martes, 17 de diciembre de 2013

HISTORIAS REVOLUCIONARIAS







El mito de la acera de enfrente se hace realidad en el primer cruce de la calle Trajano. A la derecha, en la esquina de Santa Bárbara, la sede de la Hermandad de la Legión, y a la izquierda, en la de la calle Delgado, antes del Cementerio, un bar de ‘ambiente’; de ambiente gay para ser exactos. Y, para ser más exactos todavía, gay versión oso; gays que estando quietos podrían pasar perfectamente por legionarios. La penúltima revolución del 68 nos llevará hoy desde esta esquina hasta la de la plaza del Duque en un par de intensas chicotás. 






Con ocasión de la recién clausurada Feria del Libro Antiguo y de Ocasión de Sevilla, este año se ha vuelto a reeditar la obra Curiosidades Sevillanas, de Alfonso Alvarez-Benavides. Una obra surgida del empeño del recordado Alberto Ribelot, quien conservaba, por haberlos recibido de su padre, los artículos que Alvarez-Benavides publicó en la prensa local a finales del siglo XIX narrando una serie de hechos, bien históricos, bien legendarios, bien simplemente anecdóticos, cuyo único vínculo entre sí era ser lo que el propio título de la publicación indica: curiosidades sevillanas.
La primera de esas curiosidades atañe a un cementerio del que la ciudad apenas guarda memoria, pero cuya pasada existencia tal vez nos dé alguna explicación sobre el por qué de la abundancia de empresas funerarias en la vecina calle Amor de Dios, circunstancia ésta que llevó a uno de sus más ilustres vecinos, el barbero Manolo Melado, a rebautizarla como Avenida de Tos Sus Muertos.













El cementerio en cuestión pertenecía al antiguo hospital del Amor de Dios y durante muchos años dio nombre a la actual calle Delgado, rotulada así en honor de cierto escultor durante la denominada ‘Revolución Gloriosa’ de 1868. Además de por el nombre y por la existencia del cementerio que se lo daba, la calle resultaba poco o nada recomendable dada la presencia habitual en ella de gentes de mal vivir y rateros que sirlaban a muchos de quienes incautamente se aventuraban por aquellos andurriales, especialmente cuando caía la noche y la oscuridad se adueñaba de estos andurriales. Rateros como el Gallito, el Moreno o el Mayoral, de los que dice el cronista que pasaron tres cuartas partes de su vida en la trena. Es de suponer que buena parte del cuarto restante anduvieron dando palos, y no precisamente de ciego por poco de dejara ver la oscuridad reinante, en la calle que nos ocupa.



No les detallo el resto de la hilarante narración de esta ‘curiosidad sevillana’, en la que aparece un desternillante espectro y un albañil alicatado hasta el techo, porque es cosa de que ustedes se la lean sin ayuda de nadie. El caso es que, como de tantas otras cosas, la Revolución del 68 se encargó de borrar la memoria del cementerio de Amor de Dios, cosa que agradecerán los vecinos de la zona; especialmente aquellos que, como Melado, tengan una vena supersticiosa. Mas, aunque nada más lejos de mi intención que intranquilizarlos, quien sabe si el camposanto acaso subsista aún, amalgamado en el caprichoso subsuelo de Sevilla, esa ciénaga fósil que de vez en cuando abre sus fauces para tragarse un quiosco. Nunca se sabe. No obstante, hoy en día, en vez de un cementerio allí lo que sí se detecta es una curiosa coincidencia: la sede de la Hermandad de la Legión frente por frente a un bar gay. Normalidad democrática, que se dice.



