lunes, 28 de noviembre de 2011

LA FUGACIDAD DE LO ETERNO


Dos sevillanas tradiciones se cruzaron ayer bajo las nervaduras del convento de Santa Inés. Se iba el noviembre de las leyendas de capas y espadas y llegaba la mágica navidad becqueriana. El rostro enigmático de la momia de doña María Coronel volvía a ocultarse mientras en la penumbra del coro, custodiado por unas hieráticas y silenciosas monjas que parecen llevar siglos allí, un viejo órgano esperaba el regreso del fantasma de Maese Pérez para volver a estremecer con sus notas la noche del solsticio.




 
Si alguna vez hubo algo de verdad en cualquiera de las dos historias es algo que probablemente nadie sabrá jamás. Sí, es cierto que la leyenda de doña María Coronel está soportada por la prueba fehaciente del delito: un cadáver momificado que presenta en su rostro una extraña mancha, producto al parecer de una herida provocada por algún tipo de producto corrosivo. Sin embargo, ningún otro de los detalles de las diversas versiones –no pocas veces contrapuestas- que existen de su historia ha podido probarse de manera fehaciente. Los principales estudiosos de la cuestión, el sacerdote sevillano Carlos Ros o el historiador norteamericano Anthony George Lo Re, pudieron comprobarlo, y así lo demostraron en sus respectivos trabajos sobre el tema. De modo que, al menos en lo que al trance de María Coronel respecta, la duda de si héroe o villano, seguirá vigente sobre Pedro I de Castilla para los restos.
En cuanto a Maese Pérez, parece que sólo existió en la fecunda imaginación de Gustavo Adolfo Bécquer, quien, como en muchas ocasiones hace en sus relatos, aprovecha los recursos de su fantasía para revelarnos detalles, esta vez sí, de la realidad, que ubica alrededor de la trama, orlando el relato, al que dota de un contexto verídico –¡saprísti!, como Paco Gandía- que al final resulta lo más importante. A fin de cuentas, Bécquer no dejaba de ser un periodista. Y ya saben, aquello de no dejes que la realidad te estropee una bonita leyenda.
La verdad, es cierto, a veces no es lo más importante. También está la fantasía, que proyectada hacia el futuro produce sueños y dirigida hacia el pasado crea leyendas. Los sueños no tienen por qué hacerse realidad y las leyendas todos sabemos que tienen mucho que ver con esa tentación de edulcorar los recuerdos a que propende nuestra mente, probablemente obedeciendo algún tipo de necesidad neuronal. La principal misión de los instintos es que sigamos vivos; y de eso se trata.
El sol declinaba, dotando a las cosas de una fina película dorada, y la calle se dejaba embriagar por los efluvios del horno conventual. Esa era la única verdad, al fin y a la postre; pues precisamente de postres se trataba. Postres de monjas, dulces de convento: panecillos, empanadillas, roscas. Pequeños pecadillos veniales en la religión del culto al cuerpo que dispensaba una voz del hemisferio sur desde el otro lado del torno. Ave María Purísima. Sin pecado concebida.
Noviembre se había ido oficialmente del almanaque hacía dos días, pero el noviembre sevillano no se despide hasta el dos de diciembre, cuando al mito del pecador, lascivo y soberbio don Juan que abre el mes le da réplica el de doña María Coronel, o la personificación de la virtud, el recato y la castidad. Uno y otra tienen mucho que ver, probablemente se trate de las caras opuestas de la misma cosa: la condición humana.
A través de la pequeña puerta que da al atrio del convento de Santa Inés, la misma por la que se escapaban los efluvios del horno, entraba y salía un chorreo de gentes que acudían a la doble llamada de este día: la visión estremecedora de una momia parece recordarnos que siempre es miércoles de ceniza y la no menos inquietante del órgano vacío, que sin embargo volverá a sonar en la próxima Misa del Gallo gracias a las inocentes manos de una monja, pues Maese Pérez se hospeda desde hace mucho en la niebla de la fantasía. En realidad, jamás toco ese órgano, salvo en el escenario de nuestra imaginación. Sin embargo, su espíritu virtual, nacido de la feraz pluma de Gustavo Adolfo, parecía estar allí; oculto tras una columna, o quizá sentado junto a los dos señores que vendían en un rincón de la iglesia libros de Carlos Ros y objetos de recuerdos; que no sólo de bollitos vive la economía monacal. Están también los ingresos atípicos, que decía Gerardo Martínez Retamero, el merchandising, que se dice ahora.
Quienes entraban en la iglesia, portando en la mano su bolsita de empanadillas o bollitos, comprendían al instante que estaban ante la línea que separaba dos océanos; también dos tiempos. Llegaban desde el mes de noviembre y al salir sentían que era ya navidad. Una momia y un fantasma que nunca existió se llevan un tiempo y anuncian otro. Es el modo en que las cosas eternas nos enseñan lo fugaz de la vida.
  
