jueves, 22 de diciembre de 2011

LA TRANSFIGURACIÓN

Una ciudad sobre la que se derramase una lluvia de azahar como la que ahora cae sobre Sevilla jamás debería sentirse inferior a ninguna otra. La nuestra, sin embargo, parece sentir un cierto complejo ante la Serenísima. Acaso por eso le dedicó una calle horrenda.





 LA CALLE VENECIA
Esta Venecia no está en Adriático. No es la de Casanova ni Shakespeare. Tampoco está en el Pacífico. No es la Venecia californiana de los surferos y las rubias turgentes. Aquí, el único Gran Canal es el que a menudo se forma en la esquina con San Juan Bosco; si bien, más que canal es charco, y, por cierto, pestilente. Rialto no es un puente, sino la parada de donde parte el autobús de Valdezorras, que pasa dos calles más allá. Se llama así porque antes había allí un cine con ese nombre, pero ahora donde estaba el cine hay un supermercado. Rialto, pues, ya no es ningún sitio, sólo un rótulo en el chacra frontal del autobús. En cuanto a los mercaderes, ninguno es judío. Tenemos los bares, la tintorería, los dos supermercados, la cafetería, la pastelería, fruterías, tiendas de tejidos… todos regentados por aborígenes educados en la fe Católica, Apostólica y Romana, aunque luego cada cual haya tirado por el camino que su razón y sus sentimientos le dictasen. La nota exótica la pone el chino, aunque a decir verdad, aquí los chinos cada vez son ya menos exóticos. Empiezan a estar más vistos que una procesión extraordinaria. Hablando de procesiones, he aquí la verdadera razón que nos trae hasta este rincón de Sevilla, puro barrio aunque a dos manzanas del centro histórico.
Desde que la hermandad del Polígono de San Pablo se incorporó a la nómina de la Semana Santa, la calle Venecia pasó a formar parte de ese largo elenco de calles, más bien tirando a feas, que una vez al año sirven de paisaje para una cofradía. Un paisaje, evidentemente, no labrado a propósito, pero que en cierto modo se acomoda al discurrir de la procesión, de suerte que hasta puede resultar hermoso verla pasar por ella.




Sevilla ha sido muchas veces comparada con Venecia. Desde luego, la belleza de ambas fue siempre equiparable. La diferencia es que Sevilla ha hecho todo lo posible por quitársela de encima y Venecia, no. Así pues, la equiparación ya no puede ser tanta como antiguamente. Y Sevilla, que tendría que reconocer sus errores, en lugar de eso se empestilla en el yerro y encima se enfada cuando le dicen que ya no es tan bonita como la Perla del Adriático. Qué le vamos a hacer. Mas, su venganza fue terrible.







En el paseo del Rey Juan Carlos I (alias la vera del río en la calle Torneo) subsisten desde hace lustros los restos mortales de una fuente que en cierta ocasión fue de cristal. Nos la regaló Venecia con motivo de la Exposición Universal de 1992. La fuente, como es natural, duró dos días. Una cosa de cristal, en medio de la calle y sin protección, en Sevilla… pues ya me dirán ustedes.


Esa cruz gamada pintarraqueada en la fuente podría haberla firmado Ibáñez el de Mortadelo y Filemón.





Tras el primer destrozo, la fuente fue reparada, pero no tardó demasiado en volver a ser víctima de la analfabeta barbarie del niñaterío local. Del niñaterío y de los padres del niñaterío, que son casi peores. Desde entonces, igual que ayer permanece, un impresentable redondel de cemento recuerda dónde estuvo la fuente veneciana, para nuestro escarnio.






No quedó ahí el arrebato envidioso de Sevilla. Ese, digamos, fue el remate. Antes había sido el rotular una calle de las que en su día fueron consideradas ‘modernas’ con el nombre de la ciudad de los canales. Entre José Laguillo y Filpo Rojas. Desde la zona de influencia de la Puerta Osario hasta San José Obrero discurre la calle Venecia. Una de sus bocacalles, la más estrechita y oscura, sin salida por demás, lleva el nombre de Florencia; otra de las ciudades cuya cuidada belleza supone un agravio para Sevilla.
Arquitectónicamente, la calle Venecia carece por completo de interés. No hay nada en ella digno de mención. Bloques de pisos y ya está. Bueno, el colegio San Juan Bosco, donde estudiaba la infortunada Marta del Castillo. Su fisonomía es tristona y fea. Tiene, en cambio, la ventaja de un animado ambiente comercial; del estilo del que tienen calles de barriadas como Marqués de Píckman en la Ciudad Jardín, Conde Halcón en Pío XII o Santa Cecilia en Triana, o lo que sea aquello, porque Triana es desde hace tiempo una entelequia parecida a la del cine Rialto. Una palabra que da nombre a algo que no existe. Pero esa es otra historia.
Además de ese ambiente de bulle-bulle por las mañanas, de señoras con carritos, escolares con mochilas, jubilatas de paseo y aficionados al cerveceo de mediodía (no se pierdan Los Cantillos, a la vuelta de la esquina de San Juan Bosco), la calle Venecia tiene, como Cardenal Cisneros y Virgen de los Buenos Libros, dos buenas hileras de naranjos.


Y en esta época del año, como dice el anuncio de los toldos, esos naranjos están trabajando a pleno rendimiento en la producción de azahar. Eso hace que la cosa cambie del todo. Porque, envuelta como ahora se nos muestra en el aroma que desprende su naranjal, la calle Venecia parece otra cosa. Está como esperando que por ella pase esa cofradía que el primer Lunes Santo que la atravesó operó en ella algo parecido a lo que este domingo contaba el Evangelio: una transfiguración.



Ciertamente, la cofradía del Polígono tiene experiencia en ese tipo de efectos. Desde hace años, ya venía operando una metamorfosis terapéutica en las calles de su barrio cada vez que lo recorría. Ahora ese efecto se extiende a lo largo de todo su hormigonero recorrido a través de barriadas de bloques con soportales. De ese milagro es paradigma esta calle que, gracias a la cofradía, compone, aunque sea una vez al año, una estampa digna del nombre que lleva en sus esquinas.


 Se publicó en El Mundo de Andalucía el 21 de marzo de 2011

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