconoce, basta reparar en el enorme grado de
desconocimiento que los sevillanos tenemos sobre nuestra propia ciudad para comprender que el origen de esos misterios es la ignorancia.
En la parte de atrás de este rincón de Sevilla donde
todas las sevillas se encuentran, al más puro estilo sevillano, para decirse: 'A ver cuándo nos vemos', está lo que hemos venido a buscar: una plaza olvidada, un
rincón con aire más de Castilla la Vieja que de Andalucía. Un sitio que
pusieron en el lugar equivocado: la plaza de Santa Isabel. Su historia comenzó
cuando todavía no se había descubierto América; aunque eso en Sevilla tampoco
es noticia, pues Sevilla llevaba milenio y medio vivaqueando en la Historia
cuando a Colón se le ocurrió (o le soplaron, porque últimamente circulan al
respecto versiones de todo tipo) su aventura de buscar una ruta hacia las
Indias a través del Mar Tenebroso. De todos modos, no está mal recordar de vez
en cuando a qué alturas debemos remontarnos cuando recorremos las antiguallas
que felizmente aún sobreviven en la ciudad. Si bien, como en el presente caso
sucede, sobreviven de muy mala manera.
Desde hace años, el hedor del fracaso y la
enfermedad nos saluda al penetrar en este rincón tomado por vagabundos que
amontonan sus colchones y pertenencias en las esquinas de la plaza. Resulta
inevitable sentir cierto reparo al recorrerlo, pues es difícil sustraerse a la
sensación de estar invadiendo un lugar privado, una especie de gran dormitorio
comunal. Una pátina de oscuridad que tizna lo envuelve. Tal vez sea el producto
de las candelas o qué se yo, pero en la superficie de las cosas se intuye una
oscura capa, como de un dedo, de algo que mancha. Inexplicable y
milagrosamente, la fuente funciona y hasta mana varios chorros de un agua
plateada que interpreta su líquida sinfonía ajena a la indiferencia que le dispensa el
tipo que en el banco de forja se lía un canuto o los tres clochards que, más
allá, murmuran sus alcohólicas y desventuradas divagaciones.
La plaza de Santa Isabel debe su nombre al convento
del mismo nombre, ubicado en uno de sus laterales y cuya iglesia ofrece a ella
su portada principal. El edificio data en sus orígenes de 1490, año en el que
el cenobio fue fundado por Isabel de León Farfán. De aquella época la verdad es
que queda bastante poco. La portada en cuestión, como la mayor parte de la
iglesia, es una obra del XVII, el gran siglo de Sevilla, para lo bueno y para
lo malo. Alonso de Vandelvira fue quien diseñó sus trazas y, por tanto, también
las de la monumental portada, que preside un ático donde puede admirarse un
relieve de la Visitación tallado en piedra por Andrés de Ocampo, quien ya
hubiera querido que a esta obra suya se le prestase al menos la mitad de
atención que a su Cristo del Calvario. Tal vez de ese modo el devenir de la
plaza hubiera sido otro.
Aunque el aspecto del lugar donde se alza no de pie a
sospecharlo, la iglesia de Santa Isabel atesora un importante patrimonio
artístico, que habría sido mayor aún si los franceses del Mariscal Soult no
hubieran arramplado con buena parte de su
catálogo. Cierto es que son muy pocos los sevillanos que, dos centurias
después, echan de menos las obras entonces expoliadas, lo cual nos lleva de
nuevo a la causa que explica los misterios de Sevilla.
Por haber, hay en Santa Isabel hasta un Cristo de
Juan de Mesa, quien por cierto trazó además para este templo un retablo de cuya
ejecución se encargaría uno de los empleados de su taller.
Dicen que el verano se acaba esta semana, pero esa
noticia no ha llegado hasta esta plaza, porque aquí nunca fue verano. Por obra
de algún extraño designio, hay lugares donde las estaciones son perpetuas. Y en
Santa Isabel siempre es otoño. Caen las hojas del almanaque sobre sus dieciocho
naranjos y la ajada fuente repite monótona la misma canción, mientras el gris
de los días la tizna de olvido.
...y así sigue, o peor, un año después.
ResponderEliminarZona del centro muy degradada, donde hay ocupas, indigentes varios qye allí viven y defecan, trafico y menudeo de todo de drogas y demás cosas desagradables que dan inseguridad a los vecinos y mala imagen a los turistas.
A tener muy en cuenta el inexplicable chatarrero del plaza del pelícano, que ahí sigue imcupliendo todas las leyes, con materiales tóxicos incluidos y algo que nadie erradica, plaza en la que jamás multa la policía local a los coches
El alcalde hace lo que puede, pero parece que "alguien" impide que se cumpla la ley, creándose un gueto, las 3.000 en pleno centro