Foto: Comnpás de Santa Inés (by Alvaro Pastor Torres)

Publicado en El Mundo de Andalucía el 3 de diciembre de 2007
 

LA ESCENA DEL CRIMEN

Diez años hablando de él  como posible ubicación de la Feria de Abril no le han otorgado tanta notoriedad como un solo fin de semana de angustia compartida por millones de personas. Su nombre ya es parte de nuestra crónica negra. Bienvenidos al Charco de la Pava.

Una lancha neumática en el río, en el cielo un helicóptero y en la orilla, el desasosegante despliegue de vehículos con luces de emergencia azules, rojas y amarillas inherente a toda catástrofe.  El inquietante aparato se prolongaba a través de cintas de seguridad, caminos cortados, agentes de policía, bomberos, protección civil... y un puñado de curiosos, llegados aquí quién sabe cómo, arremolinados en torno para contemplar el espectáculo. Unos por morbo, otros porque no se conformaban con que se lo contara la radio, querían ver con sus propios ojos el desenlace del horrendo drama.
Aquella noche, en la ciudad no se hablaba de otra cosa. En la calle nos cruzábamos con alguien que iba hablando por el móvil y hablaba de la niña; en el bar los camareros hablaban de la niña y esa tarde, en la fiesta del colegio, habían rezado por la niña. La niña era Marta del Castillo, ahora no hace falta decirlo, pero sí probablemente dentro de unos años, cuando nadie se acuerde de ella; igual que nadie, o casi, recuerda ya el nombre de aquella otra niña que mató un demente hace casi cuarenta años después de robarla cuando estaba con sus padres en un bar de La Oliva. Su cuerpo apareció junto a la tapia de Hytasa. También la ciudad se conmovió entonces, aunque ahora no se acuerde.
Pero estábamos con Marta. Buscaban su cuerpo en un lugar del río cuyo nombre todos parecían conocer, incluso los conductores de los programas que aquella noche contaban la historia desde Madrid: El Charco de la Pava. Un nombre que la ciudad tardará en identificar con otra cosa que no sea el crimen de Marta del Castillo; lo hará de todos modos. Aunque para muchos, jamás dejará de ser el sórdido escenario donde un asesino se deshizo del cadáver de una niña de 17 años.
En esta época del año, el viento del suroeste, que viene de río abajo cortando los cuerpos y trayendo barruntos de tormentas, levanta polvaredas de albero y convierte en desapacible la inmensa explanada que se extiende entre el cauce más reciente del Guadalquivir y el muro de tierra levantado para defender la ciudad de sus crecidas. Lo desapacible del ambiente no hace renunciar a los inmigrantes sudamericanos que cada fin de semana se reúnen bajo sus retorcidos árboles para pasar unas horas de convivencia y nostalgia, oyendo su música y su acento sin interferencias.
Esto que ahora es un bancal inundable, una ribera artificial que enmarca el curso de un río vivo, fue una vez la vega de Triana; tierra de hortelanos, de granjeros, también de hornos de loza y ladrillo. De aquí salieron, por obra y gracia de las darwinianas leyes sobre la supervivencia de las especies, algunos de los mejores costaleros que ha tenido la Semana Santa de Sevilla. Seres mal alimentados que echaron los dientes amasando con sus pies y sus manos el barro antes de ser cocido. Para quienes lograron sobrevivir a esa prueba y hacerse adultos, meterse debajo de un paso era un divertimento que no cansaba. Salvador Perales llevaba en su cuadrilla a uno de ellos; quien esto firma tuvo el placer, hace ya muchos años, de poder estrechar su mano de gigante forzudo y noble.
En aquella Vega venían a reunirse los cinco arroyos que, según los antiguos, bajaban del Aljarafe trayendo agua, vino, aceite, leche y miel.
Todo empezaría a cambiar a partir del siglo XX, cuando la incipiente y tardía revolución industrial que llegaba a Sevilla obligó a transformar el puerto e incluso el cauce del río Guadalquivir. Un proceso prolongado durante casi un siglo, que resultó lento como el discurrir de las pesadas barcazas areneras que de cuando en cuando surcan las cenagosas aguas del viejo Betis junto al Charco de la Pava.
En 1903 comenzaría ese proceso con el plan de transformación diseñado por Luis Moliní, el cual encontraría continuación en el redactado veinticinco años después por Delgado Brackembury donde se plantea ya la necesidad de abrir un cauce alternativo a través de la Vega de Triana, transformando en una dársena el curso urbano del río mediante la implantación, en 1948, del llamado ‘tapón de Chapina’. Desde aquel momento, el río, que venía desde el meandro de San Jerónimo, se desviaba hacia la vega de Triana a la altura de la isla de la Cartuja. A partir de ese punto, el río continuaba por un nuevo cauce hasta recuperar su antiguo curso en San Juan de Aznalfarache.
Las transformaciones continuaron hasta las vísperas de la Exposición Universal de 1992, cuando la dársena se amplía, eliminando el tapón de Chapina y ubicando un nuevo corte en San Jerónimo, lo cual obligó a ampliar en varios kilómetros el nuevo cauce del Guadalquivir a través de la vega de Triana y hasta San Jerónimo.
Toda la larga recta que describió el nuevo curso del río como consecuencia de las transformaciones citadas, hizo surgir un nuevo espacio de ribera que vino a adoptar el nombre del anárquico barrio que se alzaba tras el Patrocinio al borde de la nueva orilla del río; un barrio donde vivían pescadores, agricultores, pequeños ganaderos y, en general, gente de una pobreza supina: el Charco de la Pava. Un barrio de aspecto netamente tercermundista y que se mantuvo en pie hasta las vísperas mismas de la Muestra Universal.
Durante el fasto conmemorativo del V Centenario del Descubrimiento de América, el Charco de la Pava  sirvió como aparcamiento. Pasado aquel, se convirtió en un problema, destino común de todo aquello con lo que no se sabe qué hacer. Desde hace algunos años, acoge provisionalmente mercadillos, instalaciones deportivas, aparcamientos de camiones, circos y hasta bacanales juveniles para exaltar la primavera. Se lleva años analizando la posibilidad de que sus muchos metros cuadrados puedan albergar la Feria de Abril. Sin embargo, no es descabellado pensar que se tardarán otros tantos en tomar una decisión al respecto. Hasta entonces, puede que el Charco de la Pava perviva en el imaginario colectivo de los sevillanos instalado entre sus más siniestros lugares, como aquel en el que una oscura y trágica noche acabó para siempre la historia de una niña que apenas había podido empezar a vivir.


