jueves, 15 de diciembre de 2011

PERSIGUIENDO UN ENIGMA


Siguiendo una brisa otoñal entre el barroco laberinto del Jueves, hemos venido a parar a la puerta de la casa donde nació José María Izquierdo. En la calle Castellar parece que aún es aquel día. Un raro sortilegio impide al tiempo pasar por ella desde entonces.





En el fondo, Luis Cernuda siempre sospechó que José María Izquierdo no estaba tan equivocado, que no era tal su error de amor por la ciudad. Que no derrochó gratuitamente su talento recluyéndolo ‘en un rincón provinciano, pendón de bandería regional para unos cuentos compadres que no podían comprenderlo’. Cernuda intuía, y así lo terminó reconociendo en el capítulo que le dedicó en Ocnos, que algún secreto debió de revelarle la ciudad para que Izquierdo, a diferencia de Bécquer o Machado, decidiera no irse, asumiendo con ello la segura condena al olvido de su obra. ‘Bécquer y Machado la dejaron tras sí, José María Izquierdo nunca la abandonó. Después de todo ¡quién sabe! Durante sus horas de recogimiento silencioso, escuchando la música o en sus atardeceres junto al río, mientras se perdía así entre el ruido de los otros bajo el cielo nativo, tal vez gozó gloria mejor y más pura que ninguna’.





 
Huele a madera de cedro, a carpintería, a cola. Huele como antiguamente olía. Pero es que en este lugar casi todo da la impresión de seguir siendo y oliendo como antiguamente. En la fachada de la casa del número 59 un azulejo recuerda que allí nació José María Izquierdo el 19 de agosto de 1886. Y es como si nada hubiera cambiado desde entonces. Como si un ente invisible y superior hubiera impedido discurrir al tiempo desde que el 8 de julio de 1924, un año después de la temprana muerte de Izquierdo, fuera colocado aquel azulejo sobre su casa natal. Incluso ahora, tantos años después y en pleno otoño, creemos apreciar cómo, desde el selvático patio de la vieja y cada vez más vacía casa de los artistas, llega el aroma que aquel lejano verano exhalaron las higueras.
Pero es mentira. Todo esto que creemos ver y sentir ahora no es más que un espejismo, una apariencia, una vana ilusión. Una pretensión de nuestra imaginación, una ensoñación acaso promovida por ese error de amor en el que también quisimos incurrir en la confianza de que hacerlo nos permitiría desentrañar el enigma que le fue revelado a quien lo supo encontrar divagando por la ciudad, al fin, de la gracia.


 

Naturalmente que por la calle Castellar ha seguido pasando el tiempo; las consecuencias de ello se aprecian a simple vista. Además del azulejo, sobre la fachada de la casa de José María Izquierdo en estos años pusieron grandes pancartas anunciando unas obras para reformarla y convertirla en un edificio de apartamentos. El tiempo, junto a otras cosas, también fue el causante de que el edificio de la vieja fábrica de sombreros Fernández y Roche esté abandonado a su suerte; y el tiempo ha tenido igualmente mucho que ver en que ya no estén en la casa de los artistas ni el orfebre Manolo de los Ríos, ni el tallista Antonio Martín, ni seguramente muchos otros.
Sin embargo, a pesar de todo algo inefable ha logrado permanecer intacto, acaso entre los intersticios de sus adoquines, para hacer de esta calle de Castellar el lugar más propicio para iniciar la búsqueda del secreto que la ciudad guarda: la razón que hizo a Izquierdo quedarse para siempre en ella.
La calle Castellar es una de esas que han de recorrerse en sentido inverso al de su numeración, de tal suerte será cómo el caminante podrá experimentar la sensación de sentirse paulatinamente atrapado, al mismo tiempo, por su geometría y su enigma. Necesariamente ha de comenzar el camino en San Marcos, a la sombra de la torre arábiga que algún ortodoxo estropeara colocándole un ridículo campanario que, pese a su estentórea ridiculez, forma parte ya de su esencia. Desde el principio, la calle empieza a describir una ligera pendiente. Lo primero, a la derecha, es la calle Maravillas, hermoso nombre para una sugerente calleja, cuya arquitectura no ha estado últimamente a la altura del nombre. Seguimos avanzando y, esta vez a la izquierda, encontramos la casa de los artistas. No confundir con la original que hubo junto a San Juan de la Palma, a la que ésta vieja casona tomó el testigo, como ya apuntamos líneas arriba. Aunque entre sus inquilinos de esta nueva Casa de los Artistas cada vez hay menos artistas, de los de antes quiero decir.


 


Unos metros hacia adelante, y nuevamente desde la acera de la derecha, parte el callejón sin salida del Heliotropo. Poco que ver tiene ciertamente con el color de la hermosa flor que le da nombre. Allí, al final, del callejón en el ángulo oscuro, permanece arrumbada, vacía, triste, sola y cubierta de polvo, de su dueño seguro olvidada, la vieja fábrica de sombreros.
De vuelta del callejón y siguiendo por la misma acera, hallamos las dos casas gemelas dieciochescas, en la primera de las cuales nació el inspirador de nuestra divagación de hoy. A partir de ahora, las cosas van a perder cualquier tipo de interés a lo largo de una buena porción de metros. En medio de esta nada, surge la calle del héroe Churruca (apellido que hoy para la mayoría evoca la marca de pipas más que al glorioso marino que combatió en Trafalgar) a través de la cual se llega hasta la plaza del Almirante Espinosa y la calle Infantes.
En esta esquina, Castellar comienza a estrecharse en un abrazo que se acentuará aún más a partir de la confluencia con Espíritu Santo -¿la calle más hermosa de Sevilla?-, donde el caminante comenzará a sentir un novembrino estremecimiento, sobre todo cuando lea el rótulo de la siguiente bocacalle, que se abre a la derecha: Laurel. No es que esté en ella la Hostería de Don Juan, pero sí el bar de Pepe, sevillista y rociero, donde tiran la rubia casi con la misma unción y perfección que en el vecino Vizcaíno, del cual lo separa un salto de caballo de ajedrez, a través de la plaza de los Maldonados y la aledaña de Montensión, antes de los Carros. La capital de El Jueves, o sea.





Estamos ya en el perihelio de las aceras de la calle Castellar, que viene a coincidir con su intersección con lo más estrecho de la calle Feria. Aquí contaba el profesor Joaquín González Moreno que fue donde una mañana de Viernes Santo se asomó a ver pasar la Macarena aquella niña enferma que inspiró los lacrimógenos versos del padre Cué, tantas veces declamados por los afectados rapsodas radiofónicos de la Sevilla rancia.
A partir de este cruce, la calle Castellar se pierde en una sierpe, que describe como queriendo desvanecerse en la nada, aunque en realidad sólo logra llegar hasta la esquina de Alberto Lista. De San Marcos a San Martín. Final de viaje.
Hace tiempo, había en esta esquina un taller donde se reparaban relojes antiguos, el único dedicado a ese menester en la ciudad. Fue seguramente a base de hacer andar tantos relojes que el tiempo se determinó a volver a pasar por aquí, llevándose con él todo aquello que pudo, incluído el relojero. Quedó, sin embargo, el recuerdo de un divagador para dejarnos la pista de un enigma por resolver. Sí, merece la pena quedarse. Pero todavía no sabemos por qué.


Se publicó en El Mundo de Andalucía el 18 de octubre de 2010

1 comentario:

  1. Soberbio. Inolvidable el apasionado capítulo que le dedica Romero Murube en el Discurso de la Mentira.

    Euleon

    ResponderEliminar