jueves, 12 de enero de 2012

EN LA CIMA DE LA MONTAÑA HUECA

Esto va a ser una excepción. Literal. Absoluta. Porque los rincones que hoy vamos a recorrer no forman parte de nuestro paisaje cotidiano. Por desgracia. Para nosotros y para ese paisaje que, por desconocido, es ignorado. A pesar de estar en el centro del mundo. 







Durante siglos, fueron muy pocos los privilegiados que pudieron aventurarse a través de los intrincados entresijos del laberinto que esta tarde nos han invitado a descubrir. A lo largo de años y años, las piedras que nos aguardan no han recibido más visita que la del viento, más caricia que la del sol ni otra mirada que la escrutadora pero perdida de los cernícalos que desde tiempos inmemoriales anidan en ellas. La soledad se hizo dueña de este lugar mientras a sólo unos metros estallaba el fragor de la vida. Pasaron epidemias, fiestas, guerras, calamidades, triunfos, celebraciones, nacimientos, muertes, bodas y divorcios, pero aquí arriba, a medio camino del cielo, reinaba el silencio; un silencio eternal y majestuoso, tan sólo roto por el volar de las aves y el sordo crecer de la verdina y el musgo que se abrían paso entre los intersticios de los cantos, entre los rígidos pliegues de las monstruosas gárgolas. Una puerta se ha abierto, descubriendo tras ella la oscuridad inmensa de la Catedral. La tarde está cayendo, al día le quedan apenas un par de horas de luz. Algo inexplicable nos hace saber que nuestra vida ya no será la misma después de haber cruzado esa puerta. Que estamos a punto de vivir una de esas experiencias que nadie olvidará mientras viva.



Hace muchos siglos, unos clérigos visionarios y excéntricos, concibieron, proyectaron, promovieron y verificaron la construcción este edificio a mayor gloria de Dios. Indudablemente, sabían que lo colosal de la obra los haría pasar a la Historia. Mas desde el primer momento supieron que lo harían no como santos, sino como locos. Esa fue la prueba irrefutable de su indiscutible grandeza. La dimensión de su idea era tal que sabían desbordaba por completo cualquier posibilidad de que la ignorancia del común fuera capaz de aquilatar el valor que tendría. ‘Fagamos una iglesia tal e tan grande, que los que la vieren nos tomen por locos’. Es justo aquí arriba, donde se aquilata en su exacta medida la locura de aquellos hombres.



En un rincón de la Sacristía de los Cálices hay una puerta medio escondida que da a una pétrea escalera de caracol, la cual se proyecta hacia las alturas por un estrecho cañón. A través de ella nos aventuramos. Después de un número incierto de vueltas, y cuando la claustrofobia está a punto de aparecer, una puerta metálica se abre liberándonos. Primera estación. Las azoteas del lado sur de la Catedral componen un escenario que se antoja el de una ciudad medieval. Callejuelas, arcos, recovecos… en el suelo aún permanecen las marcas usadas para guiarse por los cristaleros que en el siglo XVI labraron las vidrieras de la Catedral. Otra pequeña puerta –todo el laberinto está lleno de pequeñas puertas que dan a lugares inextricables o a precipicios- conduce al primero de los triforios, los balcones interiores de la Catedral.





Ahí abajo está el monumento a Colón. El vértigo pellizca en el estómago. Mas, desde aquí se advierte que mucho más arriba hay otro triforio. ¿Cómo será entonces el pellizco, cuando en ese lugar sintamos sobre nuestras cabezas la inmediatez de las piedras de las bóvedas más altas? El siguiente trayecto conduce hasta ellas. De nuevo nos adentramos en una escalera de caracol, y luego en otra hasta llegar a lo más alto. En 1930, un cristalero que intervino en la restauración de una vidriera dejó aquí su nombre grabado en una piedra. Parece como si lo hubiera hecho ayer. Ahora estamos a los pies de la nave central. Bajo nuestra mirada cenital, discurre el ir y venir habitual de cualquier tarde en la Avenida. Turistas, camareros, ciclistas, paseantes, conductores de tranvías y hombres-estatua componen una marabunta que se desliza ajena por completo a cuanto ocurre sobre ella, aquí en lo alto. Sobre nuestras cabezas siguen planeando los cernícalos pero también los cuervos que anidan en el Patio de los Naranjos. Seres espectrales y misteriosos. Toda catedral ha de tener sus fantasmas y estos cuervos son sin duda los fantasmas de la catedral de Sevilla.

