domingo, 8 de diciembre de 2013

DONDE EL OVIDO TIZNA

Oculta entre espadañas y torres medievales, a trasmano de las rutas turísticas y todas las demás rutas, la plaza de Santa Isabel tal vez sea el último oasis de belleza en estado puro que le queda a Sevilla. Incluso con toda la porquería que en sus esquinas acumulan los indigentes que en ella suelen instalar sus campamentos; hasta con sus bancos rotos y su sucia fuente la plaza de Santa Isabel es una delicia para las almas sensibles; la última que nos queda. En sus ajadas trazas se aprecia la rotunda belleza de las cosas que son de verdad. Porque hay más verdad en sus churretes, en ese halo rancio de cerveza ida escapado de unas litronas que ruedan por el suelo que en todo ese infame decorado para turistas que rodea las llamadas zonas monumentales. ¿Qué zona más monumental puede haber que éste ventrículo izquierdo del corazón del Moscú sevillano? Se diría que el olvido la ha salvado; nadie ha venido a falsificarla con el pretexto de una rehabilitación tergiversadora. Como una habitante más de las clausuras que la rodean, embozada en el hábito protector de la indiferencia ajena, la vida discurre en la plaza de Santa Isabel sin imposturas ni disfraces. Alguien está tocando esta noche una guitarra cuyas notas flamencas se escapan a través de una ventana. No es un espectáculo para turistas. Toca para el agua de la fuente que arrulla por soleares el sueño de unos desgraciados; toca y se pierde en la elocuencia de un silencio donde flota toda la verdad de Sevilla; la última que le queda.


En la plaza de San Marcos, me refiero naturalmente a la de Sevilla, vienen a desembocar todas las castas y estéticas de la ciudad. Como si pretendiesen formar en ella un compendio, aunque en realidad es sólo una pequeña-gran nada, los diversos mundos en que se va encarnando la vieja Hispalis a través de sus diferentes barrios históricos mantienen aquí un peculiar punto de conexión. Es esta plaza una suerte de fusión fría donde se reúnen en un gélido abrazo la Sevilla aristocrática, que llega desde Bustos Tavera; la burguesa, que lo hace por San Luis; la Sevilla alternativa y bohemia, que arriba a través de Castellar procedente de Feria y, un poco más allá, la Alameda y, por último, la Sevilla reminiscente de los corrales de vecinos, la más popular y humilde del centro, que desemboca en la plaza a través de las calles Socorro y Siete Dolores (los nombres acaso no sean nada casuales) trayendo desde San Román y San Julián, a través del Pasaje Mallol, los vestigios calcinados del Moscú Sevillano. Un enclave al que los historiadores, a base de querer darle una importancia que acaso no tuviera, han acabado convirtiendo en mito y, por tanto, envolviéndolo con el barniz áureo de la leyenda.
Todo eso viene a reunirse, sin que se note en absoluto, en la plaza de San Marcos. Los misterios de Sevilla. Si bien es verdad que la mayor parte de los misterios de Sevilla tienen una explicación bastante simple. Dado que un misterio es, por definición, algo que se desconoce, basta reparar en el enorme grado de desconocimiento que los sevillanos tenemos sobre nuestra propia ciudad para comprender que el origen de esos misterios es la ignorancia.


En la parte de atrás de este rincón de Sevilla donde todas las sevillas se encuentran, al más puro estilo sevillano, para decirse: 'A ver cuándo nos vemos', está lo que hemos venido a buscar: una plaza olvidada, un rincón con aire más de Castilla la Vieja que de Andalucía. Un sitio que pusieron en el lugar equivocado: la plaza de Santa Isabel. Su historia comenzó cuando todavía no se había descubierto América; aunque eso en Sevilla tampoco es noticia, pues Sevilla llevaba milenio y medio vivaqueando en la Historia cuando a Colón se le ocurrió (o le soplaron, porque últimamente circulan al respecto versiones de todo tipo) su aventura de buscar una ruta hacia las Indias a través del Mar Tenebroso. De todos modos, no está mal recordar de vez en cuando a qué alturas debemos remontarnos cuando recorremos las antiguallas que felizmente aún sobreviven en la ciudad. Si bien, como en el presente caso sucede, sobreviven de muy mala manera.