Foto: El Guadalquivir salido de madre visto desde el puente utilizado por los presuntos asesinos de Marta del Castillo para arrojar su cadáver al río y hacerlo desaparecer.
Publicado en El Mundo de Andalucía el 16 de febrero de 2009

domingo, 27 de noviembre de 2011

LOS CRÍMENES DE BÉCQUER.





Mañana se cumplen 139 años de su muerte. El había querido descansar para siempre en una tumba junto al río, bajo una lápida donde fueran a caer las hojas secas de un chopo y cuyas letras el tiempo fuera borrando. Pero Sevilla, en vez de sepultarlo en esa fosa erigió en su memoria el monumento más bello del mundo.



Montse tendría entonces veintitantos, había venido hasta Sevilla persiguiendo el sueño que todos perseguimos. Pero ella no quiso limitarse a hacerlo sólo con el pensamiento, decidió aventurarse en su busca después de haber creído encontrarlo en un beso que el vidrio esmerilado de los canales de Venecia distorsionó al reflejarlo. Mas, como todos los sueños, el de aquella muchacha acabó siendo simplemente eso, un mero espejismo que jamás existió más allá de su corazón.
Durante un día y medio, a medida que el sueño iba desvaneciéndose como la niebla de una mañana de otoño, Montse fue descubriendo Sevilla. La famosa ciudad de los monumentos y el arte. Sin embargo, nada de ella parecía impresionarle. Ni su enrevesada trama, ni su vetusto y noble caserío, ni sus edificios principales. Nada. Sevilla estaba pasando por ella como ella por su espejismo, sin dejar el más mínimo rastro.
La mañana del día en que se marchaba la acompañaron hasta el parque de Maria Luisa. Y algo pareció ocurrirle entonces. De repente, la ciudad le pareció distinta. Si fue por la visión del parque o porque se iba para siempre, nadie salvo ella sabría explicarlo. Todas aquellas nuevas emociones que estaba empezando a sentir acabaron por reducirse a una sola, pero definitiva y letal, cuando, al traspasar la angosta entrada de un recinto formado por enredaderas que guardaban su interior con el celo de un sarcófago, Montse descubrió el monumento a Gustavo Adolfo Bécquer. A través de su mejilla rodó entonces una lágrima. Y luego, al cabo de un largo y espeso silencio, de sus labios lograron escapar a fin unas pocas palabras; las dijo de forma tan leve que alguien podría haberlas tomado por un suspiro: ‘Ahora lo comprendo todo’, dijo. Desde aquel día, su espíritu yace en ese lugar, junto a los de quienes como ella se sintieron allí heridos alguna vez por ese algo inexplicable que permite entenderlo todo cuando del amor y la belleza se trata.
Quien la llevó hasta allí sabía bien por qué lo hacía. El solía frecuentar aquel rincón los días de fiesta en esa hora fantasmal del amanecer, cuando, amparados por la bruma, los espectros se concretaban y reunían alrededor del ciprés al que se abraza el monumento cual si fueran ánimas de un mundano purgatorio en donde expían la culpa de su escepticismo. Sí allí se comprende todo. La belleza no es una utopía y el amor deja de ser un imposible. Es como si los sueños se hicieran realidad o, al menos, tomasen una forma comprensible.
