domingo, 4 de diciembre de 2011

CERNUDA WAS A ROLLING STONE



Ese misterio insondable que es Sevilla pudo haber tenido aquí su origen. En este laberinto de calles silenciosas que la Historia trenzó cual los juncos de Ocnos. Mas ninguna de ellas posee el extraño encanto de la que lleva el nombre de un ser invisible: el aire.





 
Inmensos y enigmáticos subterráneos recorren en este lugar las entrañas de la ciudad. Su misteriosa existencia, son como pecios hundidos en la mar, nos insinúa la existencia de un pasado por entero distinto al que narran las crónicas. Será que la realidad deja de serlo cuando termina y se convierte en historia, en objeto de un cuento que cada cual contará a su manera. Hay quienes dicen, considerando la presencia de tan formidables sótanos, que en este lugar están las células madre de la ciudad. Que aquí precisamente comenzó todo. Quién sabe. Cuando viajamos atrás en el tiempo, Sevilla tarda muy poco en confundirse con su propio mito. Mas eso también ocurre con estas calles, estrechas y sinuosas, esparcidas cada una en una dirección distinta, como si fuesen el resultado de un estallido, del particular big bang de la vieja Hispalis, o como se llamara lo que aquí hubo entonces. Calles que son como las dendritas de una neurona, a través de las cuales se fueron expandiendo los impulsos vitales de nuestra ciudad.
El lugar no tiene nombre, es sólo la confluencia de cuatro calles: Fabiola, Madre de Dios, Federico Rubio y Aire, pero quien sabe si ese lugar debería llamarse Sevilla. Hoy en día parece existir exclusivamente para componer junto a la cofradía de San Bernardo la más bella e incomparable estampa de cada Semana Santa, pero en el fondo se le adivina otra razón, más profunda y antigua, a su existencia. Desde aquí vamos a partir a lo largo de las próximas semanas para recorrer las calles que en él arrancan camino cada una de un punto cardinal distinto. Para empezar, hemos elegido la excepción que de esas cuatro calles entraña la del Aire. La única de ellas dedicada a un ser invisible, a un dios menor, y la única que aquí no arranca sino que desemboca, en lo cual tal vez haya una pista, un indicio, algo que el misterio nos quiera revelar subrepticiamente.




 
La calle del Aire parece venir, como el aire mismo, no de otro lugar sino de otro tiempo. Al fondo de su eternamente umbría estrechez se adivina la arcana presencia de las tres columnas que dieron nombre a la calle de los Mármoles. Tres moles de granito que nadie todavía ha sabido decir exactamente qué hacían allí. Sólo se sabe que hubo otras tres, dos de las cuales fueron llevadas hasta la Alameda, donde siguen, y la tercera murió despiezada en ese mismo intento. Las conjeturas ubican a lo largo de esta calle por la que apenas cabe el viento el ignoto origen de la ciudad que pisamos, vivimos y sufrimos. En algún lugar del subsuelo podría estar la clave que lo explicase todo. Pero muy posiblemente jamás la descubramos. De ese modo persistirá el enigma de por qué y cómo. Y así, la razón habrá de seguir viéndose obligada a ceder el paso a la poesía, quizá la única capaz de explicarlo todo.
Tal vez eso sea lo que traten de decirnos, al otro lado de la calle, las cinco ruedas de granito, cinco piedras de molino, que, empotradas en la pared, llevan allí siglos viendo pasar los días. Rolling Stones que, como las del poema, tampoco crean musgo. Balas perdidas de la Historia que jamás nadie supo encontrar o quizá nadie quiso ver.
Hubo además una sexta bala, un sexto rolling stone que trascendió de estos muros y estas tapias, pero sin embargo quedó atrapado en sus enredaderas. Antes de perderse en un eterno viaje por el mundo, exiliado de si mismo, el poeta Luis Cernuda vivió sus últimos años sevillanos en la calle del Aire, cuya melancólica soledad le hizo concebir los versos de su primer poemario: Perfil del aire. Últimos años, primeros versos. Los de Jardín Antiguo fueron eternizados, si es que tal palabra es posible, en un azulejo que hay en la fachada de la casa donde habitó. ‘Sentir otra vez, como entonces, la espina aguda del deseo, mientras la juventud pasada, vuelve. Sueño de un dios antiguo’.



 
Ese dios acaso pudo haber sido Eolo, el díos de los vientos, que en esta constreñida encrucijada del tiempo apenas pueden soplar más que como un suspiro. El tiempo es eso en el fondo, apenas un suspiro que pasa y se va, que sentimos y explicamos cada cual de una manera. Por eso cada cual cuenta la historia de un modo y la realidad deja de serlo justo en el instante en que acaba. Aunque ahí abajo, en la lóbrega humedad de los inmensos subterráneos pueda estar la explicación que nadie ha sido ni será capaz de encontrar.
Los cronistas cuentan que en la calle del Aire hubo negocios tan mundanos como la fábrica de naipes de El Carmen, que regentaba un señor de decimonónico nombre llamado don Telesforo Antón. También cuentan que aquí estuvo el viceconsulado de los Estados Pontificios. Singular y paradójica coincidencia. Las cartas y las bulas, pared con pared. Hoy en día es posible disfrutar en una de sus casas de un baño y un té moruno a las finas hierbas, evocando los días de esa Perla del Guadalquivir a la que cantase el poeta Al Mutamid quien, como Cernuda, también acabó exiliado a la fuerza, llorando en su destierro por la ciudad y el sueño perdidos, tratando de explicar en versos, probablemente de la única manera que se puede, lo inexplicable, esta ciudad hermosa e inasible. Cantos rodados, balas perdidas, desarraigados que no quisieron quedarse para ser convertidos en las mismas ruedas de molino con las que habrían de comulgar para ser luego emparedados en el olvido de una pared donde verían eternamente pasar los días, correr el aire.

Se publicó en El Mundo de Andalucía el 5 de abril de 2010



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