domingo, 4 de diciembre de 2011

TOP OF THE ROCK


Hoy haremos cumbre, tanto en la geografía como en la biografía. En lo más alto de la ciudad se guarda lo que queda de la memoria de un hombre que también llegó a la cima. Como legado, dejó dos apellidos que a partir de él permanecerían siempre unidos: Rojas Marcos.


 

La saga de los Rojas-Marcos, paradigma de los triunfadores, pero también de los liberales outsiders, tal vez sería digna de una recreación literaria, incluso si me apuran, hasta de una serie de televisión. Sólo la historia del patriarca, del hombre en quien vinieron a reunirse para siempre jamás esos dos apellidos, ya daría para una crónica, no sólo de una vida, sino de toda una época; de España en general y Sevilla en particular. Naturalmente, de esa historia no se acuerda casi nadie. Aunque, a decir verdad, resulta complicado acordarse de aquello de lo que jamás se supo nada. Seamos sinceros: son muy pocos quienes podrían decir quién fue Manuel Rojas Marcos, casi tan pocos como los que saben que la calle de la ciudad que lleva su nombre es exactamente el punto geográfico más alto de Sevilla, de suerte que la cima de una ciudad y de un hombre vinieron a coincidir exactamente en el mismo sitio. Y ahí es donde hoy vamos a parar con la pretensión de hacer juntos este doble descubrimiento: el geográfico y el biográfico.
A lo largo de las últimas semanas estuvimos merodeándola, pasando alrededor, recorriendo las calles que, en pendiente, bajaban desde ella, pero hoy, por fin, ha llegado el momento de subir a lo más alto. Aquí, en la cima de la costanilla de San Isidoro, entre el oratorio de San Felipe Neri y las viejas y nobles casonas que albergan la Fundación Gota de Leche o el Museo Flamenco de Cristina Hoyos, debió de estar el lugar donde cuentan que los primeros pobladores de Sevilla mantenían reunido su ganado para protegerlo de las crecidas de un río Guadalquivir que por aquel entonces ni siquiera se llamaba Betis todavía. El lugar es intrincado, se halla emboscado en lo más espeso, también lo más noble, de la trama urbana del casco. Es literalmente imposible que un camión pueda llegar al ensanche, casi una plazoleta, que forma la calle antes de bifurcarse entre Estrella y Argote de Molina. Hasta ese lugar sólo conducen angostas callejas pura y genuinamente sevillanas que de manera milagrosa permanecen libres de los estigmas que sufren otras no muy lejanas a cuenta del negocio del turisteo. Aquí no hay camisetas, ni paellas, ni sangrías. Hay silencio. Un silencio hondo y antiguo, como si la zona permaneciera en una eterna hora de aquellas siestas durante las cuales había que guardarse de hablar en voz alta y los niños, al menos los niños buenos, no salían a la calle.
Precisamente Alta se llamó la calle antes de que fuera rebautizada con el nombre de Manuel Rojas Marcos, uno de sus más ilustres vecinos. Alvarez Benavides cuenta que en algún tiempo también llevó el nombre de San Alberto, por estar en ella la iglesia dedicada a este santo. Detalla el susodicho Alvarez-Benavides que la vía ‘ocupa uno de los puntos más céntricos de la ciudad, y si bien no es de mucho tránsito, tanto por la clase de sus edificios cuanto por su vecindario, figura entre  las primeras de la ciudad’. Allá por la segunda mitad del siglo XIX, que es cuando esta fechada la cita, entre los ilustres vecinos de la calle Alta estaba don Constantino de la Huerta, que tenía en ella una fábrica de licores. Imaginar hoy en día una fábrica, aunque sea de licores, en esta calle, es mucho imaginar.
Hasta principios del siglo XX no se instalaría Manuel Rojas Marcos en la calle que habría de llevar su nombre. Nuestro protagonista había nacido el año 1869 en Morón de la Frontera. Estudio Derecho y se fue a Madrid para trabajar como pasante en el despacho de Eduardo Dato, quien sería presidente del Gobierno. En 1900 abrió su propio bufete en Sevilla, que llegó a ser con el tiempo el más importante de la ciudad. Fundó la Liga Católica y en 1918 fue elegido como diputado a Cortes, ocupando el puesto de vicepresidente del Congreso. Hombre de derechas, pero liberal, mantuvo una postura política distante del caciquismo imperante en la Andalucía rural de la época. En Sevilla también fue protagonista de la vida cultural, fue miembro de la Academia de Buenas Letras, y de la religiosa. Hermano de la Santa Caridad, trató muy de cerca de dos personas que acabaron siendo elevadas a los altares: fue el abogado que llevó los asuntos jurídicos a Sor Angela de la Cruz y mantuvo una estrecha relación el cardenal Marcelo Spínola, a quien su familia, que había residido en la calle Capuchinas, frecuentó desde su época de párroco de San Lorenzo.
Manuel Rojas Marcos fue también elevado a los altares laicos de la inmortalidad y los honores civiles, rotulando con su nombre precisamente la calle Alta donde había venido a instalarse. En el Top of the Rock de una Sevilla que él alcanzó tanto física como profesionalmente.
Cuando en 1920 Manuel Rojas Marcos murió, el cardenal Enrique Almaraz encareció a su viuda, Ignacia Lobo, a que uniera para siempre los dos apellidos del prócer para que las futuras generaciones los siguieran ostentando. Y dicho y hecho.

Se publicó en El Mundo de Andalucía el 7 de junio de 2010

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