Lo cierto es que mientras en 1868 en Londres estrenaban el metro –sí, han leído bien, el metro de Londres se inauguró en 1868- en Sevilla se entretenían los próceres locales emprendiéndola contra el pasado. Una costumbre habitual y recurrente a la que debe de impulsarnos algún tipo de tara genética. Es esa obsesión enfermiza por la modernidad que reaparece de modo cíclico en la ciudad y cuyas funestas consecuencias son de sobras conocidas, lo cual no impide que una y otra vez reaparezca. Oh, la modernidad. Según nuestro propio concepto de ella, quiero decir el de los políticos que de vez en cuando la esgrimen como excusa para perpetrar sus fechorías, la modernidad consiste, básicamente, en eliminar lo antiguo. Si tiene valor o no es lo de menos; además, cuando el valor no se puede apreciar ninguna cosa lo tiene.
El caso es que estalló la revolución del 68, que con ufana grandilocuencia llamaron ‘Gloriosa, si bien no fue más que una más de tantas intentonas decimonónicas para instaurar el liberalismo y las libertades que al final se quedó en lo de siempre: guerra a los curas y sus iglesias y derribemos todo lo posible para dar paso a, en efecto, la modernidad..



De aquel exabrupto histórico surgió la iniciativa de cargarse las puertas y las murallas de la ciudad. Los planes también comprendían el derribo de un buen número de iglesias y conventos (Santa Catalina, Santa Inés, San Andrés, San Juan de la Palma –se le erizan los cabellos, ¿verdad?- entre otros) que no llegó a verificarse en todos los casos, pero sí en algunos, como por ejemplo la iglesia de San Miguel, un templo mudéjar, del estilo y época de San Marcos, San Julián, San Román y tantos otros, que cayó demolida por orden de la autoridad a pesar de los ruegos que para evitarlo hicieron algunas personas cultas de aquella época, como Mateos Gago o Joaquín Guichot.
Una calle, más estrecha y corta aún que la del antiguo cementerio, quizás con el tamaño de uno de esos azulejos que evocan las riadas, nos recuerda hoy dónde estuvo el templo mártir. Puede que llegue el día en que ni eso quede.



Y para recordar todo esto nos ha dado este paseo que al final hemos hecho al revés. Lo empezamos en el Duque y lo acabamos en la Alameda, frente a donde estuvo la academia de Realito; aquella a cuya ventana se asomaba Paco Palacios, el Pali, para ver a un chaval moreno tocar palillos: nada menos que el mismísimo Antonio el Bailarín, a quien Dios guarde, como también al Pali. En el camino nos hemos detenido ante el edificio de Aníbal González que todavía decora la gran X del cine porno que acogió y admirando los curiosos e inquietantes relieves de la residencia de los Jesuitas, además del club Men to Men Guadalkibear, el de los osos amorosos, frente al cual está la hermandad de los provectos legionarios, donde dicen que ponen una panceta que merece la pena probarse.


Esto se publicó en el Mundo de Andalucía hace ya bastante tiempo. En una fecha de la que ya no me acuerdo exactamente y, como decía el gran Umbral, tampoco voy ahora a levantarme para buscarla.

domingo, 8 de diciembre de 2013

DONDE EL OVIDO TIZNA

Oculta entre espadañas y torres medievales, a trasmano de las rutas turísticas y todas las demás rutas, la plaza de Santa Isabel tal vez sea el último oasis de belleza en estado puro que le queda a Sevilla. Incluso con toda la porquería que en sus esquinas acumulan los indigentes que en ella suelen instalar sus campamentos; hasta con sus bancos rotos y su sucia fuente la plaza de Santa Isabel es una delicia para las almas sensibles; la última que nos queda. En sus ajadas trazas se aprecia la rotunda belleza de las cosas que son de verdad. Porque hay más verdad en sus churretes, en ese halo rancio de cerveza ida escapado de unas litronas que ruedan por el suelo que en todo ese infame decorado para turistas que rodea las llamadas zonas monumentales. ¿Qué zona más monumental puede haber que éste ventrículo izquierdo del corazón del Moscú sevillano? Se diría que el olvido la ha salvado; nadie ha venido a falsificarla con el pretexto de una rehabilitación tergiversadora. Como una habitante más de las clausuras que la rodean, embozada en el hábito protector de la indiferencia ajena, la vida discurre en la plaza de Santa Isabel sin imposturas ni disfraces. Alguien está tocando esta noche una guitarra cuyas notas flamencas se escapan a través de una ventana. No es un espectáculo para turistas. Toca para el agua de la fuente que arrulla por soleares el sueño de unos desgraciados; toca y se pierde en la elocuencia de un silencio donde flota toda la verdad de Sevilla; la última que le queda.


