lunes, 26 de diciembre de 2011

BREVE ANTOLOGÍA DE NINOTS


Los llaman monumentos, no se sabe si por osadía, ignorancia o tal vez por ambas cosas, y han proliferado con fruición. En realidad, muchos no pasan de meros monigotes, y aquellos que no lo son, acaban siéndolo por causa de una inadecuada ubicación. En Sevilla acontece la...


APOTEOSIS DEL MAMARRACHO



En los últimos años, Sevilla se ha ido llenado de una vasta colección de esculturas erigidas en honor de todo tipo de personajes. Si lo merecían, no importó. Y menos aún el hecho de que las esculturas en cuestión carecieran de una mínima calidad artística, lo cual es aún peor. Porque, aunque la función primordial de los monumentos sea preservar la memoria de las personas a quienes se les dedica, esto no siempre ocurre así.
Daóiz, por ejemplo, cuenta con dos excelentes monumentos en Sevilla, ambos obra de Antonio Susillo, pero ninguno de ellos ha evitado que muchos sevillanos no tengan ni idea de quién fue el héroe de nuestra independencia. De ello se desprende que, más que histórica o memorialista, la importancia de los monumentos ha de ser estética, detalle éste que no se ha tenido en cuenta a la hora de infestar la ciudad de engendros pétreos y broncíneos, muchos de ellos poco más que monigotes, eso sí, pagados a precio de oro y presentados en sociedad como si fueran un trasunto flamenco, taurino o social del David de Miguel Angel. La epidemia comenzó en el Paseo de Colón, pero se ha acabado extendiendo por toda la ciudad. De ahí que, ante la magnitud del catálogo generado por esta peste monumental, se imponga la necesidad de realizar una selección como muestra de su virulencia. Para ello, nada más ilustrativo que las nueve obras escogidas para argumentar y demostrar la apoteosis del mamarracho que se ha desatado en la ciudad de Sevilla.



 
1-Juan Pablo Duarte. Fundador de la República Dominicana.
Autor: Félix Tejada.
Ubicación: Avenida República Argentina.
Se trata de una escultura de bulto redondo, nunca mejor dicho, pues se reduce (es un decir) a la amplia, y es de suponer que bien amueblada cabeza, del padre de la patria dominicana. Cual si de una reivindicación de la hidrocefalia se tratase, la obra se recrea en las dimensiones de la testa del prócer caribeño. Un tipo que liberó su país del yugo español, lo cual debió de venirle bien a España, pues no parece que tengamos el más mínimo problema para homenajear su memoria, eso sí, con un monumento bastante desacreditador de su planta. La obra es donación de la Secretaría de Estado Dominicana y eso es probablemente lo único bueno que tiene, que salió gratis.





2-Monumento al Alfarero de Triana (2008).
Autor: Augusto Morilla.
Ubicación: Calle Castilla esquina Callao.
He aquí el primero de los monumentos alegóricos escogidos para la presente selección de aportaciones a la escultura moderna hispalense. Sobre un pedestal de colorines, modelo tarugo de parque infantil antiguo, cuyas paredes aparecen estampadas con azulejos en los que figuran letras de cantes flamencos, se alza un niño pequeño en cueros que, al pregonero modo, dirige sus brazos al cielo de la Cava. La relación que dicho querube pueda tener con los alfareros de Triana que hacían loza fina es algo que sólo sabe su autor. Más clara está la que guarda con la figura de otro niño que sale en el paso de La Borriquita de Los Palacios, del que es clavado. No es raro que algunas mañanas amanezca junto a la estatua un pañal usado.





3-Antonio Machín. (2006)
Autor: Guillermo Plaza Jiménez.
Ubicación: Plaza de Carmen Benítez.

Más que a Machín, el añorado cantor de los angelitos negros, el monumento se antoja un homenaje a esos artistas callejeros que permanecen quietos sobre una caja hasta que alguien deposita un euro a sus pies y comienzan a contonearse, como si de un muñeco articulado se tratara. Así que ante esta estatua entran ganas de soltar una moneda para ver si la figura empieza a mover las maracas, cosa que, lamentablemente, nunca ocurre. 






 
4-Pastora Imperio. (2006)
Autor: Luis Alvarez Duarte.
Ubicación: Calle O’Donnell.

El mejor escribano echa un borrón, reza un dicho que podríamos invocar a la vista del pisapapeles con aire de anuncio de desodorante que le salió al maestro de Gines para homenajear la figura de la insigne bailaora. Afortunadamente, el gasto de este ‘monumento’ fue sufragado por la generosidad de la Duquesa de Alba y no por el erario público. Como contrapartida, tuvieron que ponerlo en un sitio donde verlo resulta inevitable.




 

5-Trío de Ases: Caracol (Sebastián Santos Calero) 1991 Niña de los Peines (Antonio Illanes) 1968 y Chicuelo (Alberto Germán Franco) 2009
Ubicación: Alameda de Hércules.

He aquí tres esculturas, tres, desiguales de trapío y encaste con las que alguna mente obtusa ha querido armar una suerte cañí de ‘conjunto monumental’, justo en el vórtice de la neomodernidad suprema, la Alameda.. Dos de ellas (las de la Niña de los Peines y Manolo Caracol), dignas continuadoras de la obra de los grandes maestros que labraron monumentos para la Sevilla de principios del siglo XX, y la otra una especie de tótem indio, un homenaje al pitagol, hortera y simple, con las que se ha formado una terna absurda que, cual si de monigotes de un pim pam pum de feria fueran, parecen esperar desde sus altos y canijos pedestales, el bolazo que las derribe.




 
6-Clara Campoamor. (2007)
Autora: Anna Jonsso.
Ubicación: Plaza de la Pescadería.
Desde el lado más cursi de la progresía nos llegó esta aportación escultórica, minimalista hasta la ridiculez, que dice homenajear la memoria de Clara Campoamor, aunque también podría homenajear un catálogo de Toys’r’us o el escaparate de la juguetería Los Tres Reyes, por ponernos un pelín más rancios. Dice la placa que Claracampoamor contribuyó a la libertad de las mujeres, y debe de ser verdad, porque mucha ha sido con la que contó la tal Anna Jonsso para labrar una manualidad que le habría quedado estupenda encima del televisor.