Gustavo Adolfo Bécquer aún vivía en Sevilla cuando en 1850 se plantó el ciprés. Ajeno el poeta y el árbol al destino que habría de unirlos, el ciprés fue creciendo hasta que en 1911, cuarenta y un años después de la muerte de Bécquer, fue elegido para, en cierto modo, hacer realidad su deseo de ser enterrado a la sombra de un árbol cerca del Guadalquivir, pues el río pasa no lejos del lugar donde su esbelto tronco se alza. Bajo sus ramas no iban a estar los restos del poeta, pero sí eternamente su recuerdo. La iniciativa de erigir un monumento al ‘Divino’ -como lo llamó Antonio Machado- Gustavo Adolfo partió de los hermanos Álvarez Quintero, quienes escribieron una obra, La rima eterna, para financiar el costo de los materiales. Sin embargo, el artífice del prodigio fue el escultor Lorenzo Coullaut Valera, autor también del monumento a la Inmaculada de la plaza del Triunfo. A pesar de ser un artista muy cotizado, no percibiría un duro por aquel trabajo. Lo hizo sólo por amor al arte, exactamente la misma razón por la que Bécquer había escrito sus universales rimas. Tal vez eso explique el milagroso enigma de belleza que acabaría envolviendo la obra.
El amor al arte es, empero, el único que no aparece entre las metáforas que Coullaut dispuso alrededor del tronco del ciprés para describir, a través de tres mocitas, el amor presentido, el amor vivido y el amor recordado; además del amor que hiere y el amor herido, representados respectivamente por dos cupidos, uno que lanza un dardo y otro que yace por un dardo atravesado.
Han pasado los años y el monumento ya no es la sorpresa que se ocultaba tras una muralla de enredaderas. Ahora unas verjas lo protegen, pues en todo este tiempo no fueron sólo de amor las heridas que padeció. Mas, a pesar de estar despojado del recinto vegetal que durante décadas lo estuvo guardando y haberse vuelto diáfano su entorno, todavía mantiene intacta toda su inmensa capacidad para emocionar, y persiste aún a su alrededor ese halo misterioso que sigue haciendo de él un descubrimiento que aturde, como si pudiera permanecer invisible hasta que, de improviso, surge ante nuestra incrédula mirada, hiriéndonos para siempre, convirtiéndonos en nuevas víctimas de Gustavo Adolfo Bécquer, asesinando nuestra desconfianza sobre la posibilidad de la belleza, nuestro escepticismo sobre el amor o nuestra incapacidad para sentir, aunque sea el frío de la soledad. Sí, ante la visión de este monumento, que bien pudiera ser el más bello del mundo, algo en nosotros muere para siempre, pero algo también nace. Desde esta hora y hasta la efímera eternidad del resto de nuestra vida, nos sentiremos unidos en una mágica comunión a los espíritus de la Santa Compaña que aquí se congrega cada día a esa hora fantasmal del amanecer, cuando la incierta bruma convierte en certezas los sueños y todo deja de ser imposible, hasta el recuerdo de Montse, de quien nadie volvió a saber jamás. Sin embargo, algo en este lugar parece decirnos que se quedó en él para siempre.

Publicado en El Mundo de Andalucía el 22 de diciembre de 2009

sábado, 26 de noviembre de 2011

EL PAISAJE COTIDIANO, EN INTERNET

Hola amigos. Tras muchos años, quizá demasiados, dándole vueltas al asunto, he decidido satisfacer las demandas de muchos lectores y colgar en este blog, divulgándolos urbi et orbe, los artículos que publico en la sección El Paisaje Cotidiano del diario El Mundo de Andalucía. Espero que le brindéis una buena acogida y me hagáis llegar vuestros comentarios con aportaciones sobre estas divagaciones sevillanas que muy pronto verán aquí la luz..