viernes, 6 de diciembre de 2013

EL DIOS DE LAS PEQUEÑAS COSAS




‘Hace años, usted habría sido excomulgado por entrar aquí. Y a mí también me habrían excomulgado por permitirle la entrada. Pero las cosas han cambiado mucho en la Iglesia’. Sor Inmaculada, la abadesa del Convento del Socorro, también es muy distinta a la monja que nos habíamos imaginado.







Algo, acaso esa luz distinta, un punto irreal, que tiene el mes de septiembre, o tal vez una atávica querencia que necesita sentir ya el primer hálito del otoño, nos ha hecho tomar hoy la senda que lleva hasta la calle Socorro, a pesar de que aún es demasiado pronto para que la envuelva el noble y antiguo aroma del cisco picón con el que alguien sigue allí combatiendo los húmedos fríos de la Sevilla intramuros; ese olor que sorprende a quien se aventura a través su solitaria penumbra durante las largas noches de los últimos meses del año, y que, por alguna razón incomprensible, esperábamos haber sentido al llegar, a pesar de ser mediodía y el estío no haber dicho aún su última palabra. Pero es que, inexplicablemente, la sosegada belleza del otoño sevillano se mantiene perenne e inalterable en esta calle que va desde la plaza de San Marcos a la San Román, dos collaciones cuya historia está tan llena de revolucionarios como de piadosos; que si la subversión anidó aquí fácilmente, más aún lo hizo la vida contemplativa, pues a convento por manzana viene a salir el que fuera llamado Moscú Sevillano. Paradojas de la vida. Paradojas de Sevilla.



Una de esas paradojas es precisamente ese simbólico otoño que, incluso en lo más crudo de la canícula, se nos muestra en los muros de la iglesia del Monasterio de Santa María del Socorro y brillando en los clavos de forja que, en las rejas de sus ventanas, defienden la clausura de las monjas de la orden franciscana de la Inmaculada Concepción.
El de la Virgen del Socorro es el único que queda de los cuatro cenobios que la Orden creada por Santa Beatriz de Silva llegó a tener en Sevilla. Su fundación data de hace casi cinco siglos, los que dentro de dos años harán del la donación de las casas donde primero se estableció, legadas en su testamento por doña Juana de Ayala. Desde entonces hasta ahora, medio milenio de avatares y una historia que siguió discurriendo, inexorable, fuera y dentro de sus muros.



El número 30 de Bustos Tavera parece cualquier cosa menos la entrada a un convento, pero eso es precisamente lo que es. Lo que da a la calle Socorro es la iglesia, a las dependencias del convento se entra por aquí. La construcción de este ala es la más reciente, data de los años setenta del siglo pasado y se nota. Sin embargo, nada más atravesar la cancela, no hay duda de dónde vamos a entrar. La breve estancia del torno está presidida por un azulejo de Francisco Chaparro con la efigie de la santa fundadora portando el báculo, uno de sus atributos. Y junto al torno, una lista en orden alfabético con los dulces elaborados por las religiosas: almendrados, bombón de turrón, cordiales y así hasta las tortas de chocolate. Todos son de fama en la ciudad, aunque la actividad repostera del convento es relativamente reciente, pues data sólo de 1999, cuando a instancias de un hermano de la Sagrada Mortaja llamado Pepe, las monjas se decidieron a comercializar los magníficos pestiños que hicieron para obsequiar a los miembros de un coro que fue a amenizarles un día de Navidad.




Todo eso nos lo contaría Sor Elena, una extremeña que ingresó en la Orden en 1988 y dirige el horno. Antes, nos había recibido la abadesa, Sor Inmaculada; una sevillana de la calle Arrayán, a quién, a pesar de su dulce y radiofónica voz, habíamos imagnado anciana y venerable, pero que resultó ser sorprendentemente joven. Sor Inmaculada, que lleva en la dentadura unos brakes como la Lolita de Adrian Lyne y nunca ha visto la Isla de la Cartuja, entró en el convento el año 1989. Estudiaba en el vecino colegio Luisa de Marillac cuando sintió que algo, no cabe duda que Dios, la llamaba desde detrás de sus muros.




Ocho religiosas, todas ellas españolas, residen actualmente en el Monasterio del Socorro. Dado su número y las dimensiones del recinto, para comunicarse entre ellas usan, como en otros conventos, un código de campanas. Cada hermana tiene asignado un número de campanadas para ser llamada a según qué lugar. Clausura, pobreza, castidad y obediencia son los cuatro votos que han jurado. Cada día se levantan a las siete menos cinco. No pregunten por qué a esa hora tan rara. Cosas de monjas, le dirán ellas mismas. La mente femenina, mucho más sutil que la del hombre, no necesita cuadrículas de cuartos, medias y en puntos, pues sabe que para estar exactamente a las siete y media en el rezo de laudes, basta con levantarse a menos cinco.
Aunque pobres por vocación, las monjas del Socorro siempre fueron emprendedoras. Actualmente viven de los dulces que venden y de las escasas pensiones concedidas a las mayores. Pero a lo largo de estos años también encuadernaron libros, tuvieron una residencia estudiantil y hasta una hospedería que puede vuelvan a reabrir en breve.
Es precisamente en el trabajo y en las pequeñas cosas la vida cotidiana donde estas santas mujeres ven cada día a Dios. Lo que otrora hubiera sido una visión del infierno, hoy es un accidente con la lavadora motivado por un cortocircuito. Todo más sencillo y, posiblemente, más de verdad.




Sor Inmaculada nos cuenta los pormenores de la vida del convento mientras nos enseña sus rincones: el bello claustro del siglo XVII, el coro donde se puede admirar un Cristo manierista del siglo XV, una virgen sedente del XVIII, que algunos atribuyen, acaso alegremente, a Gijón, un Nacimiento de Cristóbal Ramos y un interesante órgano; la iglesia, presidida por la Virgen del Socorro, una bella talla de alabastro repolicromado, el retablo originalmente labrado por Felipe de Ribas y los azulejos de Pickman con reproducciones de cuadros de Murillo.



Huele a comida, es la hora del almuerzo y, por tanto, de que nos marchemos. Antes, empero, reparamos en que, sepultado en la cripta de la iglesia, aquí yace don Hernando Beltrán de la Cueva, un piadoso caballero que legó su fortuna para atender a los pobres vergonzantes de la collación; un tipo de pobreza que la crisis ha hecho reaparecer, como a diario comprueban estas madres que, a pesar de pobres, siempre tienen algo para quienes llaman a su puerta pidiendo socorro. Benditas sean.

Publicado en El Mundo de Andalucía el 3 de septiembre de 2012

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