 
7-Movimiento Obrero. (2007)
Autor: Ignoto.
Ubicación: Plaza del Primero de Mayo.

Probablemente estemos ante el mejor de todos los monumentos que se han erigido en estos años en Sevilla; la obra maestra de cuantas se han incorporado al catálogo de los horrores. Presidiendo la plaza que todo el mundo en el barrio aún conoce como la del Canódromo, este ser infrahumano de autor ignoto (por mucho que hemos buscado no hemos dado con el presunto culpable por ninguna parte) va mucho más allá de la condición de muñeco para convertirse en monigote.



 
8-General San Martín (1991)
Autor: Juan Carlos Ferrand.
Ubicación: Calle Torneo.
Estábamos en puertas de la Exposición Universal de 1992; Luis Yánez pedía perdón a los sudamericanos por el genocidio y aquí le levantábamos un monumento a un traidor. San Martín fue un criollo que se formó como militar en España, luchó contra los franceses y luego en América contra los españoles para independizar Argentina y Perú. Con su pan se lo tendría que haber comido, pero aquí, aunque malo, le hicimos un monumento. Da igual, dentro de un siglo, le hacemos otro a Josu Ternera.




 

9-Doña Mercedes. (2008)
Autor: Manuel García Delgado.
Ubicación: Paseo de Colón (cómo no)
La madre del Rey fue, y aún es, una persona muy querida en Sevilla. Quizá por eso merecía otra cosa, más acorde a la verdadera esencia de la ciudad. En principio, la idea para su monumento fue colocarlo en los jardines del Cristina, frente al palacio de San Telmo. Doña Mercedes sería representada portando un ramo de jazmines. Sin embargo, al final se optó por el tópico de siempre. Y ahí está el resultado, a cambio de más de trescientos mil euros del ala. Casi ná.

domingo, 25 de diciembre de 2011

SI PRAXITELES LEVANTARA LA CABEZA

Ayer domingo fue el día mundial del orgullo friki, una jornada a la que Sevilla debería prestar más atención institucional pues lleva años instalada en lo que podría definirse como el frikismo intelectual, una versión del pensamiento políticamente correcto pasada de frenada e interpretada bajo pautas de catetismo con ínfulas y sobre una base de ignorancia supina. La aplicación de este concepto ha dado como resultado una ciudad tuneada que tiene en el movimiento de la ‘nueva escultura urbana’ su principal orgullo; friki, naturalmente. Pasen y vean.




La cosa que hay frente al Canódromo.
 
En el proceso de modernización de Sevilla hay un antes y un después de la Exposición Universal de 1992. En el proceso de catetización de Sevilla, también. Porque todo esto de lo que hoy vamos a hablar empezó entonces, cuando la ciudad anduvo enfrascada en fastos conmemorativos, hermanamientos culturales, reconciliaciones históricas, peticiones de perdón por lejanos oprobios y exaltaciones de la amistad que dieron lugar a una borrachera escultórica que, tres lustros después, aún mantiene embriagados nuestros sentidos del gusto, el tacto y la vista. Con decir que entonces se levantó un monumento al general San Martín -gran traidor que después de haber luchado contra la invasión francesa se trasladó a su América natal para abanderar la independencia de los criollos- se dice todo.


Er Güevo de Colón

 
Pero volvamos al principio. En 1992, Alejandro Rojas Marcos regía los destinos de la ciudad como alcalde. Ese año, la ciudad de Moscú regaló a Sevilla una macroescultura del escultor-ingeniero Zurab Tsereteli representando a Cristóbal Colón inserto en un maxihuevo, cuando se supo que el Ayuntamiento decidió ubicarla junto a la depuradora de San Jerónimo, o sea, lo más lejos posible, un periodista preguntó a Rojas Marcos por qué no se ponía en un sitio mejor.
-‘Hombre, no la vamos a poner en la Palmera’, dijo con retranca el regidor municipal.
Por aquel entonces aún quedaban esperanzas. Pero eran vanas, pues bajo el gobierno de ese mismo alcalde iba a comenzar el proceso de diseminación de los infinitos micromonumentos que constituyen el vanguardista movimiento hispalense de la ‘nueva escultura urbana’, del cual Sevilla es hoy en día un abarrotado museo, y cuyo último hito ha sido el erigido en memoria de la Madre del Rey (una señora que debería merecer más respeto) a las puertas de la Real Maestranza.
Todo iba a comenzar con la colocación frente a la Cartuja, nada menos que en una de la principales entradas a la ciudad, de la réplica del Atomium de Bruselas que Bélgica regaló a Sevilla con motivo de la Expo. Réplica, evidentemente, a escala. Porque el ridículo tamaño de ese Atomium, más que para un monumento, da para un pisapapeles. Y dado que no había con qué pisarlos, los papeles se acabaron perdiendo. Poco después se erigió junto a la avenida de Kansas City el regalo que aquella ciudad hermana nos hizo el infausto año de la Expo: un indio comanche que desde entonces atisba a los rostros pálidos que bajan por la calle Greco. Aquello, en realidad, parece un mausoleo en honor de Manitú, sempiternamente adornado como está con roscos de flores en recuerdo a los caídos en los accidentes ocurridos en el cruce donde se levanta ese indio de tamaño académico. Por cierto que las víctimas de los accidentes de tráfico también tienen un monumento reciente en Sevilla, ¿no van a tenerlo? Si lo tiene el movimiento obrero, los alfareros de Triana o las personas mayores del Polígono Sur. Claro que el de las víctimas de accidentes es un monumento hecho por triplicado que cuenta con otras dos copias en Málaga y Madrid; por lo visto el autor estaba de oferta: tres esculturas al precio de una, eso sí, iguales. Barato pero no tonto.