Desde hace años, el hedor del fracaso y la enfermedad nos saluda al penetrar en este rincón tomado por vagabundos que amontonan sus colchones y pertenencias en las esquinas de la plaza. Resulta inevitable sentir cierto reparo al recorrerlo, pues es difícil sustraerse a la sensación de estar invadiendo un lugar privado, una especie de gran dormitorio comunal. Una pátina de oscuridad que tizna lo envuelve. Tal vez sea el producto de las candelas o qué se yo, pero en la superficie de las cosas se intuye una oscura capa, como de un dedo, de algo que mancha. Inexplicable y milagrosamente, la fuente funciona y hasta mana varios chorros de un agua plateada que interpreta su líquida sinfonía ajena a la indiferencia que le dispensa el tipo que en el banco de forja se lía un canuto o los tres clochards que, más allá, murmuran sus alcohólicas y desventuradas divagaciones.


La plaza de Santa Isabel debe su nombre al convento del mismo nombre, ubicado en uno de sus laterales y cuya iglesia ofrece a ella su portada principal. El edificio data en sus orígenes de 1490, año en el que el cenobio fue fundado por Isabel de León Farfán. De aquella época la verdad es que queda bastante poco. La portada en cuestión, como la mayor parte de la iglesia, es una obra del XVII, el gran siglo de Sevilla, para lo bueno y para lo malo. Alonso de Vandelvira fue quien diseñó sus trazas y, por tanto, también las de la monumental portada, que preside un ático donde puede admirarse un relieve de la Visitación tallado en piedra por Andrés de Ocampo, quien ya hubiera querido que a esta obra suya se le prestase al menos la mitad de atención que a su Cristo del Calvario. Tal vez de ese modo el devenir de la plaza hubiera sido otro.
Aunque el aspecto del lugar donde se alza no de pie a sospecharlo, la iglesia de Santa Isabel atesora un importante patrimonio artístico, que habría sido mayor aún si los franceses del Mariscal Soult no hubieran arramplado con buena parte de su catálogo. Cierto es que son muy pocos los sevillanos que, dos centurias después, echan de menos las obras entonces expoliadas, lo cual nos lleva de nuevo a la causa que explica los misterios de Sevilla.
Por haber, hay en Santa Isabel hasta un Cristo de Juan de Mesa, quien por cierto trazó además para este templo un retablo de cuya ejecución se encargaría uno de los empleados de su taller.

Dicen que el verano se acaba esta semana, pero esa noticia no ha llegado hasta esta plaza, porque aquí nunca fue verano. Por obra de algún extraño designio, hay lugares donde las estaciones son perpetuas. Y en Santa Isabel siempre es otoño. Caen las hojas del almanaque sobre sus dieciocho naranjos y la ajada fuente repite monótona la misma canción, mientras el gris de los días la tizna de olvido. 

1 comentario:

  1. ...y así sigue, o peor, un año después.
    Zona del centro muy degradada, donde hay ocupas, indigentes varios qye allí viven y defecan, trafico y menudeo de todo de drogas y demás cosas desagradables que dan inseguridad a los vecinos y mala imagen a los turistas.
    A tener muy en cuenta el inexplicable chatarrero del plaza del pelícano, que ahí sigue imcupliendo todas las leyes, con materiales tóxicos incluidos y algo que nadie erradica, plaza en la que jamás multa la policía local a los coches
    El alcalde hace lo que puede, pero parece que "alguien" impide que se cumpla la ley, creándose un gueto, las 3.000 en pleno centro

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