lunes, 28 de noviembre de 2011

LA ESCENA DEL CRIMEN

Diez años hablando de él  como posible ubicación de la Feria de Abril no le han otorgado tanta notoriedad como un solo fin de semana de angustia compartida por millones de personas. Su nombre ya es parte de nuestra crónica negra. Bienvenidos al Charco de la Pava.

Una lancha neumática en el río, en el cielo un helicóptero y en la orilla, el desasosegante despliegue de vehículos con luces de emergencia azules, rojas y amarillas inherente a toda catástrofe.  El inquietante aparato se prolongaba a través de cintas de seguridad, caminos cortados, agentes de policía, bomberos, protección civil... y un puñado de curiosos, llegados aquí quién sabe cómo, arremolinados en torno para contemplar el espectáculo. Unos por morbo, otros porque no se conformaban con que se lo contara la radio, querían ver con sus propios ojos el desenlace del horrendo drama.
Aquella noche, en la ciudad no se hablaba de otra cosa. En la calle nos cruzábamos con alguien que iba hablando por el móvil y hablaba de la niña; en el bar los camareros hablaban de la niña y esa tarde, en la fiesta del colegio, habían rezado por la niña. La niña era Marta del Castillo, ahora no hace falta decirlo, pero sí probablemente dentro de unos años, cuando nadie se acuerde de ella; igual que nadie, o casi, recuerda ya el nombre de aquella otra niña que mató un demente hace casi cuarenta años después de robarla cuando estaba con sus padres en un bar de La Oliva. Su cuerpo apareció junto a la tapia de Hytasa. También la ciudad se conmovió entonces, aunque ahora no se acuerde.
Pero estábamos con Marta. Buscaban su cuerpo en un lugar del río cuyo nombre todos parecían conocer, incluso los conductores de los programas que aquella noche contaban la historia desde Madrid: El Charco de la Pava. Un nombre que la ciudad tardará en identificar con otra cosa que no sea el crimen de Marta del Castillo; lo hará de todos modos. Aunque para muchos, jamás dejará de ser el sórdido escenario donde un asesino se deshizo del cadáver de una niña de 17 años.
En esta época del año, el viento del suroeste, que viene de río abajo cortando los cuerpos y trayendo barruntos de tormentas, levanta polvaredas de albero y convierte en desapacible la inmensa explanada que se extiende entre el cauce más reciente del Guadalquivir y el muro de tierra levantado para defender la ciudad de sus crecidas. Lo desapacible del ambiente no hace renunciar a los inmigrantes sudamericanos que cada fin de semana se reúnen bajo sus retorcidos árboles para pasar unas horas de convivencia y nostalgia, oyendo su música y su acento sin interferencias.
Esto que ahora es un bancal inundable, una ribera artificial que enmarca el curso de un río vivo, fue una vez la vega de Triana; tierra de hortelanos, de granjeros, también de hornos de loza y ladrillo. De aquí salieron, por obra y gracia de las darwinianas leyes sobre la supervivencia de las especies, algunos de los mejores costaleros que ha tenido la Semana Santa de Sevilla. Seres mal alimentados que echaron los dientes amasando con sus pies y sus manos el barro antes de ser cocido. Para quienes lograron sobrevivir a esa prueba y hacerse adultos, meterse debajo de un paso era un divertimento que no cansaba. Salvador Perales llevaba en su cuadrilla a uno de ellos; quien esto firma tuvo el placer, hace ya muchos años, de poder estrechar su mano de gigante forzudo y noble.
En aquella Vega venían a reunirse los cinco arroyos que, según los antiguos, bajaban del Aljarafe trayendo agua, vino, aceite, leche y miel.
Todo empezaría a cambiar a partir del siglo XX, cuando la incipiente y tardía revolución industrial que llegaba a Sevilla obligó a transformar el puerto e incluso el cauce del río Guadalquivir. Un proceso prolongado durante casi un siglo, que resultó lento como el discurrir de las pesadas barcazas areneras que de cuando en cuando surcan las cenagosas aguas del viejo Betis junto al Charco de la Pava.
En 1903 comenzaría ese proceso con el plan de transformación diseñado por Luis Moliní, el cual encontraría continuación en el redactado veinticinco años después por Delgado Brackembury donde se plantea ya la necesidad de abrir un cauce alternativo a través de la Vega de Triana, transformando en una dársena el curso urbano del río mediante la implantación, en 1948, del llamado ‘tapón de Chapina’. Desde aquel momento, el río, que venía desde el meandro de San Jerónimo, se desviaba hacia la vega de Triana a la altura de la isla de la Cartuja. A partir de ese punto, el río continuaba por un nuevo cauce hasta recuperar su antiguo curso en San Juan de Aznalfarache.
Las transformaciones continuaron hasta las vísperas de la Exposición Universal de 1992, cuando la dársena se amplía, eliminando el tapón de Chapina y ubicando un nuevo corte en San Jerónimo, lo cual obligó a ampliar en varios kilómetros el nuevo cauce del Guadalquivir a través de la vega de Triana y hasta San Jerónimo.
Toda la larga recta que describió el nuevo curso del río como consecuencia de las transformaciones citadas, hizo surgir un nuevo espacio de ribera que vino a adoptar el nombre del anárquico barrio que se alzaba tras el Patrocinio al borde de la nueva orilla del río; un barrio donde vivían pescadores, agricultores, pequeños ganaderos y, en general, gente de una pobreza supina: el Charco de la Pava. Un barrio de aspecto netamente tercermundista y que se mantuvo en pie hasta las vísperas mismas de la Muestra Universal.
Durante el fasto conmemorativo del V Centenario del Descubrimiento de América, el Charco de la Pava  sirvió como aparcamiento. Pasado aquel, se convirtió en un problema, destino común de todo aquello con lo que no se sabe qué hacer. Desde hace algunos años, acoge provisionalmente mercadillos, instalaciones deportivas, aparcamientos de camiones, circos y hasta bacanales juveniles para exaltar la primavera. Se lleva años analizando la posibilidad de que sus muchos metros cuadrados puedan albergar la Feria de Abril. Sin embargo, no es descabellado pensar que se tardarán otros tantos en tomar una decisión al respecto. Hasta entonces, puede que el Charco de la Pava perviva en el imaginario colectivo de los sevillanos instalado entre sus más siniestros lugares, como aquel en el que una oscura y trágica noche acabó para siempre la historia de una niña que apenas había podido empezar a vivir.


Foto: El Guadalquivir salido de madre visto desde el puente utilizado por los presuntos asesinos de Marta del Castillo para arrojar su cadáver al río y hacerlo desaparecer.
Publicado en El Mundo de Andalucía el 16 de febrero de 2009

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