El indio la calle Greco
 
Abierta la veda y rebajadas las exigencias –ya no hacía falta ser Susillo, Sánchez-Cid o Coullaut-Valera para esculpir una estatua, ponerle un pedestal y que en Sevilla lo llamasen monumento- se formaron infinidad de comisiones, con Rafael Alvarez Colunga y la Duquesa de Alba al frente de la tropa, para erigir estatuas a quien fuera menester. Así fue como se levantaron los monumentos, a cual más horripilante, de Pepe Luis y Manolo Vázquez, Juan de Mesa, Pastora Imperio, Curro Romero, Antonio Machín, la Afición del Betis, Juan Manuel Rodríguez Ojeda, Clara Campoamor o el fundador de la República Dominicana, Juan Pablo Duarte, que en gloria esté. Sólo algún extraño milagro acabó impidiendo que además se levantara en la Plaza del Pan un monumento al costalero, aunque nadie descarte que eso ocurra alguna vez.
Las quejas y los amagos de tomar medidas, establecer controles de calidad y cosas por el estilo sólo aparecieron cuando surgió la iniciativa de dedicar un monumento a alguien tan políticamente incorrecto como el Papa Juan Pablo II. Tarde, sin embargo, llegaron las críticas del delegado de Cultura, Bernardo Bueno, y el propósito de enmienda municipal. A estas alturas, Sevilla ya está infestada de mamarrachos –no se pueden llamar de otra manera- entre los que sólo se echa en falta un busto del Chikilikuatre, el vero icono de la España y la Sevilla actual. Una ciudad que cada día parece estar más orgullosa de ser friki. Pues nada, el año que viene habrá que celebrarlo.

Se publicó en El Mundo de Andalucía el 26 de mayo de 2008.

Próximamente: Antología del mamarracho. 

jueves, 22 de diciembre de 2011

LA TRANSFIGURACIÓN

Una ciudad sobre la que se derramase una lluvia de azahar como la que ahora cae sobre Sevilla jamás debería sentirse inferior a ninguna otra. La nuestra, sin embargo, parece sentir un cierto complejo ante la Serenísima. Acaso por eso le dedicó una calle horrenda.





 LA CALLE VENECIA
Esta Venecia no está en Adriático. No es la de Casanova ni Shakespeare. Tampoco está en el Pacífico. No es la Venecia californiana de los surferos y las rubias turgentes. Aquí, el único Gran Canal es el que a menudo se forma en la esquina con San Juan Bosco; si bien, más que canal es charco, y, por cierto, pestilente. Rialto no es un puente, sino la parada de donde parte el autobús de Valdezorras, que pasa dos calles más allá. Se llama así porque antes había allí un cine con ese nombre, pero ahora donde estaba el cine hay un supermercado. Rialto, pues, ya no es ningún sitio, sólo un rótulo en el chacra frontal del autobús. En cuanto a los mercaderes, ninguno es judío. Tenemos los bares, la tintorería, los dos supermercados, la cafetería, la pastelería, fruterías, tiendas de tejidos… todos regentados por aborígenes educados en la fe Católica, Apostólica y Romana, aunque luego cada cual haya tirado por el camino que su razón y sus sentimientos le dictasen. La nota exótica la pone el chino, aunque a decir verdad, aquí los chinos cada vez son ya menos exóticos. Empiezan a estar más vistos que una procesión extraordinaria. Hablando de procesiones, he aquí la verdadera razón que nos trae hasta este rincón de Sevilla, puro barrio aunque a dos manzanas del centro histórico.
Desde que la hermandad del Polígono de San Pablo se incorporó a la nómina de la Semana Santa, la calle Venecia pasó a formar parte de ese largo elenco de calles, más bien tirando a feas, que una vez al año sirven de paisaje para una cofradía. Un paisaje, evidentemente, no labrado a propósito, pero que en cierto modo se acomoda al discurrir de la procesión, de suerte que hasta puede resultar hermoso verla pasar por ella.




Sevilla ha sido muchas veces comparada con Venecia. Desde luego, la belleza de ambas fue siempre equiparable. La diferencia es que Sevilla ha hecho todo lo posible por quitársela de encima y Venecia, no. Así pues, la equiparación ya no puede ser tanta como antiguamente. Y Sevilla, que tendría que reconocer sus errores, en lugar de eso se empestilla en el yerro y encima se enfada cuando le dicen que ya no es tan bonita como la Perla del Adriático. Qué le vamos a hacer. Mas, su venganza fue terrible.







En el paseo del Rey Juan Carlos I (alias la vera del río en la calle Torneo) subsisten desde hace lustros los restos mortales de una fuente que en cierta ocasión fue de cristal. Nos la regaló Venecia con motivo de la Exposición Universal de 1992. La fuente, como es natural, duró dos días. Una cosa de cristal, en medio de la calle y sin protección, en Sevilla… pues ya me dirán ustedes.


Esa cruz gamada pintarraqueada en la fuente podría haberla firmado Ibáñez el de Mortadelo y Filemón.





Tras el primer destrozo, la fuente fue reparada, pero no tardó demasiado en volver a ser víctima de la analfabeta barbarie del niñaterío local. Del niñaterío y de los padres del niñaterío, que son casi peores. Desde entonces, igual que ayer permanece, un impresentable redondel de cemento recuerda dónde estuvo la fuente veneciana, para nuestro escarnio.






No quedó ahí el arrebato envidioso de Sevilla. Ese, digamos, fue el remate. Antes había sido el rotular una calle de las que en su día fueron consideradas ‘modernas’ con el nombre de la ciudad de los canales. Entre José Laguillo y Filpo Rojas. Desde la zona de influencia de la Puerta Osario hasta San José Obrero discurre la calle Venecia. Una de sus bocacalles, la más estrechita y oscura, sin salida por demás, lleva el nombre de Florencia; otra de las ciudades cuya cuidada belleza supone un agravio para Sevilla.
Arquitectónicamente, la calle Venecia carece por completo de interés. No hay nada en ella digno de mención. Bloques de pisos y ya está. Bueno, el colegio San Juan Bosco, donde estudiaba la infortunada Marta del Castillo. Su fisonomía es tristona y fea. Tiene, en cambio, la ventaja de un animado ambiente comercial; del estilo del que tienen calles de barriadas como Marqués de Píckman en la Ciudad Jardín, Conde Halcón en Pío XII o Santa Cecilia en Triana, o lo que sea aquello, porque Triana es desde hace tiempo una entelequia parecida a la del cine Rialto. Una palabra que da nombre a algo que no existe. Pero esa es otra historia.
Además de ese ambiente de bulle-bulle por las mañanas, de señoras con carritos, escolares con mochilas, jubilatas de paseo y aficionados al cerveceo de mediodía (no se pierdan Los Cantillos, a la vuelta de la esquina de San Juan Bosco), la calle Venecia tiene, como Cardenal Cisneros y Virgen de los Buenos Libros, dos buenas hileras de naranjos.