Las ondas de las bóvedas se reflejan en este punto como si fueran el fósil de un mar encabritado. Al caminar sobre ellas es imposible no pensar en qué hay debajo, cuarenta, cincuenta metros de caída libre. Estamos caminando sobre la nave central, posiblemente sobre el coro. Sobre nosotros se recorta imponente la Giralda, victoriosa de todas las batallas que sostuvo contra aquellos clérigos locos. Lo único que no fue capaz de lograr su locura fue elevar un cimborrio más alto que ella. Todos los que se levantaron se fueron derrumbando sistemáticamente, como si una maldición los persiguiera. A través de aquí llegamos a la cúpula de la Capilla Real, por el camino hemos visto azulejos, arbotantes, pináculos, cientos, miles de piezas labradas piedra a piedra, minuciosamente por canteros y alarifes desafiando la ley de la gravedad y la del tiempo. Hasta ahora no lo habíamos comprendido. Sí, aquellos hombres estaban locos, no cabe la menor duda. Hacer esta obra fue una empresa de locos. La Historia no podría juzgarlos de otra manera. Es demasiado maravillosa, demasiado perfecta, demasiado grandiosa para ser verdad. Para estar en Sevilla. 




Mas, aún nos resta una puerta por franquear: la puerta que da a la rampa novena de la Giralda. La noche está cayendo, el sol hace rato que se perdió tras los cabezos del Aljarafe y se han encendido ya los focos que iluminan, dorando, el esplendor pétreo de la iglesia mayor. Ha llegado el momento de iniciar la ascensión definitiva. Llegamos al cuerpo de campanas, desde donde contemplamos la ciudad, comprobando que aún conserva esa belleza que algunos se empeñan en destruir. Desde aquí también se ve un estrambote de madera que alguien, con osada ignorancia, definió como la nueva catedral de Sevilla.



Pero no nos quedamos ahí. Subimos hasta las azucenas, donde la noche nos sorprende. Hasta aquí arriba llega el estrépito de la ciudad. Ruido de coches, eco de voces y, cómo no, una banda de cornetas y tambores que ensaya junto al río. Una alfombra de luces se extiende a nuestros pies mientras en el cielo se enciendan las estrellas. Pero la escalera sigue más arriba, hasta el cuerpo del reloj, donde aún está la vieja matraca que antiguamente convocaba a los cultos cuando en los días de luto de la Semana Santa no podían sonar las campanas. Uno de los pilares que sostienen el pináculo que remata la Giralda está hueco, en su interior, una escalera metálica lleva hasta los pies del Giraldillo, pero éste se ha movido impulsado por el viento de poniente mientras un martillo golpea nueve veces la campana más vieja de la torre. La ajada campana del reloj. Es la hora del descenso, de volver a una realidad que para nosotros ya no volverá a ser la misma después de haber pisado la cima de la montaña hueca.




Las bellísimas imágenes que ilustran este reportaje son obra de Antonio del Junco.

Se publicó en El Mundo de Andalucía el 17 de octubre de 2011
  

3 comentarios:

  1. ana de Las Infantas13 de enero de 2012, 0:21

    ... es una asignatura pendiente que tenemos muchos sevillanos, entre los cuales me encuentro, pero prometo no dejar de visitarla, aunque la altura sea de vértigo.

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  2. Juanmi, ¿la visita que realizásteis no es la habitual de pago, ¿verdad?, pues las azucenas de la Giralda creo que no son visitables.

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  3. En efecto, fue una visita especial que tuvimos el privilegio de hacer gracias a la gentileza del Cabildo Catedral y las gestiones de Antonio del Junco. Es increíble ver anochecer desde lo más alto de la Giralda.

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