lunes, 19 de diciembre de 2011

LAS OTRAS SETAS DE LA ENCARNACIÓN (I)


He aquí dos muestras de lo que podría denominarse ‘Nueva Arquitectura Sevillana’, movimiento que pronto será hegemónico en el caserío histórico. Aunque conceptualmente distintas, ambas resultan igual de transgresoras. Una, apuesta por la introspección, la otra por el minimalismo escatológico. No se las pierdan.





‘Sé que son las nueve por cómo me pesan las piernas’.
Ana Pérez Cañamares.

La última edición de El Cultural publicaba doce obras inéditas de otros tantos poetas, una de las cuales se titulaba ‘Llamas para apagar fuegos’ y arrancaba con el, vamos a llamarle verso, que antecede a estas líneas. Si eso es poesía (venga Dios y lo vea) está claro que esto de lo que hoy vamos a hablar es Arquitectura. Y lo es por razones empíricas y obvias. Se trata de dos casas, dentro de las cuales, al parecer, vive gente. Una de ellas se encuentra en el número 4 de la calle Amargura, la otra se alza en el 12 de Macasta. Ambas están en el entorno de San Luis que, de zona protegida parece haber pasado a convertirse en centro de experimentación para las vanguardias.
 
A pesar de las, aparentemente estrictas, normativas dictadas para la protección de la fisonomía tradicional del casco histórico de Sevilla, a lo largo de los últimos años ha menudeado –y en determinados momentos hasta arreciado- la construcción de edificaciones que nada tienen que ver con la estética que se ha venido manteniendo al uso durante décadas. Una arquitectura que rompía, en ocasiones de modo traumático, la fisonomía del contexto imponiendo otro completamente distinto. Los balcones y las rejas han sido suplidos por cierres cuadriculados y ventanas de una estrechez tal que más que ventanas se antojan ballesteras. Nada de tejas, nada de cal.


 
Este proceso rupturista con respecto a la arquitectrua tradicional ha sido saludado por los estamentos ciudadanos que se autoconsideran en la cúspide local del saber, la modernidad y el progreso. Un sector de la sociedad ahíto de autoestima y ante el cual hasta el poder parece sentir un cierto complejo de inferioridad. Lógico, ya dijo Indro Montanelli que para adquirir importancia lo primero que hay que hacer es darse mucha. Claro que, a la vista del nivel de quienes detentan el poder, es comprensible que se sientan acomplejados ante cualquiera que hable sin aturullarse.
Dado que el pedante hispalense –espécimen, por cierto, que merecería un estudio concienzudo- apoya sin reservas cualquier tipo de transgresión arquitectónica que venga a socavar los cimientos, en este caso en sentido literal, de una ciudad anclada en tradiciones y gustos obsoletos, causa precisamente de su secular atraso, los políticos, particularmente los que han sido ungidos por la fiebre de la progresía, hacen todo lo posible para facilitar su proliferación.
Todo lo hasta aquí expuesto puede servir para explicar cómo es posible que, pared con pared con el antiguo palacio de los marqueses de La Algaba, detrás de la iglesia mudéjar de Omnium Sanctorum y del mercado de la calle Feria, haya podido levantarse un edificio que parece la recreación de un búnker de la era atómica, una especie de fuerte de Comansi puesto al día, con ventanales que se cierran herméticamente como portones de cajas de caudales. El invento está en el número 4 de la calle Amargura y, viéndolo, uno no puede evitar acordarse de la vieja saeta: por esa expresión llorosa, Amargura te pusieron. Ciertamente, a más de uno se le saltan las lágrimas cada vez que pasa por esa calle.

 
Menos impactante, pero igual de transgresor resulta el edificio del número 12 de la calle Macasta. En primer lugar habría que empezar por explicar que la calle Macasta –que se llama así como mínimo desde 1426- es una especie de reducto del siglo XVII que permanece entre el barrio de San Julían y la calle San Luís. Surcada de manera sempiterna por un arroyuelo de aguas fecales, producto de los meados que vienen a desembocar en el charco que deja en el centro de su angostura el agua con el que se trataron de limpiar otros meados previamente allí escanciados y jalonada por excrementos perrunos en tal cantidad que pone el nombre de Macasta a riesgo de convertirse, como catalina o majá, en sinónimo de hez. Tantas han de ser sorteadas para que nuestras suelas, y aún los empeines, no salgan indemnes del empeño.


 La construcción objeto de nuestro interés no resulta ajena en este caso a su escatológico contexto. Se amolda tanto a él que da la impresión de ser un homenaje a los sistemas de aireación de los cuartos de baño sin ventanas. En cierto modo es como un gran chum que parece estar aspirando la atmósfera de cloaca que invade la calle. Al pasar ante su puerta hasta es posible detectar un rumor permanente, tal vez del sistema de aire acondicionado, que recuerda el de una cisterna a la que se le ha ido la zapatilla. 


 
Sólo el color de la casa, blanco naturalmente, evita males mayores e incluso logra impedir que algún paseante distraído repare en ella. No fue nuestro caso. Absortos en la contemplación de tamaña beldad arquitectónica, lo que no pudimos evitar fue pisar una mierda.
Mas, esto es lo que nos espera. El movimiento de la nueva arquitectura sevillana va ganando una tras otra las batallas. Quién las pierde ya se lo podrá usted imaginar.

Se publicó en El Mundo de Andalucía el 14 de febrero de 2011

1 comentario:

  1. Lo de la calle Macasta no entiendo si habla de la casa o de la calle, ya que dedica más líneas a la calle que a la casa, mejor dicho al estado de la calle. Y el estado de la calle es producto de la gente que son un pelin guarra con los excrementos de sus mascotas, pero calles asin existen en toda Sevilla y mucho peores.

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