Y en esta época del año, como dice el anuncio de los toldos, esos naranjos están trabajando a pleno rendimiento en la producción de azahar. Eso hace que la cosa cambie del todo. Porque, envuelta como ahora se nos muestra en el aroma que desprende su naranjal, la calle Venecia parece otra cosa. Está como esperando que por ella pase esa cofradía que el primer Lunes Santo que la atravesó operó en ella algo parecido a lo que este domingo contaba el Evangelio: una transfiguración.



Ciertamente, la cofradía del Polígono tiene experiencia en ese tipo de efectos. Desde hace años, ya venía operando una metamorfosis terapéutica en las calles de su barrio cada vez que lo recorría. Ahora ese efecto se extiende a lo largo de todo su hormigonero recorrido a través de barriadas de bloques con soportales. De ese milagro es paradigma esta calle que, gracias a la cofradía, compone, aunque sea una vez al año, una estampa digna del nombre que lleva en sus esquinas.


 Se publicó en El Mundo de Andalucía el 21 de marzo de 2011

lunes, 19 de diciembre de 2011

SUCEDÁNEO DE PROGRESO


LAS OTRAS SETAS DE LA ENCARNACIÓN (II)
Travestido de modernidad, el mal gusto lleva décadas perpetrando crímenes en Sevilla. El progreso era siempre el pretexto. Lo fue para las infaustas setas y también para otras muchas setitas que en estos años brotaron. Hoy les presentamos la de la calle Azafrán.








 El metro cuadrado de la calle Azafrán debería costar, en condiciones normales, casi lo mismo que el kilo del producto que le da nombre. Por ubicación, belleza –salvaje, pero belleza- y verdad. Sí, es de lo poquito que queda de la Sevilla que en este exacto lugar fue una vez. Sin embargo, al paso que van las cosas es probable que de aquí a no mucho sea menester cambiarle el nombre y rebautizarla con el de ‘Colorante Alimentario’ para equiparar su denominación con la realidad que poco a poco se va abriendo hueco en ella. La realidad de una Sevilla catetiforme y acomplejada que lleva años imponiendo esa pseudointelectualidad dominante que vincula erróneamente con el atraso las señas de identidad que han dado fama universal, y desde luego personalidad singular, a esta ciudad durante siglos. Una pseudointelectualidad que habita, vamos a hablar claro y señalar con el dedo acusador, en el Ayuntamiento (si bien, referida al Consistorio, hablar de intelectualidad, aunque sea pseudo, es otorgar demasiado) y, sobre todo, en la Escuela de Arquitectura, esa fábrica de mediocridad donde el talento es un ente desconocido y enigmático. Ellos, aunque luego le echen la culpa a los especuladores, han sido los verdaderos culpables de que en Sevilla hayan crecido muchas setas de la Encarnación. No sólo las que velan el sueño de quienes cada noche se ven obligados a dormir en los soportales de la calle Imagen, poniendo así un contrapunto de miseria que permite aquilatar en su justa medida el derroche que han supuesto. A lo largo de la ciudad histórica hay muchas más setas, pequeñas, algunas casi invisibles, pero que dañan igual la vista cuando son descubiertas y resultan tan venenosas para nuestro patrimonio artístico como las que la ignorancia ha levantado en el mismo corazón de Sevilla.




Pero volvamos a la calle todavía llamada del Azafrán, a la que algún extraño milagro, seguramente un olvido que la hizo pasar desapercibida, logró mantener más o menos intacta hasta hace poco. La calle parte de un rincón donde dos borgianos senderos se bifurcan. El que va hacia la derecha es la calle Santiago, vía principal y asfaltada, y el otro es esta calle del Azafrán, más constreñida (Santiago no es que sea precisamente la avenida de Kansas City, gracias a Dios), peor iluminada y, todavía pavimentada, para nuestro satisfecho asombro, con adoquines de los de antes. 






Esta curiosidad nos la envía un amable lector (Alejandro Falla) el escudo der Beti tallado en un adoquín de la calle Azafrán. Damos fé de su existencia.





Dado que ambos senderos van a parar al Muro de los Navarros, bien que a zonas distintas, es lógico que el caminante, y no digamos el conductor, se decante por el de la derecha. De paso, así tiene ocasión de admirar el palacio de Villapanés, el Marques de los Pijamas, la iglesia de Santiago, el convento de Santa María de Jesús y hasta el Corral del Conde. Sin embargo, se pierde la interesante colección de arquitectura popular, de rejas y balcones llenos de macetas, que puede admirarse en el primer tramo de la calle Azafrán, donde un estallido de calamocha nos recibe. Contemplar la panorámica de la calle Azafrán en la noche desde la embocadura resulta una verdadera delicia, con esas farolas antiguas que, mal que bien, aún la alumbran. Por tener, tiene esta asolerada calle hasta un colmao de los de antes, probablemente el único que a estas alturas quede en la ciudad, que subsiste en la esquina de la calle Arapiles. 





Callejón, más que otra cosa. En realidad, en esta zona -quizá lo poco que reste del viejo barrio de la Morería- casi todo son callejones. Tiene la calle del Azafrán nombre y maneras para estar en el Barrio de Santa Cruz. Pero está en la Puerta Osario. Y esta fue zona de corrales de vecinos y también de instalaciones fabriles, como por ejemplo la de los cafés Moca, que en ella tuvieron sus almacenes.