En la plaza de San Marcos, me refiero naturalmente a la de Sevilla, vienen a desembocar todas las castas y estéticas de la ciudad. Como si pretendiesen formar en ella un compendio, aunque en realidad es sólo una pequeña-gran nada, los diversos mundos en que se va encarnando la vieja Hispalis a través de sus diferentes barrios históricos mantienen aquí un peculiar punto de conexión. Es esta plaza una suerte de fusión fría donde se reúnen en un gélido abrazo la Sevilla aristocrática, que llega desde Bustos Tavera; la burguesa, que lo hace por San Luis; la Sevilla alternativa y bohemia, que arriba a través de Castellar procedente de Feria y, un poco más allá, la Alameda y, por último, la Sevilla reminiscente de los corrales de vecinos, la más popular y humilde del centro, que desemboca en la plaza a través de las calles Socorro y Siete Dolores (los nombres acaso no sean nada casuales) trayendo desde San Román y San Julián, a través del Pasaje Mallol, los vestigios calcinados del Moscú Sevillano. Un enclave al que los historiadores, a base de querer darle una importancia que acaso no tuviera, han acabado convirtiendo en mito y, por tanto, envolviéndolo con el barniz áureo de la leyenda.
Todo eso viene a reunirse, sin que se note en absoluto, en la plaza de San Marcos. Los misterios de Sevilla. Si bien es verdad que la mayor parte de los misterios de Sevilla tienen una explicación bastante simple. Dado que un misterio es, por definición, algo que se desconoce, basta reparar en el enorme grado de desconocimiento que los sevillanos tenemos sobre nuestra propia ciudad para comprender que el origen de esos misterios es la ignorancia.


En la parte de atrás de este rincón de Sevilla donde todas las sevillas se encuentran, al más puro estilo sevillano, para decirse: 'A ver cuándo nos vemos', está lo que hemos venido a buscar: una plaza olvidada, un rincón con aire más de Castilla la Vieja que de Andalucía. Un sitio que pusieron en el lugar equivocado: la plaza de Santa Isabel. Su historia comenzó cuando todavía no se había descubierto América; aunque eso en Sevilla tampoco es noticia, pues Sevilla llevaba milenio y medio vivaqueando en la Historia cuando a Colón se le ocurrió (o le soplaron, porque últimamente circulan al respecto versiones de todo tipo) su aventura de buscar una ruta hacia las Indias a través del Mar Tenebroso. De todos modos, no está mal recordar de vez en cuando a qué alturas debemos remontarnos cuando recorremos las antiguallas que felizmente aún sobreviven en la ciudad. Si bien, como en el presente caso sucede, sobreviven de muy mala manera.


Desde hace años, el hedor del fracaso y la enfermedad nos saluda al penetrar en este rincón tomado por vagabundos que amontonan sus colchones y pertenencias en las esquinas de la plaza. Resulta inevitable sentir cierto reparo al recorrerlo, pues es difícil sustraerse a la sensación de estar invadiendo un lugar privado, una especie de gran dormitorio comunal. Una pátina de oscuridad que tizna lo envuelve. Tal vez sea el producto de las candelas o qué se yo, pero en la superficie de las cosas se intuye una oscura capa, como de un dedo, de algo que mancha. Inexplicable y milagrosamente, la fuente funciona y hasta mana varios chorros de un agua plateada que interpreta su líquida sinfonía ajena a la indiferencia que le dispensa el tipo que en el banco de forja se lía un canuto o los tres clochards que, más allá, murmuran sus alcohólicas y desventuradas divagaciones.


