miércoles, 10 de septiembre de 2014

EL ULTIMO FANTASMA DEL CEMENTERIO

Quien estas crónicas firma tiene la costumbre de celebrar la llegada del otoño releyendo La Venta de los Gatos, el famoso relato de Gustavo Adolfo Bécquer. Mas, no contento con leerla, vuelve cada año a visitarla para verla bajo el cielo encapotado y envuelta en el halo de la leyenda. Craso error. Hace ya muchos años que de aquel que Bécquer catalogó en su relato como ‘el más neto y característico de todos los ventorrillos andaluces’ no queda sino un descuidado residuo que da lo mismo ver con lluvia y frío que con el sol que inflama la calor del membrillo, cuya supervivencia debemos al tesón de su humilde dueño; a nadie más.



Busto de Gustavo Adolfo Bécquer, obra de Illanes, junto a la Venta de los Gatos.
Foto Antonio Sánchez Carrasco



Avenida de Sánchez Pizjuán, número 25. Las cosas han cambiado mucho, ya por aquí no pasan coches fúnebres tirados por espectrales caballos adornados con plumeros negros, tampoco se ven ataúdes portados a mano por desgarbados individuos de mala catadura; ya no es 'el camino por el que pasan los muertos, donde las flores y los árboles tomaron por eso un color diferente'; ni siquiera los muertos dan el mismo miedo que entonces. Porque, despojado el acto de la antigua trascendencia, lo de morirse se ha acabado convirtiendo en un trámite. El muerto al hoyo y el vivo a su hipoteca, que la cosa está muy mala. La gente ni siquiera es consciente de que el finado a quien velan en el cercano tanatorio de la SE-30 conoce ya la gran verdad oculta de nuestra existencia. Si hay un más allá de ese cuerpo serrano que dejó de funcionar o todo termina, precisamente, al final de esta avenida; en la columna de humo negro que se levanta sobre el horizonte, llena de oscuras reminiscencias de campos de concentración, alertando de dónde está el fuego... fatuo de un vivir que se acabó.
Ahora, todo eso -¡incluso eso!- le importa un bledo a la gente, pero hasta hace no demasiados años, aún pervivía en el ánimo de los sevillanos un cierto reparo, una comprensible reticencia antes de tomar la decisión de venirse a vivir a estos contornos; todavía causaba impresión -¡leche, daba miedo!- el hecho de vivir ‘al lado del cementerio’. Nadie quería. Sin embargo, hoy en día, ya ven, hasta se editan guías para que los turistas visiten el camposanto y la gente vaya de excursión a echar el día viendo la tumba de fulano o el panteón de mengano; incluso la fosa común donde enterraron a los fusilados durante la represión franquista.
El 1 de enero de 1853 comenzó a funcionar el cementerio de San Fernando; bastantes meses antes, desde que se tuvo noticia de la intención de crearlo, la Venta de los Gatos había entrado en decadencia. Hasta ese momento, si hacemos caso a Gustavo Adolfo Bécquer, había sido un alegre ventorrillo –‘el más neto y característico de todos los andaluces’- ubicado en el camino del convento de San Jerónimo adonde iba la gente de los barrios populares a solazarse, sobre todo en las tardes de primavera, y probablemente también en las de nuestro primaveral otoño. Sin embargo, todo fue anunciarse la creación del camposanto y verse la venta fuera engullida por la fúnebre atmósfera que siempre envolvió los sitios donde se enterraba a los muertos. A partir de aquella fatídica fecha, la clientela de la venta se limitaría a enterradores, cocheros y, en general, personal del sórdido gremio funerario.


La Venta de los Gatos, en la actualidad. Foto: Antonio Sanchez Carrasco.


Aquel hecho histórico fue elevado a la categoría de mito literario por el genio del barrio de San Lorenzo, quien conoció de primera mano el alcance del trauma ocasionado en la zona por la instalación en ella del nuevo gran cementerio de la ciudad, dado que Bécquer no abandonó Sevilla hasta más de un año y medio después. Este dato puede que sorprenda a muchos de los que conozcan su relato sobre la Venta de los Gatos, pues en él, el autor dice haber vuelto a la ciudad después de diez o doce años, encontrándose con la novedad del cementerio, aunque no sólo con esa. Atención a esto que también dice: ‘Yo dejé una Sevilla y encontraba otra muy diferente. Yo dejé una ciudad grande, hermosa sin afectación, tal vez con abandono, llena de un encanto propio, con un aspecto y una fisonomía originales y características, y la hallé tan mudada que sólo puedo comparar el efecto que me hizo al verla con el que experimentaría un entusiasta de nuestras costumbres y nuestros trajes típicos al tropezar una cigarrera del barrio de Triana con una crinolina a la emperatriz, un sombrero de tope alto y el pelo a lo Fuoco. Tan extraño, tan antiármonico y perdóneme la civilización, encontré la mezcla de carácter andaluz y barniz francés que veía en todo lo que me rodeaba’.
No, Bécquer no pudo llevarse esa desagradable sorpresa, pues asistió en directo a todos esos cambios; lo cual no resta un ápice de valor a la feroz crítica que encierran sus palabras; de gran actualidad, dicho sea de paso. Especialmente, si reparamos en este otro párrafo del mismo relato: 'Visité los edificios más notables; y torné a vagar y a perderme entre las revueltas del antiguo barrio de Santa Cruz; en el curso de mis paseos extrañé muchas cosas nuevas que se han levantado no sé cómo; eché de menos muchas cosas viejas que han desaparecido, no sé por qué'.
El relato becqueriano es, por eso, a la vez que una historia legendaria, una crónica social, una denuncia sobre la destrucción de Sevilla, en la que ya entonces había quienes se afanaban bajo el pretexto de la modernidad (la 'civilización', dice Gustavo Adolfo). En este sentido, la Venta de los Gatos no es sino el paradigma del patológico desprecio que Sevilla parece sentir por sí misma. Un residuo que sobrevive gracias al romántico empeño de su propietario, un hombre que no pudo ser torero pero que sí fue capaz de capear la embestida de la especulación, el desprecio de las autoridades y la ignorancia o, peor aún, la indiferencia del pueblo. Olvidada en un rincón, la Venta de los Gatos es hoy el ultimo fantasma de un cementerio que ya no da miedo a nadie.


Con mi agradecimiento a Antonio Sánchez Carrasco por las fotos cedidas para este reportaje.

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