Fue precisamente sobre el solar de los almacenes cafeteros donde se erigió la criatura que nos ha hecho venir hasta aquí. Una ‘creación’ difícilmente explicable. El edificio en cuestión, cuyo proyecto podría haberlo firmado tranquilamente el mismo ordenador del Jürgen Mayer que parió las setas de la Encarnación, es un cubo blanco recubierto por un zócalo de vigas metálicas que destroza irreparablemente el marco de la calle. Sus ventanas exteriores están giradas praxitelianamente hacia el Este, detalle en el que su autor habrá visto una aportación genial a la ecoarquitectura sostenible, pero en las que resulta difícil no ver un trasunto de los tragaluces de una prisión de máxima seguridad. La pregunta, surge de manera inevitable: ¿Cómo es posible que la Comisión Provincial de Patrimonio, tan tiquismiquis para poner o quitar una reja, haya permitido que se levante este monstruo en este lugar? Tal vez haya sido una casualidad o un error de imprenta, pero me ha parecido ver un nombre repetido en los papeles del proyecto y en la Comisión. Lo cierto es que el daño está hecho y su reparación no alcanzaremos a verla.

Genial el contrapunto de la rancia farola sobre la moderna fachada.




Otra perspectiva de la genial creación.



También por aquí pasó la modernidad. Desgraciadamente, no es el único lugar de la ciudad que visitó. Repartida por toda ella hay una larga y desmoralizante letanía de este tipo de deposiciones, obradas por un falso concepto de modernidad, ese sucedáneo del progreso que más pronto que tarde se nos mostrará añejo y pasado de moda, apósitos de fealdad que se han ido extendiendo a través de la ciudad con la pretensión de ser, alguna vez, mayoría. En nuestras indefensas y débiles manos está que no lo consigan.

Se publicó en El Mundo de Andalucía el 27 de diciembre de 2010.

N. del A.:

Pocos días después de publicado el artículo anterior, recibí un correo electrónico de un comunicante anónimo expresándose en los siguientes términos que, por lo que tiene de reflejo de muchas de las cosas que en el artículo se dicen, transcribo de forma literal.




"Estimado Señor Vega:
Amablemente hay (sic) llegado a mis manos hoy una copia del articulo referido.
Como ciudadano, feliz propietario  en esa promoción y arquitecto (por este orden) me dirijo a Vd. para comentar de modo telegráfico (sic) las opiniones vertidas en él, ya que los desvaríos son tales que podríamos estar meses dialogando sin llegar, creo, a ningun acuerdo.

0.- sobre gustos, (en Arquitectura), hay mucho escrito, señor Vega. De hecho, a lo largo de su larga historia han existido muchos señores que dedicaron su vida y sus neuronas a ello, a la critica arquitectónica (otra cosa bien distinta es que Vd. no lo conozca)
1.- como dice Josep Acebillo, (responsable del urbanismo barcelonés durante una larga temporada) la ciudad es como una bicicleta: puedes pedalear mas o menos deprisa; pero si no pedaleas..., te caes. Sevilla no debe seguir ofreciendo lo mismo de siempre durante toda la vida, sopena de quedarse tan estancada como está frente a otras. Y para comprobarlo, dese una vueltecita por Valencia, Bilbao, etc.  La cortedad de miras se cura viajando. Salga un poco, se lo recomiendo.
2.- No podemos seguir consumiendo la misma arquitectura que en el siglo XVII. ¿O acaso Vd, viste la misma ropa, escucha la misma musica, viaja en los mismos medios de locomoción, etc, etc, que por entonces?
3.- La esencia de la arquitectura andaluza de tradición islámica no está en las macetas y las rejas, se lo aseguro. Radica precisamente en aquello que Vd. critica: la negación a la calle y el volcarse al interior, mucho más luminoso, silencioso y vegetal que aquella. Y en el efecto sorpresa, de descubrir lo que se oculta tras esos muros. Si quiere, le ofrezco mi casa cualquier día para comprobarlo.
4. Los que trabajamos profesionalmente y además queremos vivir (y lo hacemos desde hace casi 20 años) en el centro, no nos conformamos en que éste se convierta en un parque temático anquilosado y plagado de "fachadismo", para que los de otros lugares de la ciudad vengan una vez al año a ver cofradías y pretendan que todo permanezca igual que el anterior Domingo de Ramos, y que anterior y el anterior....Estamos condenados a ser contemporáneos ( esto lo dijo un tal Jorge Luis Borges, no yo). El tiempo viaja con nosotros, no podemos desprendenos de él.
5.- En ese monstruo que Vd, cita viven casi 30 familias con niños que juegan en el patio todos los días por las tardes y que están orgullosisimas y super felices de haber elegido una vivienda contemporánea (que no moderna, no confunda los términos, por favor) en pleno centro. Venga a preguntarles, ya verá. Y solo el 10% somos arquitectos. Quizás los monstruos sean aquellas fachadas que se quedan solo en eso, en fachadas. Como alguien que no para de hacerse cirugía estética en la cara para estar bellísima y en su interior padece metástasis.
6.- Supongo que lo que molesta es el lugar de la actuación. Seguro que en su fuero interno subyace el comentario de: eso mismo fuera del centro no estaría mal... Por ese razonamiento, tambien deberiamos cambiar el coche en el que viajamos justo al atravesar la ronda y cambiarlo por una carroza o un carro, ponerlos pelucas rococós  al llegar a la Puerta de carmona y desacernos (sic) del Ipod en el que suena Radiohead para, en la Puerta de la Carne, disfrutar de un maravilloso tán-tan.

No vale la pena seguir dedicando mas tiempo a esto, creame.
Pero para la próxima, antes de opinar, documéntese un poquito por favor.
Al menos si se trata de hablar de Arquitectura y gusto.
Es Vd. casi peor que su compañero de profesión Carlos Colón, al que me recuerda citando, como él, la manida calle Imagen, donde por cierto tengo mi estudio como otros muchos compañeros de profesión, atraídos por esa maravillosa luz norte, continua todo el año y que nos permite trabajar sin luz artifical hasta altas horas de la tarde.
Trabajar para mejorar esta ciudad que nos duele tanto como a Vd, no lo dude (aunque me temo que por otros motivos)
Un saludo".
  
El debate está abierto. A partir de ahora, queridos lectores, es su turno.

LAS OTRAS SETAS DE LA ENCARNACIÓN (I)


He aquí dos muestras de lo que podría denominarse ‘Nueva Arquitectura Sevillana’, movimiento que pronto será hegemónico en el caserío histórico. Aunque conceptualmente distintas, ambas resultan igual de transgresoras. Una, apuesta por la introspección, la otra por el minimalismo escatológico. No se las pierdan.





