Mañana se cumplen 139 años de su muerte. El había querido
descansar para siempre en una tumba junto al río, bajo una lápida donde fueran
a caer las hojas secas de un chopo y cuyas letras el tiempo fuera borrando.
Pero Sevilla, en vez de sepultarlo en esa fosa erigió en su memoria el
monumento más bello del mundo.
Montse tendría entonces veintitantos, había venido hasta
Sevilla persiguiendo el sueño que todos perseguimos. Pero ella no quiso
limitarse a hacerlo sólo con el pensamiento, decidió aventurarse en su busca
después de haber creído encontrarlo en un beso que el vidrio esmerilado de los
canales de Venecia distorsionó al reflejarlo. Mas, como todos los sueños, el de
aquella muchacha acabó siendo simplemente eso, un mero espejismo que jamás
existió más allá de su corazón.
Durante un día y medio, a medida que el sueño iba
desvaneciéndose como la niebla de una mañana de otoño, Montse fue descubriendo
Sevilla. La famosa ciudad de los monumentos y el arte. Sin embargo, nada de
ella parecía impresionarle. Ni su enrevesada trama, ni su vetusto y noble
caserío, ni sus edificios principales. Nada. Sevilla estaba pasando por ella
como ella por su espejismo, sin dejar el más mínimo rastro.
La mañana del día en que se marchaba la acompañaron hasta el
parque de Maria Luisa. Y algo pareció ocurrirle entonces. De repente, la ciudad
le pareció distinta. Si fue por la visión del parque o porque se iba para
siempre, nadie salvo ella sabría explicarlo. Todas aquellas nuevas emociones
que estaba empezando a sentir acabaron por reducirse a una sola, pero
definitiva y letal, cuando, al traspasar la angosta entrada de un recinto
formado por enredaderas que guardaban su interior con el celo de un sarcófago,
Montse descubrió el monumento a Gustavo Adolfo Bécquer. A través de su mejilla
rodó entonces una lágrima. Y luego, al cabo de un largo y espeso silencio, de
sus labios lograron escapar a fin unas pocas palabras; las dijo de forma tan
leve que alguien podría haberlas tomado por un suspiro: ‘Ahora lo comprendo
todo’, dijo. Desde aquel día, su espíritu yace en ese lugar, junto a los de
quienes como ella se sintieron allí heridos alguna vez por ese algo
inexplicable que permite entenderlo todo cuando del amor y la belleza se trata.
Quien la llevó hasta allí sabía bien por qué lo hacía. El
solía frecuentar aquel rincón los días de fiesta en esa hora fantasmal del
amanecer, cuando, amparados por la bruma, los espectros se concretaban y
reunían alrededor del ciprés al que se abraza el monumento cual si fueran
ánimas de un mundano purgatorio en donde expían la culpa de su escepticismo. Sí
allí se comprende todo. La belleza no es una utopía y el amor deja de ser un
imposible. Es como si los sueños se hicieran realidad o, al menos, tomasen una
forma comprensible.
Gustavo Adolfo Bécquer aún vivía en Sevilla cuando en 1850
se plantó el ciprés. Ajeno el poeta y el árbol al destino que habría de
unirlos, el ciprés fue creciendo hasta que en 1911, cuarenta y un años después
de la muerte de Bécquer, fue elegido para, en cierto modo, hacer realidad su
deseo de ser enterrado a la sombra de un árbol cerca del Guadalquivir, pues el
río pasa no lejos del lugar donde su esbelto tronco se alza. Bajo sus ramas no
iban a estar los restos del poeta, pero sí eternamente su recuerdo. La
iniciativa de erigir un monumento al ‘Divino’ -como lo llamó Antonio Machado-
Gustavo Adolfo partió de los hermanos Álvarez Quintero, quienes escribieron una
obra, La rima eterna, para financiar el costo de los materiales. Sin embargo,
el artífice del prodigio fue el escultor Lorenzo Coullaut Valera, autor también
del monumento a la Inmaculada de la plaza del Triunfo. A pesar de ser un
artista muy cotizado, no percibiría un duro por aquel trabajo. Lo hizo sólo por
amor al arte, exactamente la misma razón por la que Bécquer había escrito sus
universales rimas. Tal vez eso explique el milagroso enigma de belleza que
acabaría envolviendo la obra.
El amor al arte es, empero, el único que no aparece entre
las metáforas que Coullaut dispuso alrededor del tronco del ciprés para
describir, a través de tres mocitas, el amor presentido, el amor vivido y el
amor recordado; además del amor que hiere y el amor herido, representados
respectivamente por dos cupidos, uno que lanza un dardo y otro que yace por un
dardo atravesado.
Han pasado los años y el monumento ya no es la sorpresa que
se ocultaba tras una muralla de enredaderas. Ahora unas verjas lo protegen,
pues en todo este tiempo no fueron sólo de amor las heridas que padeció. Mas, a
pesar de estar despojado del recinto vegetal que durante décadas lo estuvo
guardando y haberse vuelto diáfano su entorno, todavía mantiene intacta toda su
inmensa capacidad para emocionar, y persiste aún a su alrededor ese halo
misterioso que sigue haciendo de él un descubrimiento que aturde, como si
pudiera permanecer invisible hasta que, de improviso, surge ante nuestra
incrédula mirada, hiriéndonos para siempre, convirtiéndonos en nuevas víctimas
de Gustavo Adolfo Bécquer, asesinando nuestra desconfianza sobre la posibilidad
de la belleza, nuestro escepticismo sobre el amor o nuestra incapacidad para
sentir, aunque sea el frío de la soledad. Sí, ante la visión de este monumento,
que bien pudiera ser el más bello del mundo, algo en nosotros muere para
siempre, pero algo también nace. Desde esta hora y hasta la efímera eternidad
del resto de nuestra vida, nos sentiremos unidos en una mágica comunión a los
espíritus de la Santa Compaña que aquí se congrega cada día a esa hora fantasmal
del amanecer, cuando la incierta bruma convierte en certezas los sueños y todo
deja de ser imposible, hasta el recuerdo de Montse, de quien nadie volvió a
saber jamás. Sin embargo, algo en este lugar parece decirnos que se quedó en él
para siempre.
Publicado en El Mundo de Andalucía el 22 de diciembre de 2009
El monumento está incompleto. Yo, de niño, recordaba el carcaj o aljaba con sus flechas caído en el suelo; pero sin arco. El tronco del taxodio (o "ciprés calvo") se ensanchó y empezó a afectar al monumento, y éste fue restaurado en 1988, con carcaj y reposición del arco. Poco duró el carcaj; fue sustraido y hasta hoy no se ha repuesto; alguien lo tendrá de adorno en su chalé...
ResponderEliminar