La plaza de Santa Isabel debe su nombre al convento del mismo nombre, ubicado en uno de sus laterales y cuya iglesia ofrece a ella su portada principal. El edificio data en sus orígenes de 1490, año en el que el cenobio fue fundado por Isabel de León Farfán. De aquella época la verdad es que queda bastante poco. La portada en cuestión, como la mayor parte de la iglesia, es una obra del XVII, el gran siglo de Sevilla, para lo bueno y para lo malo. Alonso de Vandelvira fue quien diseñó sus trazas y, por tanto, también las de la monumental portada, que preside un ático donde puede admirarse un relieve de la Visitación tallado en piedra por Andrés de Ocampo, quien ya hubiera querido que a esta obra suya se le prestase al menos la mitad de atención que a su Cristo del Calvario. Tal vez de ese modo el devenir de la plaza hubiera sido otro.
Aunque el aspecto del lugar donde se alza no de pie a sospecharlo, la iglesia de Santa Isabel atesora un importante patrimonio artístico, que habría sido mayor aún si los franceses del Mariscal Soult no hubieran arramplado con buena parte de su catálogo. Cierto es que son muy pocos los sevillanos que, dos centurias después, echan de menos las obras entonces expoliadas, lo cual nos lleva de nuevo a la causa que explica los misterios de Sevilla.
Por haber, hay en Santa Isabel hasta un Cristo de Juan de Mesa, quien por cierto trazó además para este templo un retablo de cuya ejecución se encargaría uno de los empleados de su taller.

Dicen que el verano se acaba esta semana, pero esa noticia no ha llegado hasta esta plaza, porque aquí nunca fue verano. Por obra de algún extraño designio, hay lugares donde las estaciones son perpetuas. Y en Santa Isabel siempre es otoño. Caen las hojas del almanaque sobre sus dieciocho naranjos y la ajada fuente repite monótona la misma canción, mientras el gris de los días la tizna de olvido. 

viernes, 6 de diciembre de 2013

EL DIOS DE LAS PEQUEÑAS COSAS




‘Hace años, usted habría sido excomulgado por entrar aquí. Y a mí también me habrían excomulgado por permitirle la entrada. Pero las cosas han cambiado mucho en la Iglesia’. Sor Inmaculada, la abadesa del Convento del Socorro, también es muy distinta a la monja que nos habíamos imaginado.







Algo, acaso esa luz distinta, un punto irreal, que tiene el mes de septiembre, o tal vez una atávica querencia que necesita sentir ya el primer hálito del otoño, nos ha hecho tomar hoy la senda que lleva hasta la calle Socorro, a pesar de que aún es demasiado pronto para que la envuelva el noble y antiguo aroma del cisco picón con el que alguien sigue allí combatiendo los húmedos fríos de la Sevilla intramuros; ese olor que sorprende a quien se aventura a través su solitaria penumbra durante las largas noches de los últimos meses del año, y que, por alguna razón incomprensible, esperábamos haber sentido al llegar, a pesar de ser mediodía y el estío no haber dicho aún su última palabra. Pero es que, inexplicablemente, la sosegada belleza del otoño sevillano se mantiene perenne e inalterable en esta calle que va desde la plaza de San Marcos a la San Román, dos collaciones cuya historia está tan llena de revolucionarios como de piadosos; que si la subversión anidó aquí fácilmente, más aún lo hizo la vida contemplativa, pues a convento por manzana viene a salir el que fuera llamado Moscú Sevillano. Paradojas de la vida. Paradojas de Sevilla.



Una de esas paradojas es precisamente ese simbólico otoño que, incluso en lo más crudo de la canícula, se nos muestra en los muros de la iglesia del Monasterio de Santa María del Socorro y brillando en los clavos de forja que, en las rejas de sus ventanas, defienden la clausura de las monjas de la orden franciscana de la Inmaculada Concepción.
El de la Virgen del Socorro es el único que queda de los cuatro cenobios que la Orden creada por Santa Beatriz de Silva llegó a tener en Sevilla. Su fundación data de hace casi cinco siglos, los que dentro de dos años harán del la donación de las casas donde primero se estableció, legadas en su testamento por doña Juana de Ayala. Desde entonces hasta ahora, medio milenio de avatares y una historia que siguió discurriendo, inexorable, fuera y dentro de sus muros.