‘Sé que son las nueve por cómo me pesan las piernas’.
Ana Pérez Cañamares.

La última edición de El Cultural publicaba doce obras inéditas de otros tantos poetas, una de las cuales se titulaba ‘Llamas para apagar fuegos’ y arrancaba con el, vamos a llamarle verso, que antecede a estas líneas. Si eso es poesía (venga Dios y lo vea) está claro que esto de lo que hoy vamos a hablar es Arquitectura. Y lo es por razones empíricas y obvias. Se trata de dos casas, dentro de las cuales, al parecer, vive gente. Una de ellas se encuentra en el número 4 de la calle Amargura, la otra se alza en el 12 de Macasta. Ambas están en el entorno de San Luis que, de zona protegida parece haber pasado a convertirse en centro de experimentación para las vanguardias.
 
A pesar de las, aparentemente estrictas, normativas dictadas para la protección de la fisonomía tradicional del casco histórico de Sevilla, a lo largo de los últimos años ha menudeado –y en determinados momentos hasta arreciado- la construcción de edificaciones que nada tienen que ver con la estética que se ha venido manteniendo al uso durante décadas. Una arquitectura que rompía, en ocasiones de modo traumático, la fisonomía del contexto imponiendo otro completamente distinto. Los balcones y las rejas han sido suplidos por cierres cuadriculados y ventanas de una estrechez tal que más que ventanas se antojan ballesteras. Nada de tejas, nada de cal.


 
Este proceso rupturista con respecto a la arquitectrua tradicional ha sido saludado por los estamentos ciudadanos que se autoconsideran en la cúspide local del saber, la modernidad y el progreso. Un sector de la sociedad ahíto de autoestima y ante el cual hasta el poder parece sentir un cierto complejo de inferioridad. Lógico, ya dijo Indro Montanelli que para adquirir importancia lo primero que hay que hacer es darse mucha. Claro que, a la vista del nivel de quienes detentan el poder, es comprensible que se sientan acomplejados ante cualquiera que hable sin aturullarse.
Dado que el pedante hispalense –espécimen, por cierto, que merecería un estudio concienzudo- apoya sin reservas cualquier tipo de transgresión arquitectónica que venga a socavar los cimientos, en este caso en sentido literal, de una ciudad anclada en tradiciones y gustos obsoletos, causa precisamente de su secular atraso, los políticos, particularmente los que han sido ungidos por la fiebre de la progresía, hacen todo lo posible para facilitar su proliferación.
Todo lo hasta aquí expuesto puede servir para explicar cómo es posible que, pared con pared con el antiguo palacio de los marqueses de La Algaba, detrás de la iglesia mudéjar de Omnium Sanctorum y del mercado de la calle Feria, haya podido levantarse un edificio que parece la recreación de un búnker de la era atómica, una especie de fuerte de Comansi puesto al día, con ventanales que se cierran herméticamente como portones de cajas de caudales. El invento está en el número 4 de la calle Amargura y, viéndolo, uno no puede evitar acordarse de la vieja saeta: por esa expresión llorosa, Amargura te pusieron. Ciertamente, a más de uno se le saltan las lágrimas cada vez que pasa por esa calle.

 
Menos impactante, pero igual de transgresor resulta el edificio del número 12 de la calle Macasta. En primer lugar habría que empezar por explicar que la calle Macasta –que se llama así como mínimo desde 1426- es una especie de reducto del siglo XVII que permanece entre el barrio de San Julían y la calle San Luís. Surcada de manera sempiterna por un arroyuelo de aguas fecales, producto de los meados que vienen a desembocar en el charco que deja en el centro de su angostura el agua con el que se trataron de limpiar otros meados previamente allí escanciados y jalonada por excrementos perrunos en tal cantidad que pone el nombre de Macasta a riesgo de convertirse, como catalina o majá, en sinónimo de hez. Tantas han de ser sorteadas para que nuestras suelas, y aún los empeines, no salgan indemnes del empeño.


 La construcción objeto de nuestro interés no resulta ajena en este caso a su escatológico contexto. Se amolda tanto a él que da la impresión de ser un homenaje a los sistemas de aireación de los cuartos de baño sin ventanas. En cierto modo es como un gran chum que parece estar aspirando la atmósfera de cloaca que invade la calle. Al pasar ante su puerta hasta es posible detectar un rumor permanente, tal vez del sistema de aire acondicionado, que recuerda el de una cisterna a la que se le ha ido la zapatilla. 


 
Sólo el color de la casa, blanco naturalmente, evita males mayores e incluso logra impedir que algún paseante distraído repare en ella. No fue nuestro caso. Absortos en la contemplación de tamaña beldad arquitectónica, lo que no pudimos evitar fue pisar una mierda.
Mas, esto es lo que nos espera. El movimiento de la nueva arquitectura sevillana va ganando una tras otra las batallas. Quién las pierde ya se lo podrá usted imaginar.

Se publicó en El Mundo de Andalucía el 14 de febrero de 2011

jueves, 15 de diciembre de 2011

PERSIGUIENDO UN ENIGMA


Siguiendo una brisa otoñal entre el barroco laberinto del Jueves, hemos venido a parar a la puerta de la casa donde nació José María Izquierdo. En la calle Castellar parece que aún es aquel día. Un raro sortilegio impide al tiempo pasar por ella desde entonces.





En el fondo, Luis Cernuda siempre sospechó que José María Izquierdo no estaba tan equivocado, que no era tal su error de amor por la ciudad. Que no derrochó gratuitamente su talento recluyéndolo ‘en un rincón provinciano, pendón de bandería regional para unos cuentos compadres que no podían comprenderlo’. Cernuda intuía, y así lo terminó reconociendo en el capítulo que le dedicó en Ocnos, que algún secreto debió de revelarle la ciudad para que Izquierdo, a diferencia de Bécquer o Machado, decidiera no irse, asumiendo con ello la segura condena al olvido de su obra. ‘Bécquer y Machado la dejaron tras sí, José María Izquierdo nunca la abandonó. Después de todo ¡quién sabe! Durante sus horas de recogimiento silencioso, escuchando la música o en sus atardeceres junto al río, mientras se perdía así entre el ruido de los otros bajo el cielo nativo, tal vez gozó gloria mejor y más pura que ninguna’.





 
Huele a madera de cedro, a carpintería, a cola. Huele como antiguamente olía. Pero es que en este lugar casi todo da la impresión de seguir siendo y oliendo como antiguamente. En la fachada de la casa del número 59 un azulejo recuerda que allí nació José María Izquierdo el 19 de agosto de 1886. Y es como si nada hubiera cambiado desde entonces. Como si un ente invisible y superior hubiera impedido discurrir al tiempo desde que el 8 de julio de 1924, un año después de la temprana muerte de Izquierdo, fuera colocado aquel azulejo sobre su casa natal. Incluso ahora, tantos años después y en pleno otoño, creemos apreciar cómo, desde el selvático patio de la vieja y cada vez más vacía casa de los artistas, llega el aroma que aquel lejano verano exhalaron las higueras.
Pero es mentira. Todo esto que creemos ver y sentir ahora no es más que un espejismo, una apariencia, una vana ilusión. Una pretensión de nuestra imaginación, una ensoñación acaso promovida por ese error de amor en el que también quisimos incurrir en la confianza de que hacerlo nos permitiría desentrañar el enigma que le fue revelado a quien lo supo encontrar divagando por la ciudad, al fin, de la gracia.


 

Naturalmente que por la calle Castellar ha seguido pasando el tiempo; las consecuencias de ello se aprecian a simple vista. Además del azulejo, sobre la fachada de la casa de José María Izquierdo en estos años pusieron grandes pancartas anunciando unas obras para reformarla y convertirla en un edificio de apartamentos. El tiempo, junto a otras cosas, también fue el causante de que el edificio de la vieja fábrica de sombreros Fernández y Roche esté abandonado a su suerte; y el tiempo ha tenido igualmente mucho que ver en que ya no estén en la casa de los artistas ni el orfebre Manolo de los Ríos, ni el tallista Antonio Martín, ni seguramente muchos otros.
Sin embargo, a pesar de todo algo inefable ha logrado permanecer intacto, acaso entre los intersticios de sus adoquines, para hacer de esta calle de Castellar el lugar más propicio para iniciar la búsqueda del secreto que la ciudad guarda: la razón que hizo a Izquierdo quedarse para siempre en ella.
La calle Castellar es una de esas que han de recorrerse en sentido inverso al de su numeración, de tal suerte será cómo el caminante podrá experimentar la sensación de sentirse paulatinamente atrapado, al mismo tiempo, por su geometría y su enigma. Necesariamente ha de comenzar el camino en San Marcos, a la sombra de la torre arábiga que algún ortodoxo estropeara colocándole un ridículo campanario que, pese a su estentórea ridiculez, forma parte ya de su esencia. Desde el principio, la calle empieza a describir una ligera pendiente. Lo primero, a la derecha, es la calle Maravillas, hermoso nombre para una sugerente calleja, cuya arquitectura no ha estado últimamente a la altura del nombre. Seguimos avanzando y, esta vez a la izquierda, encontramos la casa de los artistas. No confundir con la original que hubo junto a San Juan de la Palma, a la que ésta vieja casona tomó el testigo, como ya apuntamos líneas arriba. Aunque entre sus inquilinos de esta nueva Casa de los Artistas cada vez hay menos artistas, de los de antes quiero decir.


 


Unos metros hacia adelante, y nuevamente desde la acera de la derecha, parte el callejón sin salida del Heliotropo. Poco que ver tiene ciertamente con el color de la hermosa flor que le da nombre. Allí, al final, del callejón en el ángulo oscuro, permanece arrumbada, vacía, triste, sola y cubierta de polvo, de su dueño seguro olvidada, la vieja fábrica de sombreros.
De vuelta del callejón y siguiendo por la misma acera, hallamos las dos casas gemelas dieciochescas, en la primera de las cuales nació el inspirador de nuestra divagación de hoy. A partir de ahora, las cosas van a perder cualquier tipo de interés a lo largo de una buena porción de metros. En medio de esta nada, surge la calle del héroe Churruca (apellido que hoy para la mayoría evoca la marca de pipas más que al glorioso marino que combatió en Trafalgar) a través de la cual se llega hasta la plaza del Almirante Espinosa y la calle Infantes.
En esta esquina, Castellar comienza a estrecharse en un abrazo que se acentuará aún más a partir de la confluencia con Espíritu Santo -¿la calle más hermosa de Sevilla?-, donde el caminante comenzará a sentir un novembrino estremecimiento, sobre todo cuando lea el rótulo de la siguiente bocacalle, que se abre a la derecha: Laurel. No es que esté en ella la Hostería de Don Juan, pero sí el bar de Pepe, sevillista y rociero, donde tiran la rubia casi con la misma unción y perfección que en el vecino Vizcaíno, del cual lo separa un salto de caballo de ajedrez, a través de la plaza de los Maldonados y la aledaña de Montensión, antes de los Carros. La capital de El Jueves, o sea.





Estamos ya en el perihelio de las aceras de la calle Castellar, que viene a coincidir con su intersección con lo más estrecho de la calle Feria. Aquí contaba el profesor Joaquín González Moreno que fue donde una mañana de Viernes Santo se asomó a ver pasar la Macarena aquella niña enferma que inspiró los lacrimógenos versos del padre Cué, tantas veces declamados por los afectados rapsodas radiofónicos de la Sevilla rancia.
A partir de este cruce, la calle Castellar se pierde en una sierpe, que describe como queriendo desvanecerse en la nada, aunque en realidad sólo logra llegar hasta la esquina de Alberto Lista. De San Marcos a San Martín. Final de viaje.
Hace tiempo, había en esta esquina un taller donde se reparaban relojes antiguos, el único dedicado a ese menester en la ciudad. Fue seguramente a base de hacer andar tantos relojes que el tiempo se determinó a volver a pasar por aquí, llevándose con él todo aquello que pudo, incluído el relojero. Quedó, sin embargo, el recuerdo de un divagador para dejarnos la pista de un enigma por resolver. Sí, merece la pena quedarse. Pero todavía no sabemos por qué.