El número 30 de Bustos Tavera parece cualquier cosa menos la entrada a un convento, pero eso es precisamente lo que es. Lo que da a la calle Socorro es la iglesia, a las dependencias del convento se entra por aquí. La construcción de este ala es la más reciente, data de los años setenta del siglo pasado y se nota. Sin embargo, nada más atravesar la cancela, no hay duda de dónde vamos a entrar. La breve estancia del torno está presidida por un azulejo de Francisco Chaparro con la efigie de la santa fundadora portando el báculo, uno de sus atributos. Y junto al torno, una lista en orden alfabético con los dulces elaborados por las religiosas: almendrados, bombón de turrón, cordiales y así hasta las tortas de chocolate. Todos son de fama en la ciudad, aunque la actividad repostera del convento es relativamente reciente, pues data sólo de 1999, cuando a instancias de un hermano de la Sagrada Mortaja llamado Pepe, las monjas se decidieron a comercializar los magníficos pestiños que hicieron para obsequiar a los miembros de un coro que fue a amenizarles un día de Navidad.




Todo eso nos lo contaría Sor Elena, una extremeña que ingresó en la Orden en 1988 y dirige el horno. Antes, nos había recibido la abadesa, Sor Inmaculada; una sevillana de la calle Arrayán, a quién, a pesar de su dulce y radiofónica voz, habíamos imagnado anciana y venerable, pero que resultó ser sorprendentemente joven. Sor Inmaculada, que lleva en la dentadura unos brakes como la Lolita de Adrian Lyne y nunca ha visto la Isla de la Cartuja, entró en el convento el año 1989. Estudiaba en el vecino colegio Luisa de Marillac cuando sintió que algo, no cabe duda que Dios, la llamaba desde detrás de sus muros.




Ocho religiosas, todas ellas españolas, residen actualmente en el Monasterio del Socorro. Dado su número y las dimensiones del recinto, para comunicarse entre ellas usan, como en otros conventos, un código de campanas. Cada hermana tiene asignado un número de campanadas para ser llamada a según qué lugar. Clausura, pobreza, castidad y obediencia son los cuatro votos que han jurado. Cada día se levantan a las siete menos cinco. No pregunten por qué a esa hora tan rara. Cosas de monjas, le dirán ellas mismas. La mente femenina, mucho más sutil que la del hombre, no necesita cuadrículas de cuartos, medias y en puntos, pues sabe que para estar exactamente a las siete y media en el rezo de laudes, basta con levantarse a menos cinco.
Aunque pobres por vocación, las monjas del Socorro siempre fueron emprendedoras. Actualmente viven de los dulces que venden y de las escasas pensiones concedidas a las mayores. Pero a lo largo de estos años también encuadernaron libros, tuvieron una residencia estudiantil y hasta una hospedería que puede vuelvan a reabrir en breve.
Es precisamente en el trabajo y en las pequeñas cosas la vida cotidiana donde estas santas mujeres ven cada día a Dios. Lo que otrora hubiera sido una visión del infierno, hoy es un accidente con la lavadora motivado por un cortocircuito. Todo más sencillo y, posiblemente, más de verdad.




Sor Inmaculada nos cuenta los pormenores de la vida del convento mientras nos enseña sus rincones: el bello claustro del siglo XVII, el coro donde se puede admirar un Cristo manierista del siglo XV, una virgen sedente del XVIII, que algunos atribuyen, acaso alegremente, a Gijón, un Nacimiento de Cristóbal Ramos y un interesante órgano; la iglesia, presidida por la Virgen del Socorro, una bella talla de alabastro repolicromado, el retablo originalmente labrado por Felipe de Ribas y los azulejos de Pickman con reproducciones de cuadros de Murillo.



Huele a comida, es la hora del almuerzo y, por tanto, de que nos marchemos. Antes, empero, reparamos en que, sepultado en la cripta de la iglesia, aquí yace don Hernando Beltrán de la Cueva, un piadoso caballero que legó su fortuna para atender a los pobres vergonzantes de la collación; un tipo de pobreza que la crisis ha hecho reaparecer, como a diario comprueban estas madres que, a pesar de pobres, siempre tienen algo para quienes llaman a su puerta pidiendo socorro. Benditas sean.

Publicado en El Mundo de Andalucía el 3 de septiembre de 2012