Se publicó en El Mundo de Andalucía el 18 de octubre de 2010

LA ULTIMA EN LA CAMPANA


Hace unos años eran todavía una seña de identidad de la ciudad, pero hoy las clásicas tabernas sevillanas están en vías de extinción. Las pocas que van quedando son, por eso, lugares de peregrinación donde los parroquianos ya no observan la naturalidad de antaño. Temen que mañana ya no exista. En la Campana resiste una de las últimas, La Goleta, gracias a una hermosa historia de amor filial que la ha hecho impasible al acoso de los especuladores.





 
Sólo los sevillanos cabales, los policías locales, los carteros y los repartidores de la Cruzcampo (y quizá no todos) saben con certeza en qué lugar de Sevilla se cruzan las calles Santa María de Gracia y Vargas Campos. Para quienes no se encuadren en los citados grupos, o sean una excepción en cualquiera de ellos, diremos que la esquina en cuestión se halla en lo más recóndito de la Campana. Justo detrás de la antigua confitería, en un recodo de callejones oscuros, envueltos por un halo de clandestinidad que los mantiene al margen del bullicio que en las horas comerciales impera en la zona.
En la escueta confluencia de las dos estrechas callejas antes mentadas está La Goleta; una taberna de las de mostrador de madera, zócalo de azulejería trianera, bocoyes  empotrados en la pared, vino blanco y plato de ‘artamuces’. Tiene cincuenta y cinco años de historia. De acuerdo que una nada comparados con los tres siglos del Rinconcillo, pero tan bien aprovechados que le hacen rezumar solera por esos sus cuatro costados, más anchos que largos, entre los cuales el tiempo creó una vaporosa atmósfera amarilla que bien pudiera haber sido la que rodeara el rincón tabernario de aquellos compadres de Núñez de Herrera que veían la Semana Santa a través del caleidoscopio de las cañeras de manzanilla. Porque también aquí, estando como estamos en plena Campana, la Semana Santa no se ve, sólo se presiente.
 
La realidad es que Núñez de Herrera llevaba ya varios lustros muerto cuando llegó a Sevilla la gente huelvana de Manzanilla para abrir tabernas y hacerle la competencia a los montañeses que habían bajado a Sevilla para la Exposición del año 29. Uno de ellos fue Francisco Gutiérrez, que no se conformó con una y abrió una cadena de tascas, repartiéndolas por el Muro de los Navarros, Santa María la Blanca y la calle Mateos Gago. En 1951 se abrió La Goleta, que fue llamada así en recuerdo de la viña de Manzanilla donde la familia criaba el vino blanco que vendía en sus establecimientos. La nueva taberna fue puesta a nombre de la nieta del fundador, Eduarda Gutiérrez, que la pasó luego a su hija. El marido de ésta, Miguel Pérez Escobar, sería el encargado de regentarla durante la mayor parte de su historia hasta su fallecimiento, ocurrido el año pasado.


 
Miguel Pérez fue precisamente quien colgó en el establecimiento el peculiar barómetro que anuncia el tiempo a sus parroquianos: un despelucado rabo de toro. Lo cortó una tarde en la Maestranza con Pepe Baquet, el niño de los toriles, y lo puso en el testero principal de la taberna, frente a la puerta que da a la calle Vargas Campos. Alguien le había dicho que si lo hacía así, el rabo de toro anunciaría la lluvia cuando el viento del Oeste lo moviese. Ciencia exacta, señores. Ya saben lo que tienen que hacer los del Consejo de Cofradías en las tardes inciertas de Semana Santa: ir a La Goleta y mirar el rabo, si se mueve un pelo, a quedarse en la iglesia y vía crucis que te crió.
El fallecimiento del tabernero colocó tras la barra de forma inopinada a su hijo Miguel Angel, un joven de veinticinco años, profesional de la enfermería, que se esfuerza por compatibilizar su trabajo con mantener abierta la tasca. Para ello, echa mano de amigos o de lo que sea. El caso es no cerrar; por esos bocoyes de vino que antaño se vaciaban dos veces por semana corre su sangre y para él son sagrados. No sabe el servicio que presta a la ciudad, o sí. Que La Goleta exista hace que exista un modo de vida que poco a poco tiende a desaparecer. ¿Dónde se iban a tomar la copita los del banco a mediodía? ¿En el Mc Donalds? ¡Venga hombre!
La seña de identidad de la taberna, ya lo hemos dicho, es el vino, que allí se beben hasta los mosquitos, a disposición de los cuales hay de forma permanente un catavino lleno sostenido entre dos venencias en el frontal de uno de los barriles. La tapa de la casa son los caracoles, que son anunciados en una versión gasterópoda del escudo del Betis; porque los taberneros de Manzanilla son mucho del Betis. Que se lo pregunten al Perejil, que es primo de los Gutiérrez (por más que este apellido se les haya ido atrasando en el árbol genealógico a los actuales taberneros).
Además del vino, los parroquianos habituales beben cerveza, por lo general, de botellín. También la hay de barril, pero vayan ustedes a saber por qué, ellos prefieren el botellín. Uno de ellos señalaba el letrero del servicio. ‘Es lo que más me gusta de la taberna; parece un azulejo, pero es una tablilla pintada’, explicaba exigiéndonos asombro.
Esta parte del mundo, que alguna vez fue un emporio para los alcoholistas (así llamaba Silvio, habitual del lugar, a los aficionados a trasegar) se ha reducido a franquicias. Lo primero en caer fue el Café Variedades, hace ya mucho tiempo. Luego, también hace mucho, vino el Café de París; después el bar de Pepe Pinto y por último el Tropical, que ese sí lo conocimos. De suerte que La Goleta es lo único clásico que nos queda, y lo hace a duras penas. Cada día, su dueño recibe una oferta nueva por el local. De momento, no se vende. Pero sólo de momento. Aprovechemos pues la coyuntura y llenemos a diario La Goleta, que sólo el dios Baco sabe hasta cuándo podremos hacerlo.


Se publicó en El Mundo de Andalucía el 12 de junio de 2006